Leo que Andreas Schleicher, coordinador del Informe PISA, opina sobre la educación en España. Independientemente de que esté de acuerdo con él en la necesidad del trabajo en equipo, por ejemplo, me molesta que opine con tanta ligereza sobre ciertas cuestiones que solo conoce desde fuera y, sobre todo, que la palabra PISA se haya convertido de unos años a esta parte en la única gran verdad educativa, como si a partir de esos informes se pudiera medir y cuantificar absolutamente todo lo que tiene que ver con la educación. En el caso de las destrezas lingüísticas, por ejemplo, PISA apuesta por la extracción mecánica de datos, la productividad a partir de textos y otras cuestiones que tienen más de cadena de montaje que de respeto por las Humanidades, así que permitan que muestre, al menos, mi escepticismo ante este tema. Por no hablar de la obsesión de las instituciones por someter a nuestros alumnos a pruebas basadas en el método PISA con las que hacer ranking no solo de adolescentes, sino -más aún- de centros educativos, como si esos exámenes (que me recuerdan a las estúpidas pruebas denunciadas en la cuarta temporada de The wire) dieran, realmente, la verdadera valía de esos colegios e institutos.
Entre las afirmaciones -temerarias- de Schleicher, me ha llamado la atención cómo insiste en que "los profesores en España están bien pagados". No les aburriré aquí comparando los sueldos de un docente en nuestro país con los que tiene en cualquier otro Estado europeo (símil que, por cierto, seguramente sea válido para casi todo nuestro mundo profesional...), pero sí me parece hilarante semejante aseveración. Y no, se equivoca Schleicher si cree que en España se invierte lo bastante en la educación (y mucho más, si piensa que son generosos con el profesorado), pero quizá por eso mismo me apetecía escribir hoy sobre por qué, pese a todo eso, me gusta mi trabajo. Y es que, cuando se aproxima el fin de curso y se avecina el (durísimo) año escolar siguiente (los recortes van a ser aún mayores), prefiero centrarme en qué me ha hecho feliz este año, un qué alejado de la nómina y centrado, como siempre, en los alumnos.
Estos son algunos de mis pequeños motivos para que me apasione esta profesión...
...La sensación diaria de ir conociendo y descubriendo a los alumnos, la lucha cotidiana por aproximarlos a mi materia, a lo que quiero transmitirles y el intercambio de aprendizaje que surge de esa cercanía.
...La colaboración de los chicos en actividades de los más diversas: periódico escolar, grupo de teatro, grabación de cortos y hasta de book-trailers para mi novela... Sus ganas de participar, de ser protagonistas, de tomar una voz que no siempre les damos.
...El debate, fuera y dentro del aula, sobre temas que van más allá del libro de texto. La solidaridad que han mostrado con movimientos como el 15M a pesar de que les tachemos de apáticos. Su voluntad de empezar a tomar decisiones como adultos y sus ganas de informarse para poder hacerlo.
...Los pequeños grandes regalos que, sin motivo alguno, me ofrecen con una generosidad enorme. Una foto enmarcada de un grupo al que he querido mucho -lo confieso-, una tarjeta llena dedicatorias especialmente significativas, un cuaderno para colorear para burlarse de mi incapacidad pictórica cada vez que trato de hacer un dibujo en la pizarra o un manual de cocina para principiantes dada mi -célebre- inutilidad culinaria.
...Las visitas a final de curso de algún padre para reconocer la labor realizada y con el único fin de comentar que tal o cual asignatura le ha servido a su hijo para engancharse a la lectura, o para animarse con el alemán, o para tomarse con algo más de humor los estudios.
...Los reencuentros con antiguos alumnos, ya sean reales o virtuales, y la sensación de poder seguir evolucionando con ellos, con lo que ahora escriben, con lo que ahora empiezan a ser.
...La posibilidad de estar siempre cerca de lo que viene, de la vida más inmediata, de una edad donde todo es vehemente y próximo, real y excesivo, sin los matices y los velos de hipocresía o de sociabilidad -llámenlo como quieran- que ponemos los adultos. La opción de volverse algo más ingenuo, de dejarse llevar por su capacidad de sorpresa y de acción.
