Se nos habla de excelencia. Se nos cuenta que hay que ayudar a que nuestros alumnos aprovechen todo su potencial. Se nos intenta convencer con argumentos tan demagógicos como populistas y, de repente, se produce un asentimiento mayoritario -y acrítico- ante un tema que olvida algunos obstáculos esenciales para ese supuesto grado de excelencia. Y no, no vamos a hablar aquí de los impedimientos prácticos (que ya enumeramos en un post anterior), sino de cómo el propio diseño curricular de la ESO apuesta, sin duda, por la no-excelencia. Cómo se trabaja para que nuestros alumnos sean cada vez más acríticos, menos creativos y, en cierto modo, menos libres.
Una de las claves del problema reside, cómo no, en la pervivencia de la Religión en la enseñanza pública y en el consiguiente desperdicio de horas lectivas que ello supone. Una lacra injustificable y que se mantiene por miedo al poder la iglesia en lo que -eso dicen- supuestamente es un Estado aconfesional. Como se trata de una asignatura no calificable -sería el colmo que esta catequización tuviese relevancia alguna en los boletines de los alumnos-, hay que crear alternativas igualmente no evaluables para quienes no deseen cursarla. Y, por tanto, surge una idea de esas que solo puede diseñar alguien que hable de educación desde una tribuna o desde un despacho, pero -desde luego- no en un aula.
La idea se llamó MAE (Medidas de atención al estudio) y consiste en perder una o dos horas -según los cursos- a la semana con el propósito de -nadie lo sabe con certeza, por cierto- proporcionar técnicas de estudio y aprendizaje a nuestros alumnos. Por supuesto, en más de un centro, esto se convierte en el visionado continuo y sistemático de cuanta película exista en la videoteca del centro o, en los institutos más conflictivos -y conozco ejemplos de primera mano-, en un continuo desfile del profesor entre los pupitres para evitar, literalmente, que los alumnos se levanten o se agredan entre sí.
Pretendemos -hermosa utopía- que esos alumnos nos atiendan en una asignatura que saben que no tiene consecuencia académica alguna. Una pretensión que resulta tan ridícula como afirmar que si a los adultos -supuestamente responsables y concienciados- nos dan a elegir entre trabajar una hora no remunerada o no trabajarla, elegiremos esto último, aun cuando sepamos que el hecho de no acudir al puesto de trabajo no tendrá consecuencia negativa alguna. Es divertido ver cómo los medios hablan de la cultura del esfuerzo cuando se refieren a los adolescentes y cómo, sin embargo, fomentan la cultura contraria en la mayoría de los personajes (pongan ustedes las comillas que deseen) a quienes dan continua -e inmerecida- relevancia.
Esas horas que regalamos durante la ESO a la Religión y a su inane alternativa, la MAE (obvio la bienintencionada pero ineficaz Historia y cultura de las religiones, a la que, de nuevo, la falta de calificación convierte en un absurdo desde el punto de vista práctico) se las restamos a otras materias que siguen viviendo en un no ya segundo, sino tercer plano en nuestro sistema educativo:
- Son horas que podrían ampliar el maltrecho programa de Educación Física, relegado a dos miserables sesiones semanales, donde apenas se puede formar a los alumnos, lo que justifica -entre otros muchos motivos- la escasa formación deportiva en nuestro país, tan poco apoyada desde el ámbito educativo. Sin olvidar hasta qué punto el ejercicio físico es necesario en esos centros donde queremos que setecientes, ochocientos o novecientos alumnos se pasen seis o hasta siete horas enclaustrados, callados, sentados, atendiendo y produciendo en serie como si de una fábrica de replicantes se tratara.
- Son horas que podrían devolverse a las asignaturas de Educación Plástica y Música, ambas continuamente maltratadas y relegadas a solo dos cursos de los cuatro que componen la ESO. Luego nos sorprendemos -e incluso indignamos- cuando se hacen encuestas en ciertos medios para demostrar que nuestros jóvenes no saben quién es Mahler o no identifican un solo cuadro de Picasso. Lo divertido es que esa ignorancia no es culpa suya, sino de un sistema que no pretende formarles para ello y, a menudo, también de unos padres que se lavan las manos -al igual que muchos docentes- sobre cualquier formación que sea ajena a la que -suponen- sus hijos reciben en las aulas.
