sábado, 25 de diciembre de 2010
El despropósito de las juntas de evaluación
En teoría, las juntas de evaluación tienen como fin poner en común no solo las calificaciones, sino también la visión que cada docente tiene de sus alumnos, de manera que se detecten problemas y, en la medida de lo posible, se hallen soluciones. En la práctica, esas juntas son reuniones en las que los asistentes intentan despacharlo todo lo antes posible, donde hay quien se divierte dando datos privados y familiares de nula relevancia pero potencialmente morbosos y en las que se puede llegar al extremo -como le pasó a un amigo mío este curso- de tener a un colega "cronometrando" el tiempo que se tarda en cada alumno: "vamos, que ya van diez minutos y aún queda media lista". Gracias a esos energúmenos, se puede revisar en menos de treinta minutos un grupo de treinta y cinco alumnos (ahora, calculen).
A tan fructíferas juntas de evaluación acuden también los representantes del equipo de orientación, a quienes no se les escucha porque, a fin de cuentas, solo son psicólogos y pedagogos, de modo que pueden tener opiniones fundamentadas que vayan en contra de la ley del mínimo esfuerzo defendida por gran parte del claustro. A cambio, de clasifica a los alumnos en buenos y malos con notable facilidad -a veces la adjetivación es aún más dura- y se les compara sin pudor alguno, en símiles que alcanzan lo insultante cuando los comparados son dos gemelos o mellizos que comparten clase.
Antes de terminar cada uno de estos festivales de la insensatez, se permite -en ciertos centros- que entren el delegado y el subdelegado del grupo a transmitir sus quejas y sugerencias sobre el funcionamiento del curso. Lo normal es que sus palabras se acojan con suspicacia -es decir, con el claustro a la defensiva- y que haya algún profesor que -como también he visto este año en más de un caso- pierda los papeles, infantilizándose y contestándoles como si fuera otro adolescente más, solo que con una posición de poder que hace inaceptable su intervención.
El tutor se encarga de presidir la junta evaluadora de su grupo, supuestamente para poder conducir y orientar los juicios de sus colegas, que deberían escuchar los criterios de todos ante casos dudosos, conscientes de que una calificación no puede ser tan solo un número. Sin embargo, el tutor suele darse de bruces con un muro insalvable, pues nadie admitirá jamás que su cuatro pudiera ser un cinco o que su cinco pudiera ser un seis. Todos los profesores poseen -en dosis individuales y dogmáticas- la esencia eterna de la verdad y nada que diga o haga el resto servirá para disuadirles.
Por supuesto que hay excepciones (pocas), pero gracias a la ineficacia de estas reuniones se llega a disparates como puntuar con un 2 en Lengua a un niño de 1º de la ESO que se esfuerza, que trabaja, que lucha por llegar a un resultado digno y al que, sin embargo, le falla la base y le mata la ortografía. El premio a todo ese esfuerzo es un 1 -"matemático y preciso", afirmó su profesora- que se quedará en su boletín durante todas las Navidades. La consecuencia es que el alumno -un niño de doce años, apenas un recién adolescente- se desmotiva, se despide de su autoestima -solo sus padres saben lo que está costando remontarla- y resulta mucho más duro que antes convencerle de que merece la pena no tirar la toalla, porque en su primer año de secundaria ya ha aprendido una primera y valiosa lección: en este sistema educativo de décimas y pruebas pro-PISA, el esfuerzo no sirve para nada.
