domingo, 26 de septiembre de 2010

Je ne parle pas français

Este año, la Comunidad de Madrid presume de haber inaugurado unas cuantas decenas de colegios e institutos bilingües. Como este blog no persigue lo general, sino lo particular, omitiremos la cifra -pueden rastrearla en google news- y nos limitaremos, de nuevo, a lo más cercano o, lo que es lo mismo, a cómo vive un profesor de idiomas ese fabuloso y encomiable interés de nuestras instituciones hacia la enseñanza de lenguas extranjeras.

Digamos que ese docente en cuestión es un profesor de francés absolutamente vocacional que, con unos cuantos años de experiencia a sus espaldas, ha conseguido que su asignatura -optativa- triunfe entre los chavales de su centro. Digamos que para ello debe luchar con todo tipo de materias posibles -no es fácil convencer a un adolescente de que opte por estudiar el subjuntivo o el partitivo en vez de dedicarse a otras disciplinas menos complejas- y con un horario entre ridículo e imposible: dos horas a la semana que, en realidad, se resumen -entre llegar al aula, callar y sentar a los chicos, abrir el libro...- en unos noventa minutos (siendo generosos) a la semana.

Con semejante panorama no resulta fácil que el francés arraigue en los alumnos pero, aún así, digamos que el profesor los motiva prometiéndoles que, si consiguen llegar a cuarto de la ESO, organizarán un viaje a París. Esto le supone un tiempo y una energía extras, pero sabe que es algo que motiva a los chicos, así que lo organiza año tras año con la complicidad de algún compañero majo que quiera echar un cable. Digamos que, gracias a ese viaje, el profesor consigue que algunos de esos alumnos sigan deseando estudiar francés en el Bachillerato y supongamos que, por ejemplo, obtiene nueve alumnos matriculados en ese nivel, a pesar de las dificultades que pueda tener esta materia.

Pues bien, ahora veamos cómo se refleja el indudable interés de nuestras instituciones por el estudio de idiomas en el día a día de este nada imaginario profesor:

a) en los grupos de francés de la ESO, en vez de crearse dos clases de quince alumnos cada una, se le da una única clase con treinta chavales. Consecuencia: con ese número y con dos horas a la semana, los alumnos podrán considerarse afortunados si esbozan un tímido bonjour en todo el curso;

b) en su grupo de Bachillerato, sin embargo, se considera que el nueve es un número insuficiente de alumnos y se le amenaza con cerrar el grupo si no consigue más chicos. Consecuencia: el profesor se recorre el centro rogando -literalmente- a los chicos que se apunten a su asignatura si no quieren que ese grupo desaparezca y, de paso, también su plaza como docente en ese centro.

Entretanto, en los centros donde se ha aprobado el bilingüismo, se obliga a los chicos a elegir entre dos sistemas: el programa (donde dan diversas materias en inglés) y la sección (donde solo se les da una asignatura más en lengua inglesa). Los primeros asumen bien el reto (o lo intentan), pero en el caso de los segundos se producen desajustes absurdos (básicamente, no entienden por qué el de Plástica o el de Música les suelta el rollo en otra lengua) y los profesores se sienten como verdaderos marcianos en esas aulas. Los chicos no los siguen ni los entienden, pero tanto los profesores -que hacen un esfuerzo titánico- como los alumnos deberían de sentirse muy orgullosos de estar engrosando las estadísticas de nuestra querida y venerada comunidad.

Yo, en ese sentido, tengo suerte, no puedo negarlo. La directiva de mi centro respalda con acciones -no solo con palabras- la enseñanza del alemán en mi instituto. Y no, no tengo demasiados alumnos, pero partiendo de cero he conseguido cuatro niveles ya de alemán y quizá, solo quizá, sea justo valorar ese esfuerzo -de todos- y premiar a los implicados con algo tan sencillo como dejarles que sigan dando clases por aquello de que quizá, y de nuevo, solo quizá, sea importante que este país salga del analfabetismo idiomático en el que ha vivido durante décadas.

