Todo encaja. No era difícil darse cuenta, pero con la capacidad del PP madrileño para manejar ciertos medios de comunicación afines, parecía que iban a poder emplear la crisis como excusa para su ceremonia de desmantelamiento -descuartizamiento, en realidad- de la escuela pública.
Cuando, allá por julio, anunciaron que suprimirían las tutorías, hubo quien creyó que se trataba de un acto de pura y dura ignorancia de la realidad de las aulas. Es habitual que se den ese tipo de situaciones en nuestros sistema educativo, donde las decisiones se toman desde despachos donde apenas se tiene un vago recuerdo de lo que pasa realmente en los centros escolares, sin consultar jamás a quienes -profesores, padres y alumnos- sí tenemos una -digamos, ligera- noción de lo que pasa en ellos.
Pero, tras escuchar ayer a Esperanza Aguirre, ya no me queda ninguna duda -en el fondo, siempre lo supimos- de que esa supresión de las tutorías no solo no era un ejemplo de incompetencia, sino una estudiadísima maniobra para conseguir que la escuela pública naufrague, de una vez por todas, en un mar de fracaso ya no solo académico sino, por encima de todo, social.
Y es que, según Aguirre, el Estado "solo debe instruir y no educar", pues esto último, "ya lo hace la familia" (habría que explicarle a Aguirre que los modelos de familia -y las situaciones socioeconómicas de las mismas- son más que heterogéneos -y a veces, profundamente conflictivos- en los alumnos de la pública). Es muy divertido que la misma persona que apoya -y financia con ahínco- la educación concertada -donde se educa y se adoctrina a los alumnos desde los presupuestos de la Iglesia, siempre tan a la última en avances sociales- considere que es negativo que el Estado se ejerza en educador de nadie a través de los profesores de la escuela pública.
Y, la verdad, está claro que nuestra Presidenta tiene razón. Porque, en el fondo, yo de lo que sé es de Literatura. Y de Lingüística. Y de alemán, que son las materias que imparto. Así que no sé por qué me reúno -fuera de mi horario, porque el tiempo no me da para más- con los padres ni con las madres de mis alumnos para que me expresen sus inquietudes sobre sus hijos con el objetivo de aunar fuerzas y conseguir que saquen bien el curso. O por qué les doy mi e-mail personal para hacer un seguimiento constante de sus problemas y de sus mejoras, como si me tuviese que preocupar de algo que no fueran las obras de Galdós o el núcleo del sintagma verbal.
Ni sé por qué me involucro si un alumno o alumna sufren una agresión del tipo que sea: sexista, homófoba, racista... O si, como a más de un compañero nos ha pasado, un estudiante busca nuestra ayuda para denunciar problemas graves en su núcleo familiar. O si sufre algún tipo de acoso o ciberacoso -bullying- por parte de alguno de sus compañeros. O si hay problemas de drogas en el centro. O de bandas y de violencia juvenil...
La culpa es mía, claro, por implicarme. Mía y de todos los que nos hemos creído que a los niños y a los adolescentes hay que educarles y aprovechar las horas que pasan en el centro escolar -que, craso error, son tantas o más como las que pasan en sus casas- para educarles en el respeto, en la convivencia y en la tolerancia. Parece mentira que los profesores de la pública -que, por cierto, no hemos sido elegido a dedo por ninguna sotana, sino por un proceso de oposiciones que asegura nuestros conocimientos pero no nuestra ideología- queramos transmitir a los alumnos valores tan extremistas -estalinistas, decía un sabio contertulio de los medios PP-afines- como la tolerancia o el respeto a otras culturas, razas y orientaciones sexuales.
No, lo que yo tengo que hacer -según dijo ayer Aguirre- es dedicarme a analizar sintagmas y a hacer comentarios de texto como si de una cadena de montaje intelectual se tratase, sin preocuparme de la realidad social ni familiar de mis alumnos, sin hacer caso alguno al complicadísimo mosaico de situaciones que se aglutinan en las aulas de la pública y, por supuesto, sin inculcar ni un solo valor positivo en todos ellos. Así pues, cuando encuentre -como ocurre a menudo- una
puta o un
maricón o un
gitano de mierda escrito en la pizarra, tengo que fingir no haberlo visto, borrarlo de un plumazo y empezar a analizar palabras como si me fuera la vida en ello, porque es mucho más importante que mis alumnos entiendan el mecanismo de la parasíntesis a que aprendan a convivir y a respetarse.
No tenemos que trabajar su autoestima, ni su parte afectiva, ni ayudarles -mediante el plan tutorial- en temas tan serios como las drogas, la violencia de género o la seguridad en internet. Para eso, cómo no, ya están sus familias que, además, tienen tiempo de sobra para hablar y dialogar con sus hijos todos los días de la semana, pues -como bien sabemos- vivimos en una sociedad donde la conciliación familiar y laboral es una prioridad absoluta -y muy conseguida- de nuestros gobernantes.
Así que, cuando un alumno de mi centro sea agredido por otro a causa de su raza, o de su orientación sexual, o por el simple hecho de haber tenido la mala suerte de ser el gordito o el diferente de su clase, tengo que cruzarme de brazos, poner un parte y expulsar un par de días al agresor para que lo eduquen en su casa. Nada más. No tengo ni que implicarme, ni que poner en marcha planes para mejorar la convivencia en el centro, ni que colaborar con el claustro y con las familias para frenar el preocupante ascenso de la violencia juvenil que, nos guste o no, no es más que el reflejo del aumento de la violencia en la sociedad supuestamente adulta.
Es estupendo ver que Esperanza Aguirre defiende con sus declaraciones el modelo de profesor apático, desidioso y no implicado que todos hemos sufrido alguna vez y que es la mejor de las garantías para el fracaso -masivo- de sus alumnos, especialmente en un sistema como el actual, donde -a menudo- nuestra asignatura es el último punto al que debemos atender, en unas aulas que demandan de nosotros una labor de entrega que nuestra señora presidenta es incapaz de imaginar.
O quizá sí, quizá sí imagina qué trabajo hacemos y, por eso mismo, nos ataca. Porque es preocupante que desde la pública nos esforcemos por educar y dar oportunidades a quienes no son de su cuerda
concertada o a quienes no pertenecen ya a las elites
privadas que hay que favorecer y mantener. Es preocupante que el resto de la población pueda acceder a una educación de calidad, digna, que fomente un concepto tan peligroso como el de la igualdad de opciones. Así que, si nos limitamos a instruir -es decir, a vomitar conceptos- estaremos más cerca de olvidar el verdadero sentido de la educación y, por tanto, más próximo del fracaso y del abismo y la fractura social subsiguientes.
Hace ya algunas semanas, en la mesa redonda sobre violencia juvenil que tuve la suerte de compartir con José Antonio Marina, tanto él como yo insistimos en que era posible frenar esa violencia desde las aulas, pero que para ello era necesario que todos los profesionales de la enseñanza nos concienciásemos de que somos educadores, no simples profesores. Ahora, los docentes que llevan años defendiendo esto último ya pueden respirar tranquilos y limitarse a leer sus apuntes rancios y las páginas de sus queridos libros de texto. Eso es todo lo que se pide de nosotros. Y es que, visto lo visto, la implicación no solo corre el riesgo de dejar de ser valorada, sino que -siguiendo las tácticas
macarras de nuestra Consejería- puede que, en breve, empiece a ser objeto y motivo de duras represalias. Siempre muy instructivas, por supuesto.