Solo espero que, en estas Navidades, a todos esos docentes les traigan ingentes cantidades de carbón... Por estricto orden alfabético, desde luego.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Cal y arena
jueves, 2 de diciembre de 2010
"La edad de la ira" en Facebook
Os dejo aquí el enlace para que podáis curiosear sobre su argumento, sus temas, sus novedades... y, cómo no, también para que hagáis clic, sin ningún tipo de complejo, en el correspondiente Me gusta. Y solo espero que, cuando la leáis, ese Me gusta sea sincero... ;-)
martes, 30 de noviembre de 2010
Alegre regocijo
domingo, 28 de noviembre de 2010
Concurso (kafkiano) de traslados
Acepto que se trata de algo que hago de forma voluntaria e incluso empiezo a resignarme a que, desde el sistema y la Administración, no se valore lo más mínimo ese esfuerzo (ni se tengan en cuenta que son muchas, muchas, muchísimas horas). A menudo me hace gracia escuchar las quejas de algún padre por "lo poco que hacemos fuera de nuestro horario". Bien, yo lo hago. Y n soy el único (aunque, admitámoslo, tampoco somos -ni mucho menos- mayoría). Pero me pregunto cuántos de esos padres que se quejan dedicarían horas extras de su tiempo a hacer más y mejor para su trabajo. Cuántos se quedarían fuera de horario en la oficina si no hubies algún tipo de retribución a cambio.
Pero aun asumiendo el rasgo vocacional y el pseudoesclavista, lo que no puedo aceptar es que ni siquiera se me deje tiempo para dedicarme a esas labores que sí creo realmente instructivas y que, a cambio, se me obligue a perder ese mismo tiempo en tareas burocráticas que se repiten año tras año -cual mito de Sísifo- como el evento anual de de rellenar -por vigésimonovena vez- los mismos papeles del llamado concurso de traslados.
En principio, este año debería de haber sido sencillo. Es mi tercer concurso, así que solo tendría que presentar los méritos acumulados en estos dos últimos años, de modo que pasasen a sumarse con los méritos ya inscritos. Pero no, porque -oh, sorpresa- ha cambiado el baremo y, cómo no, se nos obliga a presentar absolutamente todo cuanto queramos que sea contabilizado desde que comenzamos a ser funcionarios hasta hoy. Y ese todo incluye papeles, certificados y ejemplares de libros que ya hemos entregado en más de una ocasión (oposiciones incluidas). Papeles y certificados que, para colmo del surrealismo, se hallan en manos de la propia Administración, a quien hemos de solicitárselo para luego volvérselo a entregar.
Y así, entre mostradores de información, páginas web y solicitudes telemáticas, he pasado ya casi una semana. Luchando por robar horas a la gestión de esta infame actividad con el único fin de dedicárselas a lo que realmente debería de importar: la educación. Afortunadamente, mi trabajo se encuentra a diario con tantas trabas y papeles que esa tarea resulta imposible y eso nos garantiza, una vez más, que seguiremos formando alumnos acríticos, aburridos y hartos de soportarnos clase tras clase. Es mejor que todo siga así, no vaya a ser que actividades como el teatro o la revista escolar -entre otras muchas- infundan en ellos ganas de aportar algo que se salga de lo previsto y acabemos descubriendo que la educación pública -en realidad- sí que es posible, solo basta con dar un instrumento tan sencillo y valioso como el tiempo para que eso suceda.
Ahora, si me permiten, les abandono para volver a consultar por vigésima vez la convocatoria del BOCAM, que aún me quedan muchos méritos -de los que ellos sí que consideran, aunque no guarden relación alguna con la enseñanza- que valorar.
lunes, 15 de noviembre de 2010
La PAU y el exterminio de los lectores
jueves, 11 de noviembre de 2010
La edad de la ira
Un thriller contemporáneo y urbano en el que, a partir de la intersección de múltiples puntos de vista, se teje un puzle que intenta reflejar el microcosmos que es cualquier instituto. Un relato en el que la intriga -la investigación de un truculento e inexplicable doble crimen- nos permite, además, adentrarnos en las vidas de profesores, alumnos y padres, observando cómo se funden, mezclan y confunden y hasta qué punto pueden influir esas horas -y ese aprendizaje- en todos ellos.
De momento, les dejo aquí la cubierta de la novela y, más adelante, seguiremos dando detalles -en esta misma pantalla- sobre su lanzamiento ;-)
domingo, 7 de noviembre de 2010
No, claro que no funciona
La sucesión de los alumnos -que contemplo mientras intento hacer un examen a mis alumnos de Bachillerato- me recuerda a alguna escena de esas screwball comedies que tanto me gustan, de modo que cada vez es más surrealista la actitud y los gadgets de los chavales, cada vez más ajenos a que se encuentran -siempre supuestamente- en una clase más. Y en medio de ese maratón que pareciera un gag de Muchachada Nui, aparece un chaval con ganas de llamar la atención que decide, secundado por otros dos amigos, gritar un gigantesco Heil, Hitler! a pleno pulmón.