En cuanto al profesor del francés mencionado, no tengo duda alguna de que su Bachillerato seguirá adelante. Y no solo porque sea un magnífico docente, sino -sobre todo- porque es una magnífica persona. Lástima que el sistema no tenga jamás en cuenta la valía personal -ni profesional-, de ser así, jamás se planterían aberraciones como la de privar a esos nueve alumnos de alguien tan especial como él. Qué suerte tienen sus alumnos. Y eso, los chicos, también lo saben.
Dedicado, obviamente, a mon frère Dave

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Todo cuenta

Cuando comencé este blog pensé que era una buena idea hablar -en voz alta y clara- de muchos de los temas que forman parte del día a día de quienes trabajamos en la educación. No se trata de ser autocomplacientes ni de ejercer un falso corporativismo que no conduce a nada -salvo al error y a la omisión- sino de intentar poner por escrito cuanto vivimos dentro y fuera de las aulas, tratando de dar a conocer esa realidad a quienes viven lejos de ella. Ese esfuerzo tiene sentido gracias a las aportaciones de quienes habéis empezado a dejar aquí vuestros comentarios y, sobre todo, vuestras experiencias, ya sea como padres, como alumnos o como profesores. Todos tenemos una gran autocrítica que hacernos y todos tenemos que aprender a colaborar con los demás pues, de otro modo, la educación será siempre una meta imposible.

Entre esos comentarios, me ha parecido necesario copiar aquí el testimonio de Patri, una buena amiga -y excelente profesora- que trabaja en Infantil. Ha sabido plasmar, en tan solo unas líneas, uno de los males endémicos de nuestra profesión: la manía (constante) de echar balones fuera. Los problemas nunca son nuestros, sino de quienes han estado antes que nosotros. De este modo, si un alumno tiene mal nivel en Bachillerato, el profesor de ese curso dirá que es culpa de lo mal que lo preparon en la ESO, el de la ESO culpará al de Primaria, el de Primaria al de Infantil... y así hasta el infinito (y más allá, que diría Buzz Lightyear), en una cadena movida por el elitismo (ese terrible "yo soy más que tú") y por la nula capacidad para valorar el trabajo ajeno.

¿Cómo se puede ser profesor (de cualquier nivel) y no tener la más mínima sensibilidad hacia la labor que se ejerce en las diferentes etapas educativas? ¿Cómo se puede trivializar el esfuerzo y el trabajo de tantos y tantos profesionales? ¿Cómo se pueden obviar las dificultades que supone cada edad y cada momento vital? No debería suceder, pero -es obvio- sí sucede, porque es más cómodo pensar que se equivocan los demás antes que aceptar que tal vez nos equivocamos nosotros.

El éxito y el fracaso suelen tener causas colectivas. Asumir eso, lamentablemente, podría aproximarnos conceptos tan peligrosos como el trabajo en equipo (¿trabajar de acuerdo con los otros? ¿primar la coordinación sobre el individualismo?) o la responsabilidad compartida (¿que es culpa mía el qué?). No, mucho mejor seguir ejerciendo de Poncio Pilatos con los lavados de manos pertienentes y culpando a todos los otros de todo lo demás. Seguro que la culpa es suya, por supuesto.

Aquí os dejo el testimonio de Patri. Y, por supuesto, en este blog se admiten -y se agradecen- tantos otros como queráis dar. Nada mejor que la pluralidad de voces. Y de experiencias.

"Estoy en un Colegio de Educación Infantil (nivel al que pertenezco)y Educación Primaria. Vamos, que los alumnos/as no superan los 11 años de edad. Qué duro me resulta estar en un Colegio donde los de Primaria van por un lado y los de Infantil por otro. Donde tenga que escuchar comentarios como "Si hubiera querido limpiar cacas, mocos y aguantar llantos hubiera hecho Infantil" o "No soporto dar clase de Inglés en Infantil y estar todo el tiempo dando saltitos". Que poco valorada se siente una a veces de cara al exterior.

Y más duro es aún, venir de un sitio donde todo eran risas, palabras amables, consejos, agradecimientos, propuestas, ganas de hacer, entusiasmo e implicación y pasar a un lugar donde cuesta esbozar una sonrisa, donde todo son normas, normas y más normas siempre en boca de una misma persona, con falta extrema de coordinación y comprensión; y lo que peor se lleva es la falta de entusiasmo, las ganas, el querer superarse y hacer mucho más, el conseguir cosas, el innovar, el experimentar, las buenas palabras y los reconocimientos por tu buen trabajo.