Y sí, claro que podría hacer otro listado con lo que no me gusta (y quién no), pero hoy prefiero dejarme llevar por parte de lo que me da este trabajo. O, mejor dicho, por parte de lo mucho que me dan mis alumnos. Y que, mi muy estimado señor Scheicher, no tiene nada que ver con ese abultado salario del que usted habla y del que, por cierto, mi entidad bancaria no tiene noticia.
domingo, 26 de junio de 2011
sábado, 18 de junio de 2011
Exámenes finales
La honestidad de mis alumnos nunca deja de sorprenderme. Y es que, en cierto modo, no dejo de envidiar esa forma de ver de la vida tan alejada del cinismo que -parece- nos envuelve a todos con los años. Por eso, supongo, me hizo gracia el comentario de uno de mis alumnos de alemán de 1º de la ESO que, ante mi pregunta de "¿os parecen justas vuestras notas?" no dudó en levantar la mano para responder, con rotundidad, que "no". Imaginé que me esperaba una sucesión de pueriles reproches para exigirme una subida de la calificación, pero me encontré con todo lo contrario: "Merecía menos nota, profe. El examen lo hice fatal". Y así, de modo breve y demoledor, resumió lo que opinaba sobre su nota media.
Pero si, por un lado, me gustó ver ese espíritu autocrítico y honesto (es un chico estupendo, la verdad); por otro, me apenó comprobar que, curso tras curso, muchos profesores les convencen de que esa ecuación es real y justa: "nota del curso = examen final". Una fórmula cómoda -no exige demasiado (o ningún) seguimiento del alumno- en la que solo importa el resultado de una prueba (como mucho, de una prueba por evaluación y algún parcial en medio), más allá de que dicha prueba sea más o menos fácil, de que el alumno esté más o menos inspirado, de que le coincida con más o menos exámenes y de que el contenido de la prueba en cuestión demuestre con más o menos veracidad el dominio del alumno sobre esa materia.
Ahora, cuando más de un insensato aspira -literalmente- a convertir los centros de estudio en imitaciones de los centros de alto rendimiento deportivo (¿nos hemos vuelto locos?), imagino que esa ecuación se volverá aún más firme y general. Basta con echarle un vistazo a la importancia que se da a las notas de Selectividad o a las pruebas de diagnóstico en comunidades como la madrileña, donde un examen de contenido más que arbitrario (basado, eso sí, en esa Biblia académica llamada PISA, que nadie parece atreverse a replicar) se considera el mejor medidor posible del nivel real de nuestros alumnos (y de sus centros).
Por todo ello, era lógico que mi alumno estuviese convencido de que su examen final le impedía tener una buena nota en mi asignatura, de manera que su desconcierto no era más que el resultado de unos cuantos años de darse de bruces con gente que confunde lo que se escribe en un examen con todo lo que se sabe o se ha aprendido sobre la asignatura en cuestión y que, por supuesto, no valora nada más que ese tanteo final, independientemente de (sigamos con el símil deportivo) cómo se haya jugado el partido.
Pero una nota de curso no puede ser solo un examen (ni siquiera un puñado de ellos), una nota debe aludir a todo un proceso, a un recorrido, a nueve meses en los que hemos tenido a ese alumno frente a nosotros. Nueve meses que hemos de valorar de un modo mucho más complejo, general y, sobre todo, activo. Porque es cómodo limitar las medias a un par de pruebas. Una comodidad antipedagógica que les enseña que no importa jamás el cómo, sino tan solo el qué. Una comodidad que les invitará a ser igualmente prácticos y a no esforzarse más que en ese sprint final donde deben darlo todo para que su boletín refleje lo mucho que saben -durante unas horas- de la materia en cuestión. Luego, por supuesto, lo olvidarán, porque una vez vomitado en la hoja de examen, no tendría demasiado sentido retener todas esas palabras inútiles que casi nadie -o, al menos, poca gente- les pidió usar ni practicar ni aprovechar en los nueve meses restantes, donde se les leyó en voz alta el libro de texto con una contumacia casi sádica.