Sus secuaces le ríen la gracia y yo finjo no escucharlo, pretendiendo que es solo uno de esos gritos provocadores que mis alumnos lanzan de vez en cuando y que no tienen fondo alguno detrás. Pero las vueltas se suceden y, justo después del nuevo bocinazo de otro de sus compañeros de clase, el mismo chico vuelve a gritar, esta vez, con más fuerza aún su Heil, Hitler! anterior.
El grito se repite durante un par de vueltas más y cada vez me resulta menos comprensible. Me pregunto si debo intervenir, pero sé que poner en duda la autoridad de un compañero mientras da su clase se considera poco menos que un ataque personal, así que me trago las palabras y me limito a procesar el desconcierto y la tristeza que esta situación -una mera anécdota, supongo- me provoca. Que el chico del Heil, Hitler! sea negro solo añade un punto más de absurdo a la situación y me pregunto si -en sus años de primaria y de secundaria- nadie le habrá hablado de lo que esa consigna supone, de lo que trae detrás, de lo peligrosas que son sus secuelas y de cómo esa estela, lamentablemente, sigue todavía viva en nuestra sociedad.
Quizá la anécdota me parecería menos triste si no acabara de vivir un episodio de homofobia tan solo unos minutos antes en uno de los pasillos de ese mismo centro escolar. O si no hubiera escuchado un comentario racista en el metro justo antes de bajarme en mi parada. Quizá la anécdota me habría parecido una chiquillada si no me pareciera tan peligrosa y si no viera tantos signos de radicalización -adulta y adolescente- a mi alrededor. En este Madrid tan moderno y tan siglo XXI. Un Madrid que, me temo, está lleno de aristas oscuras y áridas que aprovechan las grietas de la crisis para emerger de las tinieblas donde habíamos creído sepultarlas.
Lo que resulta evidente -pienso mientras la ronda de chavales aburridos se sigue sucediendo alrededor de mi instituto- es que este sistema, definitivamente, no funciona. No, no funciona si a la quinta vuelta son ya cinco -no uno- los chavales que gritan ese mismo Heil, Hitler! No funciona si los demás que lo escuchan no muestran desagrado sino tan solo complicidad. No funciona si todos acaban riendo la gracia y aportando su particular granito de arena con nuevos toques de bocina con los que coronar como el nuevo Führer del patio a ese chico de trece años que no sabe el horror que encierran las dos palabras que pronuncia con tanta intensidad.
Afortunadamente, antes del sexto grito sonó el timbre del recreo. Y al menos, durante veinte minutos, pude encerrarme a solas en el departamento, fingir que no existía el mundo exterior en torno a mí y convencerme de que este trabajo sí que tiene sentido. Aunque a veces no sepa bien cuál es. Ni si vale la pena seguir buscándoselo.
martes, 26 de octubre de 2010
Ahogado
domingo, 24 de octubre de 2010
Cero en evaluación
miércoles, 13 de octubre de 2010
Humor negro
domingo, 3 de octubre de 2010
Lo suyo es puro teatro
domingo, 26 de septiembre de 2010
Je ne parle pas français
Digamos que ese docente en cuestión es un profesor de francés absolutamente vocacional que, con unos cuantos años de experiencia a sus espaldas, ha conseguido que su asignatura -optativa- triunfe entre los chavales de su centro. Digamos que para ello debe luchar con todo tipo de materias posibles -no es fácil convencer a un adolescente de que opte por estudiar el subjuntivo o el partitivo en vez de dedicarse a otras disciplinas menos complejas- y con un horario entre ridículo e imposible: dos horas a la semana que, en realidad, se resumen -entre llegar al aula, callar y sentar a los chicos, abrir el libro...- en unos noventa minutos (siendo generosos) a la semana.