Así pues, seguimos asumiendo ciegamente los designos eclesiásticos y creyendo que es normal que un Estado laico asuma la presencia de la Religión en las aulas de los centros públicos. Por no mencionar el divertido detalle de que esos profesores no han pasado por unas oposiciones como las que sí hemos vivido el resto del claustro, sino que son designados de manera más, digamos, directa, por criterios que -como los designios divinos- son inescrutables.
Quieren, nos dicen, una educación que consiga la excelencia. Pero no la excelencia artística. Ni deportiva. Ni cultural. Ni literaria. Ni científica. No. Quieren -está claro- una excelencia que favorezca la segregación, el elitismo y que -de paso- les permita seguir jugando con la opinión pública gracias a esos profesores que detestan su trabajo y que estarían encantados de que sacaran de sus aulas a los alumnos "torpes" para limitarse a aburrir tan solo a los "pacíficos" que, por su estoicismo soportando las charlas del docente de turno, habrán de ser llamados a la más elevada de las excelencias.
sábado, 30 de abril de 2011
martes, 12 de abril de 2011
Aún menos
Nos hablan de excelencia. De calidad de enseñanza. Pero nadie se para a pensar en que esa calidad es imposible si se siguen dando situaciones como estas. Todas, por cierto, son reales y vividas en primera persona. Ahí van:
1. Reducción de grupos de Bachillerato en ciertos centros, pues es un "despilfarro" tener lo que las instituciones educativas llaman "medios grupos", ya sean de ciencias o de letras. Esta supresión trae consigo "grupos completos" de más de treinta alumnos. Este año, con las primeras reducciones, superábamos los 34-36 estudiantes por aula. ¿Llegaremos a los 40 el curso próximo?
2. Concesión tardía -aún hay centros públicos que siguen esperando- de la partida económica del curso vigente, obligando a los institutos a vivir de su remanente -si lo tienen-y provocando consecuencias tan curiosas como limitar el número de fotocopias o impresiones que pueden hacer los miembros del claustro para sus alumnos, pues no hay -literalmente- dinero para pagarlas. Imposible describir aquí los malabarismos que la junta directiva debe hacer para poder salir a flote.
3. Aumento de las horas lectivas -de 18 a 21- y supresión de la reducción horaria a los tutores. Si hasta la fecha, se considera que la tutoría equivale a dos horas -ecuación tan falsa como lamentable: un buen tutor ha de dedicar muchas más horas a su grupo-, ahora se pasa a considerar que equivale a cero horas, lo que -directamente- entra de lleno en el absurdo.
4. Reducción del cupo de profesores en los centros, de modo que será preciso suprimir desdobles y grupos flexibles, favoreciendo -como se puede ver- la atención a la diversidad dentro de las aulas -que, recuerdo, estarán más atestadas de lo normal.
5. Cumplimiento a rajatabla de la norma que impide sacar adelante optativas con menos de 15 alumnos, pues -como es bien sabido- un grupo de menos de 15 estudiantes podría aprender los contenidos con excesiva rapidez y eficacia, es más, podría llegar a ser excelente sin que les hubiera dado permiso para ello. De este modo, asignaturas que sirven de motivación a muchos alumnos -y que, a menudo, son un trampolín para engancharlos a los estudios cuando aflora el desánimo o la frustración- se verán borradas del programa en pro de los eternos refuerzos de lengua y matemáticas que, aunque ninguno lo admitamos, no suelen servir más que para que los chicos acaben odiando la asignatura supuestamente reforzada.
Con datos como estos, me cuesta creer que se esté apostando por la educación y, mucho menos, por la excelencia. En su momento, pude entender mi bajada salarial -esa que hemos sufrido los funcionarios- como una medida que, así lo quiero creer, beneficiaría a un país que necesita de un esfuerzo por parte de todos. Pero me niego a entender que se pueda recortar en lo que, queramos o no, constituye el futuro de cualquier país: la educación, la cultura, la investigación. Entretanto, hay quien -lejos de preocuparse por estos temas- se pelea por conservar el privilegio de sus cacahuetes-business y sus vuelos a Bruselas en primera clase. Y mientras ellos despegan, nosotros -profesores, padres y alumnos- seguimos viviendo un viaje lleno de obstáculos... en segunda.
