domingo, 23 de enero de 2011

Dedicación invisible

Cualquier iniciativa que repercuta en una mejora de la calidad de la enseñanza,
como montar un grupo de teatro o una revista escolar,
es algo que depende únicamente de las ganas que tú quieras ponerle.
Ni medios, ni horas extra, ni compensaciones en tu horario de trabajo. Nada.
La edad de la ira

Cuando se bareman los méritos docentes para asignarnos centro a los profesores, existe una casilla que recibe el curioso nombre de "actividades de especial dedicación". Supuestamente, esta categoría premia aquellas tareas que llevamos a cabo de forma no remunerada con el único objetivo de motivar a nuestros alumnos o de profundizar en ciertas áreas o disciplinas curriculares o extracurriculares. Dicho fuerzo, se ve premiado con la generosísima cifra de 1 crédito por actividad, lo que nos lleva a la comprobación de que el único criterio que realmente se valora por parte de la administración educativa, es el de la paciencia y el aguante: cuantos más años se resista en un centro -aunque la implicación allí sea cero- más puntos se obtendrán. El mérito, por tanto, no consiste en hacer, sino en mantenerse.

Pero, por si esta falta de motivación no fuera suficiente, resulta que ese único crédito -exiguo y miserable- ni siquiera es fácil de conseguir, ya que solo son "actividades de especial dedicación" aquellas que forman parte de un escogido y arbitrario listado. De este modo, las cinco horas semanales que dedico, por ejemplo, al grupo teatral que he formado con mis antiguos alumnos de la asignatura del Taller de Teatro, no constituyen una "actividad de especial dedicación" (es más, no sé cómo no me hacen pagar a mí por ello...), salvo que me apunte -sí o sí- a un certamen de la Comunidad de Madrid, fomentando -una vez más- la competición por encima del trabajo, el disfrute o la búsqueda de lenguajes y formas dentro y fuera del escenario.

Tampoco me darán ese crédito por las cinco -a menudo, son muchas más- horas semanales que dedico a la revista de mi instituto, una publicación que creé -gracias a la imprescindible colaboración de dos madres y de muchos de mis alumnos- hace ya tres años. No hay categoría alguna para eso en el baremo, así que supongo que elaborar un periódico escolar no supone ningún beneficio para los chicos y chicas que trabajan en él.

En definitiva, la implicación en esta tarea de la enseñanza depende -solo y exclusivamente- de la voluntad que le pongamos quienes creemos en ello, sin que ningún tipo de reconocimiento, de pequeña compensación que nos demuestre que ese esfuerzo extra sí es tenido en cuenta, sí es valorado, sí es comprendido. Afortunadamente, los alumnos saben compensar y agradecer con creces lo que nuestras instituciones educativas son incapaces de valorar. Todo sea por ellos, por esos adolescentes a los que se denosta impune e injustamente. Esos adolescentes atrapados en un sistema que los frustra tanto como nos limita a nosotros.

jueves, 20 de enero de 2011

Somos 34

«No es culpa nuestra que haya tan pocos medios, tan poco dinero y tantos intereses en cargarse la enseñanza pública a favor de la concertada.»