Pero, como se dice en mi Colegio, es lo que hay y aquí hay que sobrevivir. Unas palabras que sólo me producen pena y tristeza.Lo que no tenemos que perder nunca es nuestra esencia y ser como somos, aunque eso suponga encerrarnos en nuestra clase y cambiar la cara cuando salgamos de ella.
Patri (Profesora de Infantil)"

martes, 21 de septiembre de 2010

Nuevos (y viejos) enfoques

¿Alguien incapaz de saludar con un "buenos días" al cruzarse en el pasillo con otro alguien -ya sea un compañero, una señora de la limpieza o un padre- debería estar al frente de una clase? ¿Se puede educar cuando no se dominan ni las más elementales fórmulas de cortesía? La verdad, creo que no, pero está claro que ese factor no se tiene en cuenta en las oposiciones pues, de otro modo, no alcanzo a comprender cómo es posible que haya tanta gente, digamos, "primitiva" trabajando muy cerca de mí. No son la mayoría (menos mal), pero sí me sorprende su elevado número. Gente que no sonríe jamás, que esquiva la mirada con gesto huraño y que, a ser posible, no responde a un hola, ni a un qué tal, ni a un hasta luego. El esfuerzo de saliva, supongo, es excesivo.

Entre ese grupo de aquellos que no saludan porque sus principios se lo prohíben se incluye cierta compañera que se ha incorporado recientemente a mi departamento. Un prodigio de alegría y cordialidad que anima mis mañanas con su sola presencia. Además, su planteamiento educativo me emociona a la vez que me admira y es que, lejos de atender a los planteamientos de la lengua y la literatura en la ESO (que, en teoría, apuestan por trabajar la redacción, la expresión oral y escrita y la lectura comprensiva), ella apuesta por dar prioridad, ante todo, a la gramática. Novedoso y transgresor, sin duda.

Tal es su afán morfosintáctico que, en la reunión donde debíamos fijar los criterios de examen y evaluación, esta simpática y afable compañera apostaba por destinar 5 de los 10 puntos a las preguntas gramaticales, dejando el resto de la materia (tipos de textos y comunicación, comentario, redacción, vocabulario, comprensión escrita, lecturas obligatorias...) relegada a los 5 puntos restantes, donde habría que sumarlo todo de mala manera. Gracias a planteamientos como ese, estamos consiguiendo que los adolescentes no sean capaces de leer una miserable noticia periodística pero, sin embargo, sí que cazan de vez en cuando algún complemento directo a base de pura y dura repetición.

Desde luego, es mucho más fácil pasarse las horas de clase analizando en la pizarra que buscar textos motivadores, comentarlos, debatirlos y, peor aún, corregirlos, en un ejercicio de lectura que nada tiene que ver con el visionado semiautomático de sintagmas y funciones. Total, para qué cambiar de enfoque si se pueden seguir dando las mismas clases que se daban en BUP, aunque el alumnado sea otro y los libros hayan cambiado un poco. Por otra parte, como las editoriales temen perder dinero, sus cambios -y sé de lo que hablo: llevo ya más de diez años trabajando como autor de libro de texto- son superficiales y cobardes, sin apostar jamás por una verdadera transgresión que impida ciertos -y continuados-desajustes.

Esto, en realidad, no es más que un tímido ejemplo de un problema que, de un modo u otro, está presente en muchos centros. Y es que los planes de las asignaturas -e incluso sus enfoques- puede que hayan cambiado -y, en efecto, lo han hecho: lean sus currículos en el BOE si necesitan pruebas-, pero una parte del profesorado -ojo: no necesariamente la más veterana, hay jóvenes increíblemente rancios en este sentido- se niega a adaptarse y sigue dando los mismos contenidos -y con los mismos métodos- del BUP, ajenos a toda novedad y aferrados a aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor". Inmovilismo rancio que no opta por la crítica constructiva -para qué proponer cuando se puede destruir- y que conduce al desprecio inmediato de todo lo que atente contra ese paraíso utópico de lo pretérito.

Así puede suceder, por ejemplo, con la asignatura de CMC (Ciencias para el Mundo Contemporáneo), materia que se imparte en Bachillerato -a todos los grupos, de letras y de ciencias- y cuya finalidad -según el BOE- es la "divulgación", es decir, interesar y provocar curiosidad a los alumnos sobre cuestiones de absoluta actualidad. Personalmente, me parece estupendo que se imparta algo así, pero es curioso ver cómo ciertos profesores pueden convertir una idea brillante en un ladrillo plomizo y temible para los alumnos. Algo así pasó con cierto profesor que, empeñado en demostrar sus doctos conocimentos sobre la materia, amargó la vida de un grupo -por otro lado, bastante brillante- de Bachillerato, planteándoles exámenes y pruebas totalmente ajenos al espíritu de la materia.