Con semejante panorama no resulta fácil que el francés arraigue en los alumnos pero, aún así, digamos que el profesor los motiva prometiéndoles que, si consiguen llegar a cuarto de la ESO, organizarán un viaje a París. Esto le supone un tiempo y una energía extras, pero sabe que es algo que motiva a los chicos, así que lo organiza año tras año con la complicidad de algún compañero majo que quiera echar un cable. Digamos que, gracias a ese viaje, el profesor consigue que algunos de esos alumnos sigan deseando estudiar francés en el Bachillerato y supongamos que, por ejemplo, obtiene nueve alumnos matriculados en ese nivel, a pesar de las dificultades que pueda tener esta materia.
Pues bien, ahora veamos cómo se refleja el indudable interés de nuestras instituciones por el estudio de idiomas en el día a día de este nada imaginario profesor:
a) en los grupos de francés de la ESO, en vez de crearse dos clases de quince alumnos cada una, se le da una única clase con treinta chavales. Consecuencia: con ese número y con dos horas a la semana, los alumnos podrán considerarse afortunados si esbozan un tímido bonjour en todo el curso;
b) en su grupo de Bachillerato, sin embargo, se considera que el nueve es un número insuficiente de alumnos y se le amenaza con cerrar el grupo si no consigue más chicos. Consecuencia: el profesor se recorre el centro rogando -literalmente- a los chicos que se apunten a su asignatura si no quieren que ese grupo desaparezca y, de paso, también su plaza como docente en ese centro.
Entretanto, en los centros donde se ha aprobado el bilingüismo, se obliga a los chicos a elegir entre dos sistemas: el programa (donde dan diversas materias en inglés) y la sección (donde solo se les da una asignatura más en lengua inglesa). Los primeros asumen bien el reto (o lo intentan), pero en el caso de los segundos se producen desajustes absurdos (básicamente, no entienden por qué el de Plástica o el de Música les suelta el rollo en otra lengua) y los profesores se sienten como verdaderos marcianos en esas aulas. Los chicos no los siguen ni los entienden, pero tanto los profesores -que hacen un esfuerzo titánico- como los alumnos deberían de sentirse muy orgullosos de estar engrosando las estadísticas de nuestra querida y venerada comunidad.
Yo, en ese sentido, tengo suerte, no puedo negarlo. La directiva de mi centro respalda con acciones -no solo con palabras- la enseñanza del alemán en mi instituto. Y no, no tengo demasiados alumnos, pero partiendo de cero he conseguido cuatro niveles ya de alemán y quizá, solo quizá, sea justo valorar ese esfuerzo -de todos- y premiar a los implicados con algo tan sencillo como dejarles que sigan dando clases por aquello de que quizá, y de nuevo, solo quizá, sea importante que este país salga del analfabetismo idiomático en el que ha vivido durante décadas.
En cuanto al profesor del francés mencionado, no tengo duda alguna de que su Bachillerato seguirá adelante. Y no solo porque sea un magnífico docente, sino -sobre todo- porque es una magnífica persona. Lástima que el sistema no tenga jamás en cuenta la valía personal -ni profesional-, de ser así, jamás se planterían aberraciones como la de privar a esos nueve alumnos de alguien tan especial como él. Qué suerte tienen sus alumnos. Y eso, los chicos, también lo saben.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
Todo cuenta
Entre esos comentarios, me ha parecido necesario copiar aquí el testimonio de Patri, una buena amiga -y excelente profesora- que trabaja en Infantil. Ha sabido plasmar, en tan solo unas líneas, uno de los males endémicos de nuestra profesión: la manía (constante) de echar balones fuera. Los problemas nunca son nuestros, sino de quienes han estado antes que nosotros. De este modo, si un alumno tiene mal nivel en Bachillerato, el profesor de ese curso dirá que es culpa de lo mal que lo preparon en la ESO, el de la ESO culpará al de Primaria, el de Primaria al de Infantil... y así hasta el infinito (y más allá, que diría Buzz Lightyear), en una cadena movida por el elitismo (ese terrible "yo soy más que tú") y por la nula capacidad para valorar el trabajo ajeno.