No me fue difícil hacerle entender a mi alumno que sí que merecía su (buena) calificación en alemán. Me bastó con enseñarle la hoja de excel donde estaban anotadas todas sus notas a lo largo del curso. Notas por trabajo diario, por participación, por dramatizaciones en clase, por murales, por pequeñas pruebas escritas y redacciones entregadas durante el curso... Un sinfín de calificaciones y anotaciones que, en su caso, habían ido siempre en progresión ascendente, dando prueba de cómo cada vez no solo se esforzaba más sino que, sobre todo, dominaba un poquito mejor el idioma. Curiosamente, la única nota más mediocre era la del examen final, realizado en una fecha complicada porque cierto profesor de otra materia les puso un control de última hora haciéndoles coincidir demasiados exámenes en la misma semana. Cuando se tienen doce años tal vez sea lógico que ese tipo de presión y estrés les supere. ¿O no?
Lo siento, pero yo no quiero construir "alumos de élite". Ni fomentar la competitividad insana entre ellos. Ni premiar a los del diez y abochornar a los del cero. Yo lo que quiero es ayudar a crear alumnos que crean en la filosofía del trabajo, del esfuerzo (cotidiano, no solo en modo sprint), de la lucha por aquello que deseen conseguir. Alumnos críticos, valientes, activos. Alumnos que no se conformen con tragar cuanto les decimos, sino que nos ayuden a exigirnos también a nosotros mismos. Alumnos que sepan que la cultura del todo vale es lamentable, que el proceso importa, que el camino -Machado siempre- ha de recorrerse paso a paso y que si se hace con honestidad, con osadía y con esfuerzo hay gente dispuesta a premiarte por ello.
Esa, para mí, es la futura elite, una elite que no creerá en la cultura del pelotazo, que no especulará con conocimientos, emociones o capital, que sostendrá sus principios y que los basará en sus ansias de superación y en la solidaridad con el que tengan a su lado. Porque la competitividad puede fortalecerse desde la motivación, desde la lucha por superarse siempre a uno mismo, sin pisar a nadie, sin fomentar la ostentación o la pedantería, sin frustrarles cuando les cueste alcanzar un objetivo (ayudémosles para que se aproximen a su consecución) y, sobre todo, sin hacerles creer que son parte de un ranking, ni de un gran slam deportivo, ni de un listado de números donde el mejor examen será el que ocupe el mejor puesto. Eso no tiene nada que ver con la educación. O, por lo menos, con la educación que yo defiendo.
Pero si, por un lado, me gustó ver ese espíritu autocrítico y honesto (es un chico estupendo, la verdad); por otro, me apenó comprobar que, curso tras curso, muchos profesores les convencen de que esa ecuación es real y justa: "nota del curso = examen final". Una fórmula cómoda -no exige demasiado (o ningún) seguimiento del alumno- en la que solo importa el resultado de una prueba (como mucho, de una prueba por evaluación y algún parcial en medio), más allá de que dicha prueba sea más o menos fácil, de que el alumno esté más o menos inspirado, de que le coincida con más o menos exámenes y de que el contenido de la prueba en cuestión demuestre con más o menos veracidad el dominio del alumno sobre esa materia.
Ahora, cuando más de un insensato aspira -literalmente- a convertir los centros de estudio en imitaciones de los centros de alto rendimiento deportivo (¿nos hemos vuelto locos?), imagino que esa ecuación se volverá aún más firme y general. Basta con echarle un vistazo a la importancia que se da a las notas de Selectividad o a las pruebas de diagnóstico en comunidades como la madrileña, donde un examen de contenido más que arbitrario (basado, eso sí, en esa Biblia académica llamada PISA, que nadie parece atreverse a replicar) se considera el mejor medidor posible del nivel real de nuestros alumnos (y de sus centros).