Libertad de cátedra, sí, desde luego, pero ejercida desde la responsabilidad. Y desde la coherencia... Aunque a veces, con lo que observo a mi alrededor, creo que ya no aspiro ni a esto último. En más de un caso, con un simple buenos días creo que me conformo. Y es que cuanto más trabajo en esto, a menos aspiro... Y no hablo, me temo, de los alumnos.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Así no


Este martes 21 de septiembre se celebrará en Madrid a las 18:30 h una concentración frente a la Consejería de Educación. El motivo de esta convocatoria son, según el cartel que incluyo justo arriba, los recortes sufridos por la enseñanza pública en este curso. Sin embargo, una vez más, los sindicatos convocantes mezclan la calidad de la enseñanza -¿por qué no se menciona eso en su cartel?- con reivindicaciones exclusivamente salariales.

Personalmente, tenía claro que asistiría a esa concentración. Sin embargo, tal y como se ha planteado, vuelvo a dudarlo. Mi problema no es, como allí se dice, trabajar unas horas más. Mi problema no es la reducción del incentivo de la jubilación anticipada. Mi auténtico problema es que trabajo cada vez con más alumnos y con menos medios. Mi problema es que hay menos profesores de los necesarios y, por tanto, menos grupos de los posibles. Mi problema es que este curso no se atiende a la diversidad en ningún centro porque no tenemos medios para ello. Mi problema es que en la Comunidad de Madrid se ceden terrenos a entidades religiosas para promover la concertada en detrimento de la pública. Mi problema es que no hay una sola medida a favor de la dignficación del trabajo docente y, por ende, de la enseñanza.

Por eso, supongo, no me identifico nada con este cartel, donde solo hay quejas sobre dinero, vacaciones, licencias por estudio... Y no es que todo eso no sea reivindicable, pero vuelve a demostrar una visión ombliguista del problema, un yoísmo que hace imposible que mejoremos nada. ¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que todos -padres, alumnos y profesores- estamos en el mismo barco?¿Cuándo vamos a pelear por unas condiciones dignas para todos?
Es triste que ese cartel no mencione cómo esos recortes han afectado también a otras cuestiones, como la adquisición de libros de texto o a las becas de estudios. ¿No nos afecta eso? ¿No nos indigna que la educación sea el sector donde caen todos los recortes o, al menos, uno de ellos? El lema, desde luego, lo deja bien claro: "por la retirada de los recortes para los docentes". Horror. ¿Solo son para nosotros? ¿Es que acaso dar clase en un grupo de 38 alumnos no es un recorte para todos y, en especial, para los alumnos?

Lo siento, pero cuanto más trabajo en esto, más distante me siento del colectivo docente (con honrosas excepciones a las que sí admiro). Estoy cansado de sus quejas y de que estas se resuman, básicamente, en dar menos horas de clase. ¿Eso es todo a lo que aspiramos?¿Esa es toda nuestra implicación en materia educativa? Pues, aunque esto sea impopular y políticamente incorrecto, nuestro sueldo es, cuando menos, digno (especialmente si hacemos un cómputo del salario y de las horas trabajadas), nuestras vacaciones son inmejorables y tenemos mucho tiempo tanto para preprar nuestras clases como para compaginarlas con otras tareas: estudios, investigación, creación... No todo el mundo tiene la suerte de disponer de tanto tiempo para su vida personal y eso, en sí, es también otro lujo que a veces olvidamos. Y si, aun así, no les compensa, por favor, que busquen otras vías. Ya está bien de tanto victimismo: ¿por qué no empezar de nuevo en otra cosa? Yo lo he hecho unas cuantas veces y tengo claro que seguiré haciéndolo mientras sea necesario. No soporto esa actitud tan española de la queja eterna desde la inacción y la pasividad (qué poco hemos cambiado desde ese estatismo que ya denunciaban los intelectuales del 98).