La edad de la ira

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato es un grupo de gente espléndida, curiosa, generosa, inquieta... Un grupo de jóvenes que se apuntan a cuanta actividad extraescolar les propongo -esas que, según algunos de mis colegas, son una pérdida de tiempo- y que se animan a pasar sus tardes yendo al teatro, a un museo, a un concierto, o a cualquier lugar donde les aseguro que van a disfrutar y, de paso, a aprender algo nuevo.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato está formada por un montón de futuros ingenieros y científicos que, demostrando que ambas cosas son compatibles, aprecian y valoran las Humanidades. Un conjunto de chicos y chicas llenos de ganas de hacer cosas que colaboran en cuanta actividad creativa les propongo.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato podría ser un espacio de verdadero aprendizaje si no hubiera 34 alumnos sentados en una misma clase. Si este curso no hubieran recortado -aún más- el número de profesores. Si no hubieran aumentado el cupo de estudiantes por curso y nivel. Si no hubieran atestado las aulas con adolescentes a los que se condena a no ver nada cuando les toca sentarse en el pupitre de la última fila.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato está compuesta por 34 alumnos estupendos que, lamentablemente, a veces pierden los nervios porque no ven la pizarra, porque tienen que tomar los apuntes de pie para adivinar qué demonios escribimos allí sus profesores, porque les gustaría que les prestásemos una atención personalizada que nos resulta -materialmente- imposible prestarles por mucho que intentemos hacerlo.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato me exige, de media, una hora y media de lectura de sus trabajos escritos en casa y, aún así, no llego al ritmo de revisiones al que me gustaría poder llegar, porque son chicos que presentan cuanto trabajo voluntario les propongo, que hacen cuanta lectura les recomiendo, que tienen auténtico afán de aprendizaje a pesar de que el Gobierno y las comunidades autónomas -esas que prefieren invertir el dinero en traducirse unas a otras en un alarde de simpleza babélica- sigan recortando en educación porque han decidido que no sirve de nada invertir en nuestros adolescentes y, por ende, en nuestro futuro.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato sobrevive gracias a su talento y a los esfuerzos de la directiva de mi instituto, que, con inteligencia y un enorme esfuerzo hace magia con el insuficiente presupuesto que se nos da a los centros. Y saldrán adelante porque son unos chicos y chicas excepcionales, a pesar de que en días como hoy discutan por quién se sienta en qué pupitre, cabreados por una carestía de medios que nada tiene que ver con ellos.

Mi actual tutoría de 2º de Bachillerato no tendrá problemas en la PAU porque apenas necesitan de sus profesores. Pero me pregunto qué pasará con los grupos donde los chicos sí tengan verdaderos problemas, cómo se les estará atendiendo a esos 34, 35, 36, 38 (sigan sumando) alumnos que tienen muchos de mis compañeros en sus aulas.

Y yo, no lo puedo evitar, me pregunto también cómo podría haber sido de verdad este curso -en esta clase atestada de gente estupenda- con una cantidad razonable de alumnos. Solo de pensar cuánto podríamos haber logrado, cuánto podríamos haber conseguido y construido..., siento tanta rabia, tanta ira y tantas ganas de gritar como las que deben sentir ellos.

martes, 18 de enero de 2011

Anquilosados

Nunca me creí aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y mucho, menos en la enseñanza. Cierto: tenemos cañones, proyectores, portátiles y hasta pizarras digitales. Es verdad, tenemos todo tipo de adelantos tecnológicos -maticemos: en los centros donde sí las tenemos, porque en otros, con los recortes, ya no hay ni para tizas-, medios de última generación para impartir unos currículos que se parecen más al quadrivium que a nada que tenga que ver con este ya más que iniciado siglo XXI.

Pero si al desfase de los contenidos se le suma la desidia de ciertos profesionales a la hora de reciclarse, el cóctel resulta -simplemente- explosivo. Quizá por eso me ha sorprendido tanto que, para comenzar la semana con una trifulca tan innecesaria como mal planteada, algunos de mis colegas me preguntasen por mi más que sospechosa tendencia a rehuir la gramática tradicional en pro de otras escuelas de análisis sintáctico. Intenté ampararme en hechos tan insignificantes como la reciente publicación de la monumental gramática coordinada por Ignacio Bosque, o en la inclusión de ciertos contenidos en los libros de texto de nuestros alumnos, pero nada de ello servía ante el argumento de la mayoría, ese temible razonamiento que nunca suele conducir a nada demasiado útil. O, cuando menos, a nada demasiado bueno.

Así pues, esta semana he aprendido que no solo no hay que modernizarse, sino que hacerlo puede ser contraproducente, pues podemos inculcar a nuestros alumnos dudas que pongan en tela de juicio los conceptos tradicionales aprendidos con tanto esfuerzo durante toda su vida escolar. En ese sentido, es curioso cómo los profesores de Lengua -con excepciones, claro- siguen explicando la materia como si no fuera una ciencia humanística, como si no estuviera regida por un método, como si no exigiera un proceso parangonable al de cualquier otra ciencia en las que sí se admite la variación, el cambio, la experimentación y la reflexión continua.