Por todo ello, era lógico que mi alumno estuviese convencido de que su examen final le impedía tener una buena nota en mi asignatura, de manera que su desconcierto no era más que el resultado de unos cuantos años de darse de bruces con gente que confunde lo que se escribe en un examen con todo lo que se sabe o se ha aprendido sobre la asignatura en cuestión y que, por supuesto, no valora nada más que ese tanteo final, independientemente de (sigamos con el símil deportivo) cómo se haya jugado el partido.
Pero una nota de curso no puede ser solo un examen (ni siquiera un puñado de ellos), una nota debe aludir a todo un proceso, a un recorrido, a nueve meses en los que hemos tenido a ese alumno frente a nosotros. Nueve meses que hemos de valorar de un modo mucho más complejo, general y, sobre todo, activo. Porque es cómodo limitar las medias a un par de pruebas. Una comodidad antipedagógica que les enseña que no importa jamás el cómo, sino tan solo el qué. Una comodidad que les invitará a ser igualmente prácticos y a no esforzarse más que en ese sprint final donde deben darlo todo para que su boletín refleje lo mucho que saben -durante unas horas- de la materia en cuestión. Luego, por supuesto, lo olvidarán, porque una vez vomitado en la hoja de examen, no tendría demasiado sentido retener todas esas palabras inútiles que casi nadie -o, al menos, poca gente- les pidió usar ni practicar ni aprovechar en los nueve meses restantes, donde se les leyó en voz alta el libro de texto con una contumacia casi sádica.
No me fue difícil hacerle entender a mi alumno que sí que merecía su (buena) calificación en alemán. Me bastó con enseñarle la hoja de excel donde estaban anotadas todas sus notas a lo largo del curso. Notas por trabajo diario, por participación, por dramatizaciones en clase, por murales, por pequeñas pruebas escritas y redacciones entregadas durante el curso... Un sinfín de calificaciones y anotaciones que, en su caso, habían ido siempre en progresión ascendente, dando prueba de cómo cada vez no solo se esforzaba más sino que, sobre todo, dominaba un poquito mejor el idioma. Curiosamente, la única nota más mediocre era la del examen final, realizado en una fecha complicada porque cierto profesor de otra materia les puso un control de última hora haciéndoles coincidir demasiados exámenes en la misma semana. Cuando se tienen doce años tal vez sea lógico que ese tipo de presión y estrés les supere. ¿O no?
Lo siento, pero yo no quiero construir "alumos de élite". Ni fomentar la competitividad insana entre ellos. Ni premiar a los del diez y abochornar a los del cero. Yo lo que quiero es ayudar a crear alumnos que crean en la filosofía del trabajo, del esfuerzo (cotidiano, no solo en modo sprint), de la lucha por aquello que deseen conseguir. Alumnos críticos, valientes, activos. Alumnos que no se conformen con tragar cuanto les decimos, sino que nos ayuden a exigirnos también a nosotros mismos. Alumnos que sepan que la cultura del todo vale es lamentable, que el proceso importa, que el camino -Machado siempre- ha de recorrerse paso a paso y que si se hace con honestidad, con osadía y con esfuerzo hay gente dispuesta a premiarte por ello.
Esa, para mí, es la futura elite, una elite que no creerá en la cultura del pelotazo, que no especulará con conocimientos, emociones o capital, que sostendrá sus principios y que los basará en sus ansias de superación y en la solidaridad con el que tengan a su lado. Porque la competitividad puede fortalecerse desde la motivación, desde la lucha por superarse siempre a uno mismo, sin pisar a nadie, sin fomentar la ostentación o la pedantería, sin frustrarles cuando les cueste alcanzar un objetivo (ayudémosles para que se aproximen a su consecución) y, sobre todo, sin hacerles creer que son parte de un ranking, ni de un gran slam deportivo, ni de un listado de números donde el mejor examen será el que ocupe el mejor puesto. Eso no tiene nada que ver con la educación. O, por lo menos, con la educación que yo defiendo.
martes, 7 de junio de 2011
Misoginia por omisión
Curiosa la polémica a la que hemos asistido estos días a raíz del Diccionario Biográfico de la RAH. Y no porque no sea escandaloso su contenido (simplemente indefendible) sino porque ese tipo de manipulaciones -a mayor o menor escala- son mucho más frecuentes de lo que creemos, aunque habitualmente se omitan o, peor aún, las asumamos como algo natural.