¿Cómo se puede ser profesor (de cualquier nivel) y no tener la más mínima sensibilidad hacia la labor que se ejerce en las diferentes etapas educativas? ¿Cómo se puede trivializar el esfuerzo y el trabajo de tantos y tantos profesionales? ¿Cómo se pueden obviar las dificultades que supone cada edad y cada momento vital? No debería suceder, pero -es obvio- sí sucede, porque es más cómodo pensar que se equivocan los demás antes que aceptar que tal vez nos equivocamos nosotros.
El éxito y el fracaso suelen tener causas colectivas. Asumir eso, lamentablemente, podría aproximarnos conceptos tan peligrosos como el trabajo en equipo (¿trabajar de acuerdo con los otros? ¿primar la coordinación sobre el individualismo?) o la responsabilidad compartida (¿que es culpa mía el qué?). No, mucho mejor seguir ejerciendo de Poncio Pilatos con los lavados de manos pertienentes y culpando a todos los otros de todo lo demás. Seguro que la culpa es suya, por supuesto.
Aquí os dejo el testimonio de Patri. Y, por supuesto, en este blog se admiten -y se agradecen- tantos otros como queráis dar. Nada mejor que la pluralidad de voces. Y de experiencias.
"Estoy en un Colegio de Educación Infantil (nivel al que pertenezco)y Educación Primaria. Vamos, que los alumnos/as no superan los 11 años de edad. Qué duro me resulta estar en un Colegio donde los de Primaria van por un lado y los de Infantil por otro. Donde tenga que escuchar comentarios como "Si hubiera querido limpiar cacas, mocos y aguantar llantos hubiera hecho Infantil" o "No soporto dar clase de Inglés en Infantil y estar todo el tiempo dando saltitos". Que poco valorada se siente una a veces de cara al exterior.
Y más duro es aún, venir de un sitio donde todo eran risas, palabras amables, consejos, agradecimientos, propuestas, ganas de hacer, entusiasmo e implicación y pasar a un lugar donde cuesta esbozar una sonrisa, donde todo son normas, normas y más normas siempre en boca de una misma persona, con falta extrema de coordinación y comprensión; y lo que peor se lleva es la falta de entusiasmo, las ganas, el querer superarse y hacer mucho más, el conseguir cosas, el innovar, el experimentar, las buenas palabras y los reconocimientos por tu buen trabajo.
Pero, como se dice en mi Colegio, es lo que hay y aquí hay que sobrevivir. Unas palabras que sólo me producen pena y tristeza.Lo que no tenemos que perder nunca es nuestra esencia y ser como somos, aunque eso suponga encerrarnos en nuestra clase y cambiar la cara cuando salgamos de ella.
martes, 21 de septiembre de 2010
Nuevos (y viejos) enfoques
Entre ese grupo de aquellos que no saludan porque sus principios se lo prohíben se incluye cierta compañera que se ha incorporado recientemente a mi departamento. Un prodigio de alegría y cordialidad que anima mis mañanas con su sola presencia. Además, su planteamiento educativo me emociona a la vez que me admira y es que, lejos de atender a los planteamientos de la lengua y la literatura en la ESO (que, en teoría, apuestan por trabajar la redacción, la expresión oral y escrita y la lectura comprensiva), ella apuesta por dar prioridad, ante todo, a la gramática. Novedoso y transgresor, sin duda.
Tal es su afán morfosintáctico que, en la reunión donde debíamos fijar los criterios de examen y evaluación, esta simpática y afable compañera apostaba por destinar 5 de los 10 puntos a las preguntas gramaticales, dejando el resto de la materia (tipos de textos y comunicación, comentario, redacción, vocabulario, comprensión escrita, lecturas obligatorias...) relegada a los 5 puntos restantes, donde habría que sumarlo todo de mala manera. Gracias a planteamientos como ese, estamos consiguiendo que los adolescentes no sean capaces de leer una miserable noticia periodística pero, sin embargo, sí que cazan de vez en cuando algún complemento directo a base de pura y dura repetición.
