Digamos que ese docente en cuestión es un profesor de francés absolutamente vocacional que, con unos cuantos años de experiencia a sus espaldas, ha conseguido que su asignatura -optativa- triunfe entre los chavales de su centro. Digamos que para ello debe luchar con todo tipo de materias posibles -no es fácil convencer a un adolescente de que opte por estudiar el subjuntivo o el partitivo en vez de dedicarse a otras disciplinas menos complejas- y con un horario entre ridículo e imposible: dos horas a la semana que, en realidad, se resumen -entre llegar al aula, callar y sentar a los chicos, abrir el libro...- en unos noventa minutos (siendo generosos) a la semana.
Con semejante panorama no resulta fácil que el francés arraigue en los alumnos pero, aún así, digamos que el profesor los motiva prometiéndoles que, si consiguen llegar a cuarto de la ESO, organizarán un viaje a París. Esto le supone un tiempo y una energía extras, pero sabe que es algo que motiva a los chicos, así que lo organiza año tras año con la complicidad de algún compañero majo que quiera echar un cable. Digamos que, gracias a ese viaje, el profesor consigue que algunos de esos alumnos sigan deseando estudiar francés en el Bachillerato y supongamos que, por ejemplo, obtiene nueve alumnos matriculados en ese nivel, a pesar de las dificultades que pueda tener esta materia.
Pues bien, ahora veamos cómo se refleja el indudable interés de nuestras instituciones por el estudio de idiomas en el día a día de este nada imaginario profesor:
a) en los grupos de francés de la ESO, en vez de crearse dos clases de quince alumnos cada una, se le da una única clase con treinta chavales. Consecuencia: con ese número y con dos horas a la semana, los alumnos podrán considerarse afortunados si esbozan un tímido bonjour en todo el curso;
b) en su grupo de Bachillerato, sin embargo, se considera que el nueve es un número insuficiente de alumnos y se le amenaza con cerrar el grupo si no consigue más chicos. Consecuencia: el profesor se recorre el centro rogando -literalmente- a los chicos que se apunten a su asignatura si no quieren que ese grupo desaparezca y, de paso, también su plaza como docente en ese centro.
Entretanto, en los centros donde se ha aprobado el bilingüismo, se obliga a los chicos a elegir entre dos sistemas: el programa (donde dan diversas materias en inglés) y la sección (donde solo se les da una asignatura más en lengua inglesa). Los primeros asumen bien el reto (o lo intentan), pero en el caso de los segundos se producen desajustes absurdos (básicamente, no entienden por qué el de Plástica o el de Música les suelta el rollo en otra lengua) y los profesores se sienten como verdaderos marcianos en esas aulas. Los chicos no los siguen ni los entienden, pero tanto los profesores -que hacen un esfuerzo titánico- como los alumnos deberían de sentirse muy orgullosos de estar engrosando las estadísticas de nuestra querida y venerada comunidad.
Yo, en ese sentido, tengo suerte, no puedo negarlo. La directiva de mi centro respalda con acciones -no solo con palabras- la enseñanza del alemán en mi instituto. Y no, no tengo demasiados alumnos, pero partiendo de cero he conseguido cuatro niveles ya de alemán y quizá, solo quizá, sea justo valorar ese esfuerzo -de todos- y premiar a los implicados con algo tan sencillo como dejarles que sigan dando clases por aquello de que quizá, y de nuevo, solo quizá, sea importante que este país salga del analfabetismo idiomático en el que ha vivido durante décadas.
En cuanto al profesor del francés mencionado, no tengo duda alguna de que su Bachillerato seguirá adelante. Y no solo porque sea un magnífico docente, sino -sobre todo- porque es una magnífica persona. Lástima que el sistema no tenga jamás en cuenta la valía personal -ni profesional-, de ser así, jamás se planterían aberraciones como la de privar a esos nueve alumnos de alguien tan especial como él. Qué suerte tienen sus alumnos. Y eso, los chicos, también lo saben.