Nosotros, no. Nosotros, los filólogos y similares, seguimos considerando que la sintaxis debe explicarse según los criterios tradicionalistas del Esbozo de la RAE. Nosotros seguimos explicando la literatura actual hasta 1975 (año en el que algunos profesores no habíamos ni siquiera nacido aún...). Nosotros seguimos teniendo una historia de la literatura que no incluye otros medios narrativos como el cine o la novela gráfica. Nosotros seguimos practicando el comentario de texto según los preceptos de Lázaro Carreter, sin variar una coma. Nosotros seguimos diciendo que el texto periodístico es unidireccional (los de Larra sí, desde luego) cuando, ahora mismo, esa afirmación es más que discutible. Nosotros seguimos hablando de un tiempo que no existe y alejándonos de unos alumnos a los que convencemos de que estudien cualquier otra cosa que no sea una disciplina humanística, salvo que tengan afán gerontófilo y estén dispuestos a sumergirse en ese mar de antigüedades -inmutables y polvorientas- que ponemos cada mañana ante sus ojos.

Pues lo siento. Me niego. Y siento no ser parte de la mayoría. O mejor aún: ni siquiera lo siento. Como en aquel hermoso eslogan de la 2, ¿recuerdan? Sigamos siendo -por favor- parte de una inmensa minoría.

lunes, 10 de enero de 2011

Aprender fuera del aula

No debo de ser un gran profesor, la verdad. Esa es la conclusión a la que he llegado esta mañana, tras comprobar que mis cincuenta minutos de clase no son tan esenciales ni fundamentales ni extraordinarios como los de muchos de mis compañeros.

He podido llegar a esta idea -definitiva y radical- gracias a una discusión que cierto colega ha tenido la delicadeza de plantearme delante de un grupo de alumnos a los que ambos damos clase, intentando convencerme con argumentos de todo tipo de que llevarles esta semana al cine es una actividad nada educativa y que solo supone una irreparable pérdida de tiempo.

En realidad, es cierto que la actividad no tiene nada de cultural, pues solo me he molestado -tras escribir no sé cuántos correos y hacer no sé cuántas llamadas- en conseguir que nos faciliten una proyección matinal del último film de Icíar Bollaín, También la lluvia, con el objeto de organizar una actividad multidisciplinar con los departamentos de Literatura, Plástica, Historia y Economía, de modo que nuestros chicos analicen el film desde cada una de esas materias con un enfoque distinto. Una pérdida de tiempo, desde luego, que bien puede compararse a llevarse a los alumnos a ver un maratón de Bob esponja.

Lo que más me llama la atención es la reticencia de muchos de mis compañeros no ya a organizar este tipo de actividades -que, en efecto, requieren un tiempo y un esfuerzo extra que siempre se nos exige a los mismos- sino su oposición a que los demás las llevemos a cabo. ¿Tanto aprenden sus chicos en cada una de sus clases? ¿Tan poco les aporta lo que se viva o vea fuera de la pizarra? ¿Tan mal organizan su tiempo que no pueden adaptarse nunca a un cambio de ese estilo?

Cierto que los currículos están sobrecargados. Cierto que todos andamos presionados por el tiempo. Cierto que... ¿Pero ninguno de los que se quejan pierde un solo minuto de sus clases? ¿Ninguno cree que ir a una exposición, al teatro, al cine, a una actividad deportiva... puede ser necesario e incluso imprescindible? Honestamente, jamás me quejo cuando un compañero se lleva a mis alumnos, siempre pienso que si lo hace es porque les va a aportar algo que les vendrá bien, aunque solo sea algo tan fundamental y olvidado como la convivencia. Solo por eso, lo extraescolar ya merece la pena.

Luego viene el manido discurso de que la gente no va al cine, de que no saben comportarse en el teatro, de que no... Y ese no puede explicarse -en parte- por el hecho de que no se les ha educado para ello. Claro que no basta con una salida al cine al trimestre para formar espectadores, pero sí supone un incentivo para despertar, cuando menos, una cierta inquietud. Una futura curiosidad. No podemos exigirles que sepan ver si no les damos herramientas para ello. No podemos pedirles que acudan por gusto a un museo o a una obra de teatro si no les demostramos que es algo divertido, si no les damos instrumentos -desde nuestras materias y nuestra experiencia- para que puedan disfrutarlo.