Personalmente, en mi experiencia como docente y -también- como editor y autor de libro de texto, siempre me ha preocupado especialmente la presentación tergiversada que se hace de ciertos aspectos socioculturales, así como la perpetuación de algunos prejuicios contra los que todavía nos queda mucho por batallar, tales como la homofobia o la misoginia, presentes de forma velada -aunque constante- en muchos manuales de Secundaria, por ejemplo.
No sé si se han parado alguna vez (si no lo han hecho, pruébenlo: es una actividad sorprendente) a analizar los libros de literatura española y universal que se emplean en la ESO y Bachillerato. Es abrumadora la ausencia de autoras en sus páginas y, sobre todo, el modo en que su trayectoria se sintetiza entre el olvido y la desgana, condenándolas a una eterna segunda fila en la que esa visión patriarcal de la historia cultural se empeña en relegarlas.
Así, en los temas de novela española decimonónica, rara vez encontraremos que se ofrezca el mismo trato a Emilia Pardo Bazán que el que reciben Galdós o Clarín, aun cuando ella sea la única autora realmente naturalista que tuvimos en el XIX y obviando que sus Pazos de Ulloa son una de las catedrales literarias de su tiempo.
Tampoco en la lírica del posromanticismo tendremos más suerte, pues -en la mayoría de los manuales- se nos recomendará como lectura las Rimas de Bécquer -con su correspondiente guía didáctica-, en vez de cualquiera de los libros poéticos de Rosalía -de la que se contentarán con transcribir un par de poemas más o menos representativos. Por no hablar, si seguimos avanzando en el tiempo, de la novela de posguerra, donde se estudiará en profundidad a autores como Delibes o Cela -y siempre lo mismo, La colmena y Cinco horas con Mario, no vayamos a sorprender a alguien-, y se mencionará -si acaso, con algún fragmento: pero solo si nos sobra algún hueco en la página- a autoras como Matute, Martín Gaite, Rodoreda o Laforet.
En las unidades de cierre, sí, esas que supuestamente se consagran a la literatura actual (la que obvia la Selectividad para desgracia de nuestros alumnos, a quienes se insiste en mantener lejos de los libros potenciando toda posible brecha cultural y generacional), pues bien, en esos temas -a los que apenas hay tiempo para llegar y que suelen estar redactados de un modo entre indolente y chapucero- puede que se aluda al teatro de Mayorga o Belbel, pero rara vez se hablará de Paloma Pedrero o Lluisa Cunillé.
Otro tanto sucede en la literatura universal, donde en el tema de la renovación de la novela a finales del XIX y principios del XX tendremos que conformarnos con la tímida presencia de Virginia Woolf, a punto de ser barrida por las páginas dedicadas a Joyce o Proust. Y poco se indagará en otras autoras del temario que, como Duras o Yourcenar, apenas si serán nombradas durante el curso por mucho que obras como Memorias de Adriano sean una de las lecturas más recomendables e intensas del siglo XX.
Por supuesto, ni rastro de la mujer en la literatura española e hispanoamericana de los Siglos de Oro, donde no mencionaremos la existencia de dramaturgas (aunque algunas obras de Ana Caro sean muy superiores a ciertos textos de otros autores mucho más célebres, como Rojas Zorrilla o Moreto) ni dejaremos a María de Zayas o a sor Juana Inés de la Cruz probar la importancia de sus respectivas obras. En este último caso -el de sor Juana- podemos defender esa omisión no ya desde la misoginia más acendrada, sino desde un ombliguismo peninsular que hace que solo se dedique a la literatura hispanoamericana un miserable tema en toda la ESO y el Bachillerato, en un acto que solo puede entenderse desde la cerrazón más cateta, extrema y provinciana.