1. Reducción de grupos de Bachillerato en ciertos centros, pues es un "despilfarro" tener lo que las instituciones educativas llaman "medios grupos", ya sean de ciencias o de letras. Esta supresión trae consigo "grupos completos" de más de treinta alumnos. Este año, con las primeras reducciones, superábamos los 34-36 estudiantes por aula. ¿Llegaremos a los 40 el curso próximo?
2. Concesión tardía -aún hay centros públicos que siguen esperando- de la partida económica del curso vigente, obligando a los institutos a vivir de su remanente -si lo tienen-y provocando consecuencias tan curiosas como limitar el número de fotocopias o impresiones que pueden hacer los miembros del claustro para sus alumnos, pues no hay -literalmente- dinero para pagarlas. Imposible describir aquí los malabarismos que la junta directiva debe hacer para poder salir a flote.
3. Aumento de las horas lectivas -de 18 a 21- y supresión de la reducción horaria a los tutores. Si hasta la fecha, se considera que la tutoría equivale a dos horas -ecuación tan falsa como lamentable: un buen tutor ha de dedicar muchas más horas a su grupo-, ahora se pasa a considerar que equivale a cero horas, lo que -directamente- entra de lleno en el absurdo.
4. Reducción del cupo de profesores en los centros, de modo que será preciso suprimir desdobles y grupos flexibles, favoreciendo -como se puede ver- la atención a la diversidad dentro de las aulas -que, recuerdo, estarán más atestadas de lo normal.
5. Cumplimiento a rajatabla de la norma que impide sacar adelante optativas con menos de 15 alumnos, pues -como es bien sabido- un grupo de menos de 15 estudiantes podría aprender los contenidos con excesiva rapidez y eficacia, es más, podría llegar a ser excelente sin que les hubiera dado permiso para ello. De este modo, asignaturas que sirven de motivación a muchos alumnos -y que, a menudo, son un trampolín para engancharlos a los estudios cuando aflora el desánimo o la frustración- se verán borradas del programa en pro de los eternos refuerzos de lengua y matemáticas que, aunque ninguno lo admitamos, no suelen servir más que para que los chicos acaben odiando la asignatura supuestamente reforzada.
Con datos como estos, me cuesta creer que se esté apostando por la educación y, mucho menos, por la excelencia. En su momento, pude entender mi bajada salarial -esa que hemos sufrido los funcionarios- como una medida que, así lo quiero creer, beneficiaría a un país que necesita de un esfuerzo por parte de todos. Pero me niego a entender que se pueda recortar en lo que, queramos o no, constituye el futuro de cualquier país: la educación, la cultura, la investigación. Entretanto, hay quien -lejos de preocuparse por estos temas- se pelea por conservar el privilegio de sus cacahuetes-business y sus vuelos a Bruselas en primera clase. Y mientras ellos despegan, nosotros -profesores, padres y alumnos- seguimos viviendo un viaje lleno de obstáculos... en segunda.
domingo, 10 de abril de 2011
Atrapados en la ESO
Mientras debatimos sobre el Bachillerato de excelencia (véase el post anterior), cae en el olvido -una vez más- que el problema no se halla en el Bachillerato sino unos años antes, justo en esa palabra de aspecto intocable que da título en nuestro blog: la ESO. Y, en particular, en un ciclo -el segundo: compuesto por los cursos de 3º y 4º- donde, lejos de favorecer la excelencia, se favorece el fracaso escolar, la desidia de los alumnos y el abandono frustrado -y frustrante- de las aulas.
Se trata de dos años configurados -desde el punto de vista curricular- como una amalgama de los contenidos del antiguo BUP -comparen, si no me creen, los libros de sus hijos con los que ustedes tuvieron en sus años de estudiantes- y donde no se atiende a ninguna de estas dos necesidades: ni a los chicos que que quieren cursar algún tipo de módulo que los acerque al mundo profesional, ni a los que desean hacer Bachillerato para, después, ir a la universidad.
