Nada. La plaza del diamante. Los pazos de Ulloa. Jane Eyre. Cumbres Borrascosas. Orgullo y prejuicio. El amante. Ni de Eva ni de Adán. Deseo de ser punk. Beatriz y los cuerpos celestes. Primeria memoria. Historia de una maestra. Frankenstein. Temblor. Nubosidad variable. Orlando... Son solo unos cuantos ejemplos de algunas de las novelas que he leído y trabajado en diversos grupos estos últimos años. Novelas de muy diversa procedencia -e incluso calidad- pero que comparten dos rasgos en común. El primero, el más obvio, es que todas han sido escritas por mujeres. El segundo, el más personal, es que todas me han permitido provocar interesantes -y, a veces, emocionantes- debates con mis alumnos (de 4º ESO y de 2º de Bachillerato).
Sin embargo, si ojean cualquier libro de texto actual podrán ver que, por ejemplo, apenas se le dedica espacio a nuestras novelistas de la segunda mitad del siglo XX -la presencia de Matute, Martín Gaite o Rodoreda es anecdótica frente a las páginas que se destinan a Cela o Delibes- y se darán cuenta de que, en los manuales de literatura universal, las autoras -Woolf, Austen, Duras, Yourcenar, Shelley, Brontë...- tampoco han corrido mejor suerte. Por supuesto, los temarios oficiales -Selectividad, por ejemplo- no se dignan a pedir que se lea ni uno solo de sus textos, en un ejercicio de misoginia cultural por omisión que, de puro acostumbrado, corre el riesgo de parecernos natural.
Y no, no me malinterpreten, no se trata de establecer cuotas ni de equilibrar artificiosamente los contenidos de esos libros. Se trata, simplemente, de ser justos y de reconocer sus méritos a muchas grandes autoras que han de contentarse con un ángulo casi invisible del canon, frente al espacio abusivo de sus homólogos masculinos. ¿Cuándo vamos a admitir que la intensidad -emocional y existencial-, por no hablar de la calidad estética, de algunos textos de Matute, Martín Gaite o Laforet está muy por encima de ciertas novelas "masculinas" de posguerra ya casi sacralizadas y que, sin embargo, no han envejecido nada bien? Se trata, además, de pensar un poco en la sensibilidad adolescente -los destinatarios de esos libros de texto y, no lo olvidemos, de nuestras clases- y pensar en cuántas de esas novelas pueden no solo acercarles a la historia literaria sino, sobre todo, hacer nuevos lectores.
Es fácil -al menos, a mí me lo ha resultado hasta la fecha- fomentar la lectura con las dudas juveniles de la Andrea de Nada. O trabajando con ellos de modo astuto la violencia y el morbo de las páginas de Los pazos de Ulloa. O el erotismo de El amante. O el terror y la angustia romántica de Frankenstein. O la pasión de cualquiera de las novelas de las hermanas Brontë... Fácil y necesario, porque la omisión también es una forma de generar modelos. De crear guetos. Y resulta ridículo que eso siga ocurriendo precisamente ahora, cuando son mujeres -en su mayoría- quienes mueven el mundo editorial. Como editoras, como autoras, como lectoras. Mujeres que, pese a que vivimos en este mundo igualitario y justo (subrayen la ironía, por favor), siguen sin formar parte de la historia literaria de los libros de texto, donde Rosalía se ha de contentar con ser algo así como el complemento anecdótico de Bécquer y Emilia Pardo Bazán, el cuadro exótico en el margen de la doble página dedica a Galdós.
Afortunadamente, basta leer una sola de las obras de estas autoras para desterrar prejuicios -es lo bueno de nuestro trabajo: que podemos ayudar a construir un mundo muy distinto- y llevar a nuestros alumnos a la conclusión de que no hay literatura femenina ni masculina: hay literatura buena y literatura malísima. Y en la buena han contribuido muchísimas autoras a las que les tenemos que invitar a acercarse. Y cuanto antes.
Sin embargo, si ojean cualquier libro de texto actual podrán ver que, por ejemplo, apenas se le dedica espacio a nuestras novelistas de la segunda mitad del siglo XX -la presencia de Matute, Martín Gaite o Rodoreda es anecdótica frente a las páginas que se destinan a Cela o Delibes- y se darán cuenta de que, en los manuales de literatura universal, las autoras -Woolf, Austen, Duras, Yourcenar, Shelley, Brontë...- tampoco han corrido mejor suerte. Por supuesto, los temarios oficiales -Selectividad, por ejemplo- no se dignan a pedir que se lea ni uno solo de sus textos, en un ejercicio de misoginia cultural por omisión que, de puro acostumbrado, corre el riesgo de parecernos natural.
Y no, no me malinterpreten, no se trata de establecer cuotas ni de equilibrar artificiosamente los contenidos de esos libros. Se trata, simplemente, de ser justos y de reconocer sus méritos a muchas grandes autoras que han de contentarse con un ángulo casi invisible del canon, frente al espacio abusivo de sus homólogos masculinos. ¿Cuándo vamos a admitir que la intensidad -emocional y existencial-, por no hablar de la calidad estética, de algunos textos de Matute, Martín Gaite o Laforet está muy por encima de ciertas novelas "masculinas" de posguerra ya casi sacralizadas y que, sin embargo, no han envejecido nada bien? Se trata, además, de pensar un poco en la sensibilidad adolescente -los destinatarios de esos libros de texto y, no lo olvidemos, de nuestras clases- y pensar en cuántas de esas novelas pueden no solo acercarles a la historia literaria sino, sobre todo, hacer nuevos lectores.
Es fácil -al menos, a mí me lo ha resultado hasta la fecha- fomentar la lectura con las dudas juveniles de la Andrea de Nada. O trabajando con ellos de modo astuto la violencia y el morbo de las páginas de Los pazos de Ulloa. O el erotismo de El amante. O el terror y la angustia romántica de Frankenstein. O la pasión de cualquiera de las novelas de las hermanas Brontë... Fácil y necesario, porque la omisión también es una forma de generar modelos. De crear guetos. Y resulta ridículo que eso siga ocurriendo precisamente ahora, cuando son mujeres -en su mayoría- quienes mueven el mundo editorial. Como editoras, como autoras, como lectoras. Mujeres que, pese a que vivimos en este mundo igualitario y justo (subrayen la ironía, por favor), siguen sin formar parte de la historia literaria de los libros de texto, donde Rosalía se ha de contentar con ser algo así como el complemento anecdótico de Bécquer y Emilia Pardo Bazán, el cuadro exótico en el margen de la doble página dedica a Galdós.
Afortunadamente, basta leer una sola de las obras de estas autoras para desterrar prejuicios -es lo bueno de nuestro trabajo: que podemos ayudar a construir un mundo muy distinto- y llevar a nuestros alumnos a la conclusión de que no hay literatura femenina ni masculina: hay literatura buena y literatura malísima. Y en la buena han contribuido muchísimas autoras a las que les tenemos que invitar a acercarse. Y cuanto antes.