En el caso de la PAU (Pruebas de Acceso a la Universidad), resulta muy significativo -además de bastante triste- que entre las lecturas obligatorias de Literatura Universal propuestas por las universidades madrileñas no figure ni una sola escritora. Y en el caso del examen de Lengua española que tuvo lugar ayer mismo, es curioso que, tras proponer en la pregunta de comentario un texto sobre la educación de la mujer a principios del siglo XX, se obvie el auténtico conflicto en él denunciado y se pida a los alumnos que elaboren un texto argumentativo con un tema tan general -y asexual- como "la importancia de la educación de las personas", dejando de lado toda consideración sobre la situación y el papel de la mujer -verdadero quid de ese fragmento.
Por todo esto, supongo, lo del Diccionario Biográfico no me sorprende demasiado y, sobre todo, no me preocupa. Es una barbaridad de trazo grueso, de esas que no pasan desapercibidas y, por tanto, acaban siendo del todo inofensivas. Lo realmente peligroso es el prejuicio sibilino, contumaz, avalado por la tradición y asumido como dogma. La omisión de la labor cultural de la mujer en los libros de texto es una forma de perpetuar esos roles sexistas (justificándolo desde posturas estilísticas absolutamente indefendibles y que solo se basan en un canon tan heredado como tramposo). De la omisión de la realidad gay en esos mismos libros, por cierto, hablamos otro día, que ese tema -como no podía ser menos- también da para mucho.
jueves, 2 de junio de 2011
Ni focos ni telón
Hace ya tres años tomé una de las decisiones más masoquistas que recuerdo: me empeñé en defender la creación de la asignatura de Teatro como optativa de 3º de la ESO. Entre el abanico que se nos ofrecía, esa no era más que otra de las opciones, así que bien podría haberme callado, o haberme cruzado de brazos, o haber permitido que se hubiese impuesto cualquier otra posibilidad de la que no tendría por qué haberme ocupado. Sin embargo, mi pasión por el teatro y mi absoluta fe en su potencial educativo me llevó a implicarme hasta el punto de comprometerme a impartirla si, finalmente, se aprobaba su creación.
Hubo quien me avisó de que era una asignatura que, pese a sus escasas dos horas semanales, acabaría quemándome pero, como casi siempre, esa advertencia tenía que ver con los alumnos y con cómo se tomarían aquellas clases como una suerte de recreo, de modo que todos mis esfuerzos para sacar adelante cualquier proyecto resultarían inútiles. Por supuesto, erraron en sus profecías, porque el teatro es una de esas materias donde más se pueden trabajar conceptos como responsabilidad, trabajo en equipo, colaboración, coordinación, etc, etc, etc, de modo que -sumando eso al aspecto lúdico de la actividad- es raro que no se consiga un resultado, cuando menos, interesante. Y lo que es mejor: un proceso claramente formativo. Porque se trata del proceso y del aprendizaje, ¿verdad? No de que ganen un Tony a la mejor interpretación...
Pero mentiría si dijese que aquellos que me auguraban días de intensa quemazón no estaban en lo cierto... Solo que nada tendría que ver dicha quemazón con los alumnos que, no dejaré de repetirlo, siguen siendo lo mejor de mi día a día. Y es que es difícil mantener el optimismo cuando todo -en lo práctico- son obstáculos. En primer lugar, no sé cuántos centros españoles tienen escenarios mínimamente dignos para sus actividades teatrales y musicales. No hay ni rastro aquí de la tradición de teatro escolar británica, americana o francesa (y luego nos quejamos de que no haya espectadores..., como si alguien se molestase en formarlos), así que normalmente se trabaja en un salón de actos que, como es obvio, sirve para todo tipo de usos en un centro escolar. Así pues, de vez en cuando (por no decir a menudo), el profesor de teatro ejerce el nomadismo aulario con sus pupilos, vagando de clase en clase en busca de un hueco donde poder ensayar, pues el salón de actos está ocupado -lo que no deja de ser lógico, por otra parte- por un examen, o por una conferencia, o por una charla, o por cualquier otra cosa que impide que la asignatura tenga un espacio propio.