Por supuesto que todo es mejorable, pero me parece mucho más necesaria una labor de dignificación social de la figura del profesor -tan devaluada en nuestros días- que una lucha para que no se reduzca el incentivo de la jubilación anticipada. Me encantaría que, alguna vez, estas concentraciones atendiesen al conjunto de la sociedad y sirviesen para poner de relieve los gravísimos problemas de un sistema educativo que no funciona, que hace aguas, y contra el que poco se puede hacer si no se toman medidas urgentes y globales. Pero no, volvemos a la cantinela de siempre. Al sueldo y al horario.

Lástima. Esta podría ser una gran ocasión para unirnos todos -profesores, padres y alumnos- en la lucha por una verdadera educación pública de calidad. Una gran oportunidad para acercarnos a la sociedad y que entiendan cuáles son nuestras verdaderas necesidades. Pero nada, no lo será... Yo aún no sé si iré a esa concentración -necesito mostrar mi descontento de algún modo- pero si lo hago, tengo claro que servirá para conseguir ninguno de los fines que persigo. Fines que, en esa hoja, ni siquiera aparecen.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Cómo acabar con la enseñanza pública

El pasado sábado se celebraba en Madrid la Noche en Blanco, uno de esos actos entre folclóricos y populistas que tan del gusto general parecen resultar en una ciudad donde se pretende inculcar la cultura a (nocturnos) cañonazos. Entre los eventos más interesantes que se programaron, destaca la pelea de bolas que se celebró en la Plaza del Dos de Mayo, a la que los medios escritos -incluso los supuestamente serios- le dedicaron casi media página en su sección de noticias locales.

No sé cuánto costaría esa pelea tan necesaria y edificante, pero sí sé que los medios no han dedicado el mismo espacio a cuestiones tan triviales como los recortes que la educación madrileña ha sufrido en estos últimos cursos (tema aburrido donde los haya, desde luego). Recortes que se han ido produciendo paulatina e inexorablemente de unos años a esta parte (mejorando, sin embargo, el estatus de la concertada), bajo la complicidad del silencio de todos: prensa, docentes, padres y alumnos, como si fuera normal que la educación pública se deteriorase en la Comunidad de Madrid del modo en que lo está haciendo.

Deterioros y recortes que nos han llevado a encontrarnos este año -en casi todos los centros- con aulas de entre 35 y 38 alumnos, en un ejercicio de máxima irresponsabilidad institucional. Eso sí, son aulas -en muchos casos- bilingües, tal y como nos recuerdan carteles y anuncios varios. Qué mejor que un grupo de treinta y muchos alumnos para trabajar a fondo el bilingüismo o, por qué no, incluso el trilingüismo... La pregunta parece obvia: ¿se puede aspirar a mejorar la tan proclamada calidad de la enseñanza con clases abarrotadas de alumnos donde es imposible atenderlos de forma individualizada? Evidentemente, no, pero está claro que datos como este no merecen ni una miserable columna en esos medios a los que las peleas de bolas les preocupan tanto.

En esa misma línea de recortes, este curso se ha reducido no solo el número de profesores -de ahí que los grupos ahora sean más numerosos: no hay suficientes docentes para crear más clases- sino que se ha prescindido, en muchos centros, de aquellos que nuestra Comunidad ha tenido a bien considerar menos importantes: los de Compensatoria. A fin de cuentas, estos solo se ocupan de atender a los alumnos que tienen problemas serios de aprendizaje, de modo que resulta mucho más sensato dejarlos perdidos y desorientados en el grupo, sin atención específica alguna, para asegurarnos de que su fracaso escolar será rotundo, inminente y completo.

Este año, por tanto, los profesores de la pública trabajamos más horas que el curso anterior (los funcionarios, claro, porque los interinos no han sido siquiera convocados en los actos públicos habituales), tenemos más alumnos por grupo (¿realmente se puede trabajar con un 2º de Bachillerato de 35 alumnos? ¿no se suponía que evitar esa masificación era uno de los objetivos de las sucesivas reformas que hemos ido viviendo en los últimos años?) y, como colofón, cobramos menos. Ahora, intenten combinar el sintagma "calidad de la enseñanza" con todas estas premisas y traten de saber si de esa mezcla surge conclusión racional alguna. Yo, la mía, la tengo clarísima. Y es, para qué negarlo, más bien trágica.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Otra ronda!