Desde luego, es mucho más fácil pasarse las horas de clase analizando en la pizarra que buscar textos motivadores, comentarlos, debatirlos y, peor aún, corregirlos, en un ejercicio de lectura que nada tiene que ver con el visionado semiautomático de sintagmas y funciones. Total, para qué cambiar de enfoque si se pueden seguir dando las mismas clases que se daban en BUP, aunque el alumnado sea otro y los libros hayan cambiado un poco. Por otra parte, como las editoriales temen perder dinero, sus cambios -y sé de lo que hablo: llevo ya más de diez años trabajando como autor de libro de texto- son superficiales y cobardes, sin apostar jamás por una verdadera transgresión que impida ciertos -y continuados-desajustes.
Esto, en realidad, no es más que un tímido ejemplo de un problema que, de un modo u otro, está presente en muchos centros. Y es que los planes de las asignaturas -e incluso sus enfoques- puede que hayan cambiado -y, en efecto, lo han hecho: lean sus currículos en el BOE si necesitan pruebas-, pero una parte del profesorado -ojo: no necesariamente la más veterana, hay jóvenes increíblemente rancios en este sentido- se niega a adaptarse y sigue dando los mismos contenidos -y con los mismos métodos- del BUP, ajenos a toda novedad y aferrados a aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor". Inmovilismo rancio que no opta por la crítica constructiva -para qué proponer cuando se puede destruir- y que conduce al desprecio inmediato de todo lo que atente contra ese paraíso utópico de lo pretérito.
Así puede suceder, por ejemplo, con la asignatura de CMC (Ciencias para el Mundo Contemporáneo), materia que se imparte en Bachillerato -a todos los grupos, de letras y de ciencias- y cuya finalidad -según el BOE- es la "divulgación", es decir, interesar y provocar curiosidad a los alumnos sobre cuestiones de absoluta actualidad. Personalmente, me parece estupendo que se imparta algo así, pero es curioso ver cómo ciertos profesores pueden convertir una idea brillante en un ladrillo plomizo y temible para los alumnos. Algo así pasó con cierto profesor que, empeñado en demostrar sus doctos conocimentos sobre la materia, amargó la vida de un grupo -por otro lado, bastante brillante- de Bachillerato, planteándoles exámenes y pruebas totalmente ajenos al espíritu de la materia.
Libertad de cátedra, sí, desde luego, pero ejercida desde la responsabilidad. Y desde la coherencia... Aunque a veces, con lo que observo a mi alrededor, creo que ya no aspiro ni a esto último. En más de un caso, con un simple buenos días creo que me conformo. Y es que cuanto más trabajo en esto, a menos aspiro... Y no hablo, me temo, de los alumnos.
sábado, 18 de septiembre de 2010
Así no
jueves, 16 de septiembre de 2010
Cómo acabar con la enseñanza pública
lunes, 13 de septiembre de 2010
¡Otra ronda!
Pero no solo de eso se habla en mi claustro, donde -como siempre- hay tiempo para casi todo. Entre otros temas, surgen dos curiosas polémicas. La primera tiene que ver con la justificación de las faltas, ante la que los absentistas profesionales -que hay unos cuantos- reaccionan con virulencia.
- ¿Y si hay que llevar al niño al médico? -pregunta uno de los profesores que más visitan al pediatra por curso escolar.
- Y si a mí me gusta el médico de la mañana, ¿por qué voy a tener que pasarme al de la tarde? Es injusto -se plantea otra capaz de batir un récord de gripes, dolores de estómago y malestares varios en tan solo un mes.
La directiva reacciona con calma -están acostumbrados- y se adentran en la siguiente polémica: la reducción horaria a los profesores mayores de 55 años. En teoría, la Comunidad de Madrid había aprobado una reducción de una hora lectiva para los docentes entre 56 y 58 años y de hasta tres para los mayores de 58.
-Este curso, sin embargo, nuestro centro no va a poder conceder esa reducción -nos informan.