Los alumnos que no desean seguir estudiando se ven sometidos a una presión que, a menudo, roza lo insoportable. Se les obliga a retener contenidos y conceptos que les resultan en muchos casos imposibles de aprehender (no olvidemos que son dos cursos obligatorios en los que la amalgama de alumnos y circunstancias personales y sociales es realmente muy heterogénea). En mi caso, por ejemplo, me siento profundamente ridículo cuando, en un aula de treinta y tantos estudiantes, he de intentar que comprendan un poema surrealista lorquiano, sabiendo que muchos de ellos tienen problemas para interpretar correctamente una noticia breve en un periódico. Y, por otro lado, me siento igualmente absurdo cuando me centro en esos problemas de lectoescritura aburriendo a aquellos que sí podrían adentrarse en el mundo poético de Lorca. Para eso, claro, están los desdobles y los grupos flexibles y todo aquello para lo que cada vez hay más recortes y menos medios. Todo lo que sí que favorecería la excelencia -dentro del propio centro: por y para todos- pero que ahora -eso nos dicen- no nos podemos permitir (y que antes, por cierto, tampoco se hacía tanto como se debiera).
Creo firmemente que sería preciso diversificar la ESO en dos caminos -uno orientado al mundo profesional y otro al mundo universitario-, potenciando -además- la vía profesional, tan marginada siempre en todas las reformas educativas y con tan escasos medios y valoración social. Quizá esa bifurcación no sería necesaria si se cumplieran los preceptos de atención a la diversidad que defienden nuestras últimas reformas educativas. Pero, seamos realistas, actualmente esa atención a la diversidad se concreta en aulas de más de treinta alumnos, orientadores y profesores insuficientes (un orientador por ochocientos alumnos en más de un centro), supresión y reducción -la economía manda- de grupos flexibles, conversión de los grupos de diversificación en cajones de sastre donde más de una directiva -y de un docente- intenta librarse de los alumnos que le resultan conflictivos, nula apuesta por la formación profesional (escasas plazas, dotación insuficente, nula valoración social), etc.
En cuanto al segundo grupo, el de los chicos que sí desean hacer Bachillerato para después ir a la universidad -ese donde entrarían los llamados "excelentes"-, el segundo ciclo de la ESO suele aburrirles mortalmente, no solo porque los contenidos de ciertas materias -como la mía, por ejemplo- estén más que desfasados, sino -sobre todo- porque podrían dar mucho más de sí y, sin embargo, resulta difícil motivarles en ese contexto escolar del que estamos hablando. Gracias a todo ello, llegan a Bachillerato mal preparados, con medias inferiores a las que podrían haber obtenido si se les hubiera incentivado el concepto del reto, del desafío del aprendizaje, y con unas carencias que intentaremos sufrir en -tan solo- dos años de Bachillerato, dos cursos donde queremos que aprendan -de repente y sin anestesia- todo cuanto no aprendieron antes.
Por eso supongo, me parece que el debate del Bachillerato de Excelencia es otra de esas polémicas que tanto nos divierten -que si religión, que si educación para la ciudadanía, que si el crucifijo en las aulas, que si el uniforme...-, otra de esas cortinas de humo con la que desviamos el problema de lo realmente importante, de la frustración y el fracaso que ahoga la vida de muchos adolescentes -y, no lo olvidemos, de sus familias: es desolador ver sufrir a muchos de esos padres- por culpa de un sistema que no atiende a la diversidad por mucho que esa palabra se mencione en leyes y disposiciones oficiales. Palabrería burocrática de quienes no han pisado jamás un aula.
Por eso, cuando se habla de flexibilizar el currículo según el centro, o de segregar alumnos, o de cualquiera de esos parches apresurados y no consensuados, me siento aún más apenado, porque creo que no se necesitan vendas que, a medio plazo, acabarán siendo ataduras y problemas nuevos, sino afrontar, de una vez por todas, que el modelo de la ESO no funciona como tal y que hay mucho que cambiar y mejorar en él. Pero hagámoslo entre todos, no con propuestas en las que se anime a que cada centro decida lo que le venga en gana (¿se imaginan lo que pasará en aquellos donde prima la desidia de su directiva -qué gran ocasión para exigirse aún menos- o en los que se imponga el elitismo de sus gestores -qué lujo poder "eliminar" alumnos molestos?, ¿se dan cuenta de hasta qué punto se favorecerá una cierta impunidad difícil de controlar por el resto de la comunidad educativa?).