Tres profesores menos. Esa es la cifra que se menciona en nuestro claustro de apertura del curso 2010-2011. Un número que, a priori, no resulta escandaloso si se vive fuera del mundillo escolar y que, sin embargo, es bastante elocuente si se analiza desde dentro. Menos docentes y, por tanto, más alumnos por aula, menos atención personalizada y también menos grupos por curso. Fuera profesores de compensatoria, fuera profesores de refuerzo, fuera profesores "prescindibles" según las estimaciones numéricas de la Consejería de Educación, que olvida que sin ellos condenan al fracaso a los alumnos con problemas de aprendizaje (que, curiosamente, son unos cuantos). Todo un despropósito para conseguir que el sintagma "calidad de la enseñanza" siga siendo una lejanísima utopía.

Pero no solo de eso se habla en mi claustro, donde -como siempre- hay tiempo para casi todo. Entre otros temas, surgen dos curiosas polémicas. La primera tiene que ver con la justificación de las faltas, ante la que los absentistas profesionales -que hay unos cuantos- reaccionan con virulencia.

- ¿Y si hay que llevar al niño al médico? -pregunta uno de los profesores que más visitan al pediatra por curso escolar.

- Y si a mí me gusta el médico de la mañana, ¿por qué voy a tener que pasarme al de la tarde? Es injusto -se plantea otra capaz de batir un récord de gripes, dolores de estómago y malestares varios en tan solo un mes.

La directiva reacciona con calma -están acostumbrados- y se adentran en la siguiente polémica: la reducción horaria a los profesores mayores de 55 años. En teoría, la Comunidad de Madrid había aprobado una reducción de una hora lectiva para los docentes entre 56 y 58 años y de hasta tres para los mayores de 58.

-Este curso, sin embargo, nuestro centro no va a poder conceder esa reducción -nos informan.

Gran murmullo. Malestar. Profesores que se mueven nerviosos en sus asientos y que están deseosos de intervenir y lanzarse a la yugular del equipo directivo. A fin de cuentas, mi instituto es uno de los que se hallan en el centro de Madrid y, por tanto, se trata de uno de esos centros dominados por los llamados "dinosaurios", profesores cuya antigüedad es -en muchos casos- proporcional a su grado de pasotismo y aburrimiento. Hay excepciones, claro (y muy valiosas), pero son los menos.

-Como sabéis, la Comunidad también considera que la tutoría es una labor que merece menos reducción de horas lectivas y eso, a nosotros, nos parece un despropósito. Es imposible hacerlo bien si no se tiene tiempo para ello. Por ese motivo, preferimos dar a los tutores las horas que necesitan para atender a sus alumnos y a los padres de estos, aunque ello suponga prescindir de la reducción de una hora para los mayores de 55.

El revuelo ya es general. ¿A quién le importan ahora las tutorías? El gran grueso del Pleistoceno se pregunta cómo es posible que no vayan a quitarles ni una hora de su apretado horario. Un horario que, para los que no pertenecen a este mundillo, consta de 18 horas lectivas semanales.

-Es nuestro derecho -afirma una de las recién incorporadas en el más puro estilo Wilma Picapiedra-. No se nos puede privar de nuestro derecho.

La directiva intenta dialogar, pero en los claustros el debate es casi imposible. Resulta divertido comprobar cómo caemos en los mismos errores que luego pretendemos corregir en nuestros alumnos.

-Nosotros ya hemos pasado por diversas etapas, ahora son los jóvenes los que tienen que responsabilizarse y cargar con esas horas de más. Tenemos derecho a esa reducción: que asuman ellos las horas de más no es hacernos un favor, es hacer lo justo.

Un planteamiento, sin duda, muy curioso y solidario. Dejamos a un lado el tema de las tutorías y nos centramos en el más puro ombliguismo: trabaje yo una hora menos y ríase la gente (si se nos permite la distorsión puntual del refranero). Los jóvenes (por cierto, ¿hasta qué edad seríamos "jóvenes" según nuestra Wilma? ¿hasta los mismísimos 54?) la miramos con incredulidad y ni siquiera respondemos a su aberración. Ella sigue explicando que debemos trabajar 21 horas para que otros puedan trabajar tan solo 16. No es un planteamiento solidario, la verdad, pero sí un planteamiento divertido. Anoto su rostro para nominarla a los premios al egoísmo 2010 y trato de concentrarme en el resto de informaciones del claustro.