Gran murmullo. Malestar. Profesores que se mueven nerviosos en sus asientos y que están deseosos de intervenir y lanzarse a la yugular del equipo directivo. A fin de cuentas, mi instituto es uno de los que se hallan en el centro de Madrid y, por tanto, se trata de uno de esos centros dominados por los llamados "dinosaurios", profesores cuya antigüedad es -en muchos casos- proporcional a su grado de pasotismo y aburrimiento. Hay excepciones, claro (y muy valiosas), pero son los menos.
-Como sabéis, la Comunidad también considera que la tutoría es una labor que merece menos reducción de horas lectivas y eso, a nosotros, nos parece un despropósito. Es imposible hacerlo bien si no se tiene tiempo para ello. Por ese motivo, preferimos dar a los tutores las horas que necesitan para atender a sus alumnos y a los padres de estos, aunque ello suponga prescindir de la reducción de una hora para los mayores de 55.
El revuelo ya es general. ¿A quién le importan ahora las tutorías? El gran grueso del Pleistoceno se pregunta cómo es posible que no vayan a quitarles ni una hora de su apretado horario. Un horario que, para los que no pertenecen a este mundillo, consta de 18 horas lectivas semanales.
-Es nuestro derecho -afirma una de las recién incorporadas en el más puro estilo Wilma Picapiedra-. No se nos puede privar de nuestro derecho.
La directiva intenta dialogar, pero en los claustros el debate es casi imposible. Resulta divertido comprobar cómo caemos en los mismos errores que luego pretendemos corregir en nuestros alumnos.
-Nosotros ya hemos pasado por diversas etapas, ahora son los jóvenes los que tienen que responsabilizarse y cargar con esas horas de más. Tenemos derecho a esa reducción: que asuman ellos las horas de más no es hacernos un favor, es hacer lo justo.
Un planteamiento, sin duda, muy curioso y solidario. Dejamos a un lado el tema de las tutorías y nos centramos en el más puro ombliguismo: trabaje yo una hora menos y ríase la gente (si se nos permite la distorsión puntual del refranero). Los jóvenes (por cierto, ¿hasta qué edad seríamos "jóvenes" según nuestra Wilma? ¿hasta los mismísimos 54?) la miramos con incredulidad y ni siquiera respondemos a su aberración. Ella sigue explicando que debemos trabajar 21 horas para que otros puedan trabajar tan solo 16. No es un planteamiento solidario, la verdad, pero sí un planteamiento divertido. Anoto su rostro para nominarla a los premios al egoísmo 2010 y trato de concentrarme en el resto de informaciones del claustro.
Después de la pequeña bronca inicial -solo un conato de lo que ha de venir-, los profesores subimos a nuestros departamentos para repartirnos las asignaturas y los niveles. Es el gran momento conocido como "la ronda". En ella, cada docente elige -por orden de veteranía: en este gremio no hay nada que se valore tanto como la antigüedad: el día que se imponga otro criterio correríamos el riesgo de atender a los méritos o a la valía...- un grupo por turno, de modo que los más inexpertos -situados, como es obvio, al final- siempre escogen lo que no quiere nadie y, por ende, lo menos apetecible o lo más complicado, según los casos. Este sistema, que se justifica por el hecho de que los jóvenes pueden aguantar más (¿?) no tiene en cuenta ni las necesidades del centro ni la de los alumnos ni, básicamente, la de nadie, pero es un ritual ineludible y que proporciona horas de gozoso enfrentamiento verbal entre los compañeros del departamento. Este año, en mi caso, la reunión comienza a la una y termina a las cinco de la tarde. Cuatro horas sin pausa -y sin comer- en las que se repite la ronda una y otra vez, ya que nadie parece estar de acuerdo con nada de lo que se elige.
- No me parece bien. Exijo otra ronda.
Y así, como si estuviéramos invitándonos a chupitos, vamos de ronda en ronda, solo que en este caso la borrachera es más bien una resaca cabrona y contumaz que va creando un clima de creciente cabreo entre todos nosotros.
- No estoy de acuerdo con este reparto. Otra ronda más.
A las cuatro parece que ya tenemos claro cuál es el problema: sobra una tutoría de 2º de Bachillerato. Nadie la quiere, así que la vamos pasando de mano en mano a ver quién se la queda.
- ¡Otra ronda!