Debe de ser que mis clases son de lo más light y carentes de contenido, pero creo que aprenden -y aprendo- mucho más en esos días en que salimos y afrontamos el aprendizaje desde fuera del aula, lejos de la pizarra. Claro que eso, obviamente, tan solo es culpa mía, que sigo empeñado en pensar que la educación debería tener algo que ver con el mundo real... Y hasta con este siglo.

sábado, 8 de enero de 2011

PISA y la (in)comprensión lectora

La semana pasada estuve confeccionando un dossier con titulares de prensa -como el que encabeza este post- y citas de mi novela para que la editorial pudiera hacérselo llegar a los medios cuando La edad de la ira esté en las librerías. En muchos de los titulares que encontré se insistía, una y otra vez, en la misma palabra: PISA. No se explicaba con precisión en qué consistía ese sistema de medición del aprendizaje, pero sí que se sacaban conclusiones precipitadas y tremendistas que pudieran llenar las páginas de los diferentes diarios.

Una de las destrezas que mide este sistema es la competencia lectora. Este fue, precisamente, mi primer trabajo como autor de libro de texto hace ya unos años: elaborar un método de lectura comprensiva basado en los planteamientos de PISA. Y quizá, por ello, porque lo he vivido como autor y como docente, tengo una idea un tanto contradictoria sobre este asunto.

Por una parte, es cierto que nuestro sistema tiene enormes deficiencias y que, sobre todo, fomenta la mediocridad, pues no se nos dan los medios suficientes -ni horas, ni profesores-, y la atención a la diversidad (ya sea la de aquellos que no llegan al nivel medio o la de quienes lo sobrepasan) se convierte en una pura entelequia, en algo que -lamentablemente- se hace poco y mal (con las excepciones voluntaristas de siempre, claro).

Pero yendo más allá de comparaciones ridículas -es estupendo saber que la educación secundaria funciona mejor en países donde no tiene 34 alumnos por aula, por ejemplo-, habría que plantearse también si el modelo de PISA es, en realidad, el que nos interesa. Personalmente, y en lo que se refiere a la cuestión lectora, no lo tengo tan claro.

Mis dudas se deben a que este sistema predomina la obtención de información objetiva -lo mecánico, lo productivo- sobre la inferencia y la creatividad. Sí que hay una parte inferencial en ese proceso -es una de sus fases- pero resulta ridícula al lado de la importancia que se da al tratamiento mecánico y acrítico del texto. No se valora la recreación, la interpretación, la personalización, la vivencia del texto como algo más que una mera sucesión de datos que el alumno debe saber ordenar, resumir, colocar y organizar.

En una sociedad como la actual, donde vivimos rodeados -inundados- por la información (en todo tipo de fuentes y formatos) seguimos sin enseñar a los alumnos a enfrentarse a esa nueva realidad: discernir contenidos, seleccionar fuentes, buscar guías y sendas hacia aquello que deseen saber, conocer, investigar. En PISA proponen actividades sobre textos como los manuales de instrucciones con el fin de que los chicos demuestren que son capaces de entender cómo se maneja un teléfono móvil o cómo se enciende una lavadora. A cambio, dudo que PISA pueda valorar si entienden y podrán llegar a emocionarse con las Instrucciones para subir una escalera de Cortázar.

No se puede pretender que nuestros alumnos lean mejor si no se varían los métodos, si no les ayudamos a aproximarse a los textos como adultos (al menos, como los futuros adultos que son), si no les damos instrumentos para la deducción, para el análisis, para ser capaces de ver si una noticia periodística tiene o no ciertas connotaciones, para discernir por qué una novela es o no literaria, para ser capaces de producir sus propios textos y entender la literatura como parte esencial de su -nuestro- acervo vital y cultural.

Cierto: los titulares de PISA revelan una realidad incontestable: el lamentable estado de la educación secundaria en nuestro país y el nulo interés que dicho problema genera no solo a la clase política, sino a la sociedad en su conjunto. Pero quizá habría que plantearse si la lucha contra esa mediocridad en la que nos hemos instalado debe hacerse desde esos u otros planteamientos: ¿PISA es la solución?

Personalmente, creo que quiero ir a una sociedad donde los lectores sean capaces de seleccionar, valorar y juzgar críticamente la información y no donde solo sepan entender con precisión las instrucciones de su ipad. Es más, dudo que nuestros alumnos necesiten leer una sola página de esos -casi siempre mal escritos- manuales.