Después de la pequeña bronca inicial -solo un conato de lo que ha de venir-, los profesores subimos a nuestros departamentos para repartirnos las asignaturas y los niveles. Es el gran momento conocido como "la ronda". En ella, cada docente elige -por orden de veteranía: en este gremio no hay nada que se valore tanto como la antigüedad: el día que se imponga otro criterio correríamos el riesgo de atender a los méritos o a la valía...- un grupo por turno, de modo que los más inexpertos -situados, como es obvio, al final- siempre escogen lo que no quiere nadie y, por ende, lo menos apetecible o lo más complicado, según los casos. Este sistema, que se justifica por el hecho de que los jóvenes pueden aguantar más (¿?) no tiene en cuenta ni las necesidades del centro ni la de los alumnos ni, básicamente, la de nadie, pero es un ritual ineludible y que proporciona horas de gozoso enfrentamiento verbal entre los compañeros del departamento. Este año, en mi caso, la reunión comienza a la una y termina a las cinco de la tarde. Cuatro horas sin pausa -y sin comer- en las que se repite la ronda una y otra vez, ya que nadie parece estar de acuerdo con nada de lo que se elige.

- No me parece bien. Exijo otra ronda.

Y así, como si estuviéramos invitándonos a chupitos, vamos de ronda en ronda, solo que en este caso la borrachera es más bien una resaca cabrona y contumaz que va creando un clima de creciente cabreo entre todos nosotros.

- No estoy de acuerdo con este reparto. Otra ronda más.

A las cuatro parece que ya tenemos claro cuál es el problema: sobra una tutoría de 2º de Bachillerato. Nadie la quiere, así que la vamos pasando de mano en mano a ver quién se la queda.

- ¡Otra ronda!

En nuestra versión del quién la lleva solo hay dos personas que, teóricamente, no podemos asumirla: un compañero que ya es tutor de un grupo (así que, salvo que sea clonado, no puede cogerla) y yo (que ya tengo las horas legales, 18, y no puedo sumar más si no quiero dejar a mis compañeros con una hora menos). Pero la sensatez desaparece ante la pereza y la desidia de ciertos personajes -muy del rollo Wilma-, hasta que mi compañero se ofrece a ser bi-tutor y yo me ofrezco a dar más horas de las que me corresponden. Ambas propuestas son absurdas pero, al menos, la mía es legal.

Así pues, al final salgo de allí a las cinco de la tarde -qué lorquiano, ¿no?-, muerto de hambre y de cansancio, harto de oír sandeces -en el claustro y fuera de él- y con la certeza de que este año voy a trabajar más horas de las que me corresponden -por no hablar de que seguiré llevando la revista del centro y el grupo de teatro, entre otras actividades no remuneradas-, cobrando menos de lo que venía percibiendo hasta este año. No es rentable, me temo, pero como soy -lo admito- un kamikaze vocacional tampoco me afecta demasiado. Eso sí, anoto en mi agenda el nombre de todos los Wilmas y Pablos Picapiedra que he conocido esta mañana, esos personajes que contribuyen -junto con la negligencia de la Comunidad de Madrid en materia educativa- a desprestigiar y destrozar algo tan necesario como la enseñanza pública.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Exámenes de septiembre


ESO: Enseñanza Secundaria Obligatoria. Tres letras que esconden todo un sinfín de experiencias, dificultades, logros, problemas y esfuerzos tras de sí. Tres letras que resumen cuatro años -como mínimo- de la vida de todo adolescente español (entre los 12 y los 16) y que son el paso previo imprescindible para abordar su futura formación académica y profesional. Tres letras en las que conviven profesores, padres y alumnos, dando lugar a una espesa red que conforma lo que conocemos como comunidad educativa.

Este blog nace con la idea de contar -en tiempo real- cómo es un curso de ESO y Bachillerato en un instituto cualquiera de Madrid. Pero como no quiero que mi voz -al fin y al cabo, solo es la de un profesor más- sea la única que se escuche, alternaré mis propias experiencias con las de padres, docentes y alumnos dispuestos a compartir su visión del día a día en las aulas.