En nuestra versión del quién la lleva solo hay dos personas que, teóricamente, no podemos asumirla: un compañero que ya es tutor de un grupo (así que, salvo que sea clonado, no puede cogerla) y yo (que ya tengo las horas legales, 18, y no puedo sumar más si no quiero dejar a mis compañeros con una hora menos). Pero la sensatez desaparece ante la pereza y la desidia de ciertos personajes -muy del rollo Wilma-, hasta que mi compañero se ofrece a ser bi-tutor y yo me ofrezco a dar más horas de las que me corresponden. Ambas propuestas son absurdas pero, al menos, la mía es legal.
Así pues, al final salgo de allí a las cinco de la tarde -qué lorquiano, ¿no?-, muerto de hambre y de cansancio, harto de oír sandeces -en el claustro y fuera de él- y con la certeza de que este año voy a trabajar más horas de las que me corresponden -por no hablar de que seguiré llevando la revista del centro y el grupo de teatro, entre otras actividades no remuneradas-, cobrando menos de lo que venía percibiendo hasta este año. No es rentable, me temo, pero como soy -lo admito- un kamikaze vocacional tampoco me afecta demasiado. Eso sí, anoto en mi agenda el nombre de todos los Wilmas y Pablos Picapiedra que he conocido esta mañana, esos personajes que contribuyen -junto con la negligencia de la Comunidad de Madrid en materia educativa- a desprestigiar y destrozar algo tan necesario como la enseñanza pública.
domingo, 12 de septiembre de 2010
Exámenes de septiembre
ESO: Enseñanza Secundaria Obligatoria. Tres letras que esconden todo un sinfín de experiencias, dificultades, logros, problemas y esfuerzos tras de sí. Tres letras que resumen cuatro años -como mínimo- de la vida de todo adolescente español (entre los 12 y los 16) y que son el paso previo imprescindible para abordar su futura formación académica y profesional. Tres letras en las que conviven profesores, padres y alumnos, dando lugar a una espesa red que conforma lo que conocemos como comunidad educativa.
Como cada Septiembre, por ser profesora de la ESO, acudo a mi cita con los exámenes, esos que son ya la última oportunidad tras un largo curso de oportunidades (exámenes trimestrales, de recuperación , de repesca, de re…) y en los que el alumno demuestra, en algunos casos, lo que es capaz de hacer en un mes pero no en nueve meses, con lo que esto implica: coste económico en clases particulares, academias, y una total implicación de los padres que llega incluso a anular las tan deseadas vacaciones familiares.
Pero cuando el objetivo de aprobar no es alcanzado, me sorprende cada vez más la actitud de, cada vez más padres que, no sólo queriendo ver los exámenes ( a lo que tienen derecho absoluto) llegan a rogar, e incluso exigir, el aprobado de sus hijos.
A pesar de explicaciones dadas por el profesor ,de la aplicación de los criterios de evaluación y calificación aprobadas en la programación, las revisiones de exámenes hechas por los demás profesores del departamento ( cuya última palabra debemos de aceptar), etc…, algunos padres, no satisfechos , empiezan a cuestionar y desautorizar al profesorado ( incluso, llegándose a perder las formas) , todo ello ante la mirada de sus hijos que son testigos inmutables de este penoso espectáculo.
Y lo que yo me pregunto es , qué mensaje recibe el alumno de todo esto: que se puede no trabajar durante el curso, que ya vendrá Septiembre; que aún suspendiendo en Septiembre, los padres exigirán el aprobado; que el alumno no asumirá la responsabilidad de sus actos pues para eso ya están sus padres;…
Y aún voy más allá: ¿irán estos padres a la Universidad también a ver los exámenes de sus hijos?, ¿ y a las entrevistas de trabajo de sus hijos?
Todo esto me lleva a entender el porqué nuestros alumnos son cada vez más inmaduros, pues creo que con actuaciones como éstas, no sólo impedimos que empiecen a afrontar las consecuencias de sus actos sino que además seguimos aumentando su umbral de intolerancia hacia el fracaso.
Pilar Gutiérrez (profesora y madre de alumno que, por cierto, repite curso).