Una de cada tres familias no podrá comprar los libros de texto este año.
Ante un titular como
este, resulta obvio que
no podemos quedarnos de brazos cruzados. Ni los profesores, ni las familias, ni nuestros centros. Hace tiempo que es urgente un cambio profundo en este sentido, pero un contexto como el actual requiere que esa respuesta sea, de una vez, casi inmediata.
En mi caso, no soy sospechoso de librofobia, pues además de profesor y novelista también soy autor de libros de texto, de modo que valoro -y desde dentro- el esfuerzo creativo y didáctico que exigen. Se cometen errores, por supuesto, pero se pone muchísimo trabajo en todos ellos. Con respecto a la polémica del "precio justo", hay que tener cuidado en no caer en análisis simplistas o demagógicos. Conviene pensar en la gran cantidad de gente que interviene en ese proceso editorial y la importancia de los puestos de trabajo que genera. ¿Se pueden ajustar más los precios? Seguramente. Y si se puede, debería hacerse. Pero no creamos que eso los abaratará en exceso: no podemos olvidar que elaborar un libro de texto -sumándole a su creación el posterior almacenaje y la distribución-es un proceso muy costoso.
Dicho esto, no creo que la clave resida solo en el precio de los libros, sino en la necesidad de buscar soluciones que hagan que sean más accesibles y, sobre todo, que no se conviertan en un obstáculo más para las familias que menos tienen. ¿Propuestas? Siempre las hay, solo es cuestión de buscarlas.
En primer lugar, ¿por qué los libros no son propiedad de los centros? Bastaría con que los alumnos los devolviesen en buen estado a final de curso, de modo que se pagasen solo los ejemplares deteriorados intencionadamente. El problema, claro, reside en los materiales fungibles -aquellos en los que los alumnos escriben directamente en el libro- que requerirían otro modelo editorial de modo que fueran reutilizables.
Asimismo, los departamentos deberíamos ser mucho más coherentes y sensatos, evitando cambiar el libro de texto cada vez que se ciegan con tal o cual novedad (he sido testigo -directo e indirecto- de más de uno de esos cambios sin sentido en este tiempo). Salvo en aquellos casos en los que los planes de estudio nos obligan a ello, sería bueno que se mantuviese una continuidad que permita que el libro pueda heredarse y admitir un nuevo segundo uso.
Para ello, lógicamente, nuestros responsables políticos deberían dejar de introducir cambios ridículos en los planes de estudio y proporcionar un marco mucho más estable en el que no sea necesario cambiar el contenido de los libros con la frecuencia con la que han de variarse en la actualidad.
En cada centro, además, las asociaciones de madres y padres podrían favorecer el intercambio de libros de texto, de modo que se reutilicen y no sea necesario comprarlos de nuevo, salvo en el caso de las familias que así lo deseen y que puedan costeárselos sin dificultad.
Pero, más allá de todo esto, lo esencial es que los profesores dejemos de ver el libro de texto como una herramienta esencial e imprescindible. En mi caso, y mis alumnos lo saben, apenas lo empleo en mis clases. Desde hace años, elaboro mis propios materiales y los distribuyo en formato pdf -a través del correo electrónico- a mis estudiantes. Otros los elaboramos juntos y, por último, hay materiales de los que ellos mismos son sus propios autores.
Y, en este caso, no se trata solo de una medida económica, sino -también- de una medida pedagógica. Nuestros alumnos no necesitan que les lean sus libros en voz alta. Ni que les digamos qué subrayar. Necesitan que les enseñemos a leerlos por sí mismos. A subrayar solos. Necesitamos hacerles ver que los libros de texto son un punto de partida -y un lugar de consulta-, pero jamás un lugar de llegada.
Si nuestra valoración de su aprendizaje va a ser medir cuántas líneas de esos libros han sido capaces de memorizar, entonces no les habremos enseñado nada. Tan solo estaremos fomentando su capacidad para fotografiar -y a veces, gracias a los móviles, literalmente- conocimientos ajenos que jamás convertirán en propios.
Por eso, lo admito, me molesta que en los centros se entregue a los padres una lista con los libros de texto ya en el mes de junio, obviando la decisión de los profesores que impartirán esas materias. Profesores que, como yo, puede que quieran decirles a sus alumnos que la adquisición de ese libro es deseable, pero no necesaria. Profesores que trabajamos desde otras fórmulas -materiales propios, materiales en red, materiales vivos-, profesores que nos negamos a ser parte de esa cultura elitista que intentan imponernos.
No hay mejor libro de texto que el que se elabora entre todos -alumnos, padres y profesores- a lo largo de un curso escolar. Y ese, el único que de verdad permite aprender algo, no lo edita editorial alguna. Ese, al que no hay IVA que pueda afectarle, lo creamos juntos.