Normalmente, las dos horas no son suficientes, pero como el grupo acaba comprometido, todos -alumnos y profesor- acaban renunciando a recreos y séptimas horas para conseguir que el montaje esté listo en la fecha prevista, esa que se ha negociado previamente con un centro cultural (si se tiene la suerte de poder negociarla, que tampoco es siempre fácil) y que, en este caso, al menos cuenta con el apoyo de la directiva del centro, a quienes agradezco -no se imaginan cuánto- que peleen por darnos un espacio donde representar.
Curiosamente, ahora queda lo más -aparentemente- fácil y lo más -sorprendentemente difícil: conseguir público. Teniendo en cuenta que la función se lleva a cabo en horario escolar, resultaría lógico pensar que no será complicado conseguir que los compañeros de los actores que van a subirse al disfruten con el trabajo de sus amigos. Pero lo cierto es que cada año me resulta más difícil reunir profesores dispuestos a llevar a sus grupos a ver esa función, pues todos -al parecer- estamos ahogados por currículos y exámenes, de modo que no podemos prescindir de una sola sesión de nuestra materia. Cada hora cuenta en el programa de enriquecimiento cultural y vital que les proporcionamos con nuestras imprescindibles asignaturas.
Así pues, tras dejar un solitario mensaje en la pizarra de la sala de profesores (algo tipo: si alguien está interesado en venir, que me lo diga), comienzo a mendigar -grupo por grupo- la asistencia de ciertos alumnos, donde solo cuento con ciertas complicidades -siempre hay gente estupenda en todos los claustros- aunque -tal y como he vuelto a comprobar este curso- lo que abunda sea la indiferencia o incluso la actitud despectiva ante lo que para muchos no es más que una maría, una pérdida de tiempo y una tontada que en nada es comparable a los doctos e insignes conocimientos que obtendrán los alumnos enjaulados, perdón, metidos en el aula.
Y no es que no entienda las restricciones de tiempo, lo abultado del temario, lo ahogados que estamos muchos para conseguir encerrar en un solo curso todo cuanto se supone que debemos enseñar.., pero lo que sí que no comprendo -ni comparto- es la actitud de pasotismo, de rechazo, de escaso interés, de nulo apoyo. Hay departamentos que son una excepción a esta triste regla y que rara vez no están ahí para animar a los chicos en cada una de sus pequeñas gestas cotidianas. Lo que me enfada -sí, me enfada- es que -para ser positivo- siempre tengo que fijarme en lo pequeño, en lo excepcional, en lo minoritario. Y esa sensación de soledad -y de aislamiento- es difícilmente vencible en el territorio salvaje -porque, a su modo, lo es- de la educación. Un territorio donde la alianza y el trabajo en equipo siguen siendo un tema tabú, una utopía. Tiene gracia que luego hablemos tanto de la excelencia y la cultura del esfuerzo, cuando el nuestro no va más allá de soltar nuestro rollo curricular en el plazo y el tiempo justo. Lo demás, eso parece, no interesa.
Hubo quien me avisó de que era una asignatura que, pese a sus escasas dos horas semanales, acabaría quemándome pero, como casi siempre, esa advertencia tenía que ver con los alumnos y con cómo se tomarían aquellas clases como una suerte de recreo, de modo que todos mis esfuerzos para sacar adelante cualquier proyecto resultarían inútiles. Por supuesto, erraron en sus profecías, porque el teatro es una de esas materias donde más se pueden trabajar conceptos como responsabilidad, trabajo en equipo, colaboración, coordinación, etc, etc, etc, de modo que -sumando eso al aspecto lúdico de la actividad- es raro que no se consiga un resultado, cuando menos, interesante. Y lo que es mejor: un proceso claramente formativo. Porque se trata del proceso y del aprendizaje, ¿verdad? No de que ganen un Tony a la mejor interpretación...