Un día a día que, en el caso de los profesores, comienza con el ritual de los exámenes de septiembre. Una costumbre tan aburrida como inevitable a la que le siguen las juntas de evaluación, en las que los profesores comentan -algunos cargados de argumentos, otros con una desgana infinita- los resultados de los alumnos y valoran -no siempre con el rigor necesario- si estos deben o no promocionar (es decir, si pasarán o no de curso). El sistema, por otro lado, tiene sus propias trampas, como la de la promoción de los alumnos "PIL" (Por Imperativo Legal), que no sirve para nada desde el punto de vista pedagógico pero que debe de ser muy útil desde el punto de vista estadístico.

Después de la desgana demostrada por gran parte de los alumnos en estos exámenes y de la desgana de muchos profesores en las evaluaciones, llega la desgana de los padres en las reclamaciones. En este caso, sí que manifiestan auténticas ansias de que sus hijos promocionen, pero encontramos una idéntica apatía en lo que se refiere a que sus hijos aprendan. En el fondo, ¿importa mucho qué tipo de formación están recibiendo o se trata tan solo de ir superando niveles y barreras con o sin los conocimientos necesarios para ello?

De este modo, la primera semana de septiembre se convierte en un principio demoledor para cuantos formamos parte de la ya mencionada comunidad educativa. Y no solo porque se terminen las vacaciones y se aproxime el final del verano (a quién no le afectan datos tan trágicamente irrefutables como esos...), sino porque se trata de una semana llena de estrés, discusiones, llantos (de alumnos que suspenden, de padres que no entienden por qué suspenden, de profesores que a veces son insultados por un suspenso justo), quejas, valoraciones superficiales y, en definitiva, de todo lo que va en contra tanto de la enseñanza como de ese principio -¿real o pura utopía?- que llamamos evaluación continua. En definitiva, un festival de incomprensión y caos que demuestra que el lenguaje es solo una artimaña para creernos que podemos comunicarnos, aunque esto no sea cierto (al menos, no en septiembre).

Y, como lo prometido es deuda, aquí reproduzco la primera voz ajena a la mía. Se trata de la carta de una profesora y amiga que expresa de forma clara y contundente (y, seguramente, polémica) su opinión sobre la convocatoria de septiembre. Aquí dejo sus palabras con ganas de escuchar también las vuestras. Todos los comentarios son más que bienvenidos a este blog. Que empiece la polémica...

Como cada Septiembre, por ser profesora de la ESO, acudo a mi cita con los exámenes, esos que son ya la última oportunidad tras un largo curso de oportunidades (exámenes trimestrales, de recuperación , de repesca, de re…) y en los que el alumno demuestra, en algunos casos, lo que es capaz de hacer en un mes pero no en nueve meses, con lo que esto implica: coste económico en clases particulares, academias, y una total implicación de los padres que llega incluso a anular las tan deseadas vacaciones familiares.

Pero cuando el objetivo de aprobar no es alcanzado, me sorprende cada vez más la actitud de, cada vez más padres que, no sólo queriendo ver los exámenes ( a lo que tienen derecho absoluto) llegan a rogar, e incluso exigir, el aprobado de sus hijos.

A pesar de explicaciones dadas por el profesor ,de la aplicación de los criterios de evaluación y calificación aprobadas en la programación, las revisiones de exámenes hechas por los demás profesores del departamento ( cuya última palabra debemos de aceptar), etc…, algunos padres, no satisfechos , empiezan a cuestionar y desautorizar al profesorado ( incluso, llegándose a perder las formas) , todo ello ante la mirada de sus hijos que son testigos inmutables de este penoso espectáculo.

Y lo que yo me pregunto es , qué mensaje recibe el alumno de todo esto: que se puede no trabajar durante el curso, que ya vendrá Septiembre; que aún suspendiendo en Septiembre, los padres exigirán el aprobado; que el alumno no asumirá la responsabilidad de sus actos pues para eso ya están sus padres;…

Y aún voy más allá: ¿irán estos padres a la Universidad también a ver los exámenes de sus hijos?, ¿ y a las entrevistas de trabajo de sus hijos?

Todo esto me lleva a entender el porqué nuestros alumnos son cada vez más inmaduros, pues creo que con actuaciones como éstas, no sólo impedimos que empiecen a afrontar las consecuencias de sus actos sino que además seguimos aumentando su umbral de intolerancia hacia el fracaso.

Pilar Gutiérrez (profesora y madre de alumno que, por cierto, repite curso).