Pero mentiría si dijese que aquellos que me auguraban días de intensa quemazón no estaban en lo cierto... Solo que nada tendría que ver dicha quemazón con los alumnos que, no dejaré de repetirlo, siguen siendo lo mejor de mi día a día. Y es que es difícil mantener el optimismo cuando todo -en lo práctico- son obstáculos. En primer lugar, no sé cuántos centros españoles tienen escenarios mínimamente dignos para sus actividades teatrales y musicales. No hay ni rastro aquí de la tradición de teatro escolar británica, americana o francesa (y luego nos quejamos de que no haya espectadores..., como si alguien se molestase en formarlos), así que normalmente se trabaja en un salón de actos que, como es obvio, sirve para todo tipo de usos en un centro escolar. Así pues, de vez en cuando (por no decir a menudo), el profesor de teatro ejerce el nomadismo aulario con sus pupilos, vagando de clase en clase en busca de un hueco donde poder ensayar, pues el salón de actos está ocupado -lo que no deja de ser lógico, por otra parte- por un examen, o por una conferencia, o por una charla, o por cualquier otra cosa que impide que la asignatura tenga un espacio propio.
Normalmente, las dos horas no son suficientes, pero como el grupo acaba comprometido, todos -alumnos y profesor- acaban renunciando a recreos y séptimas horas para conseguir que el montaje esté listo en la fecha prevista, esa que se ha negociado previamente con un centro cultural (si se tiene la suerte de poder negociarla, que tampoco es siempre fácil) y que, en este caso, al menos cuenta con el apoyo de la directiva del centro, a quienes agradezco -no se imaginan cuánto- que peleen por darnos un espacio donde representar.
Curiosamente, ahora queda lo más -aparentemente- fácil y lo más -sorprendentemente difícil: conseguir público. Teniendo en cuenta que la función se lleva a cabo en horario escolar, resultaría lógico pensar que no será complicado conseguir que los compañeros de los actores que van a subirse al disfruten con el trabajo de sus amigos. Pero lo cierto es que cada año me resulta más difícil reunir profesores dispuestos a llevar a sus grupos a ver esa función, pues todos -al parecer- estamos ahogados por currículos y exámenes, de modo que no podemos prescindir de una sola sesión de nuestra materia. Cada hora cuenta en el programa de enriquecimiento cultural y vital que les proporcionamos con nuestras imprescindibles asignaturas.
Así pues, tras dejar un solitario mensaje en la pizarra de la sala de profesores (algo tipo: si alguien está interesado en venir, que me lo diga), comienzo a mendigar -grupo por grupo- la asistencia de ciertos alumnos, donde solo cuento con ciertas complicidades -siempre hay gente estupenda en todos los claustros- aunque -tal y como he vuelto a comprobar este curso- lo que abunda sea la indiferencia o incluso la actitud despectiva ante lo que para muchos no es más que una maría, una pérdida de tiempo y una tontada que en nada es comparable a los doctos e insignes conocimientos que obtendrán los alumnos enjaulados, perdón, metidos en el aula.
Y no es que no entienda las restricciones de tiempo, lo abultado del temario, lo ahogados que estamos muchos para conseguir encerrar en un solo curso todo cuanto se supone que debemos enseñar.., pero lo que sí que no comprendo -ni comparto- es la actitud de pasotismo, de rechazo, de escaso interés, de nulo apoyo. Hay departamentos que son una excepción a esta triste regla y que rara vez no están ahí para animar a los chicos en cada una de sus pequeñas gestas cotidianas. Lo que me enfada -sí, me enfada- es que -para ser positivo- siempre tengo que fijarme en lo pequeño, en lo excepcional, en lo minoritario. Y esa sensación de soledad -y de aislamiento- es difícilmente vencible en el territorio salvaje -porque, a su modo, lo es- de la educación. Un territorio donde la alianza y el trabajo en equipo siguen siendo un tema tabú, una utopía. Tiene gracia que luego hablemos tanto de la excelencia y la cultura del esfuerzo, cuando el nuestro no va más allá de soltar nuestro rollo curricular en el plazo y el tiempo justo. Lo demás, eso parece, no interesa.
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