Y todo esto, por cierto, sin hablar de Primaria, donde seguro que mis compañeros de ese nivel tienen también mucho que decir y que aportar. Pero no: aquí -y no hablo de comunidades, ni de partidos políticos, sino de la educación en general- nunca se escucha a nadie. Nunca se suman voces. Nunca se aprende del pasado ni de los errores. Aquí nos enrocamos en nuestras posiciones por un orgullo malentendido, o por una obstinación que, al final, solo tiene una víctima: nuestros alumnos.
Se trata de dos años configurados -desde el punto de vista curricular- como una amalgama de los contenidos del antiguo BUP -comparen, si no me creen, los libros de sus hijos con los que ustedes tuvieron en sus años de estudiantes- y donde no se atiende a ninguna de estas dos necesidades: ni a los chicos que que quieren cursar algún tipo de módulo que los acerque al mundo profesional, ni a los que desean hacer Bachillerato para, después, ir a la universidad.
Los alumnos que no desean seguir estudiando se ven sometidos a una presión que, a menudo, roza lo insoportable. Se les obliga a retener contenidos y conceptos que les resultan en muchos casos imposibles de aprehender (no olvidemos que son dos cursos obligatorios en los que la amalgama de alumnos y circunstancias personales y sociales es realmente muy heterogénea). En mi caso, por ejemplo, me siento profundamente ridículo cuando, en un aula de treinta y tantos estudiantes, he de intentar que comprendan un poema surrealista lorquiano, sabiendo que muchos de ellos tienen problemas para interpretar correctamente una noticia breve en un periódico. Y, por otro lado, me siento igualmente absurdo cuando me centro en esos problemas de lectoescritura aburriendo a aquellos que sí podrían adentrarse en el mundo poético de Lorca. Para eso, claro, están los desdobles y los grupos flexibles y todo aquello para lo que cada vez hay más recortes y menos medios. Todo lo que sí que favorecería la excelencia -dentro del propio centro: por y para todos- pero que ahora -eso nos dicen- no nos podemos permitir (y que antes, por cierto, tampoco se hacía tanto como se debiera).
Muchos de estos chicos no tardan en ser tachados como los torpes, o como los malos de la clase, marcados con cualquiera de esas perniciosas y crueles etiquetas que, de manera tan poco responsable, a veces les colocamos los adultos. Así pues, su desidia se ve intensificada por su falta de logros: no se sienten capaces y, por tanto, abandonan, de manera que cuando llegue el mes de junio de la que habría de ser su graduación de 4º -después de un año que suele imponer un sufrimiento enorme en muchas de sus familias-, la mayoría no consigue pasar -mejor no les describo cuánto y cómo sufre su autoestima- y ha de esperar a que, en septiembre, el claustro levante -si es generoso- la mano. Sin embargo, ese aprobado en septiembre les aleja ya de los módulos que querían cursar -pues las plazas quedaron cubiertas en junio- y eso les da un pasaje directo y gratuito a un año en blanco -¿los ni-ni son ellos o los estamos fabricando nosotros?-, o a apuntarse a Bachillerato para matar el tiempo y, de paso, acabar odiando la enseñanza reglada para siempre. También los hay -muchos, por cierto- que ni siquieran superan cuarto, de modo que jamás terminan la ESO y se quedan perdidos en un sistema que no les dio una sola opción para engancharse a él. Si pretendemos que la educación obligatoria pase -sí o sí- por comentar el Lazarillo, analizar palabras parasintéticas o entender la poesía de la generación del 27, entonces tenemos un grave problema con la definición de ese adjetivo, obligatorio, confundiendo lo deseable o lo utópico con lo posible y, sobre todo, con lo necesario.
Creo firmemente que sería preciso diversificar la ESO en dos caminos -uno orientado al mundo profesional y otro al mundo universitario-, potenciando -además- la vía profesional, tan marginada siempre en todas las reformas educativas y con tan escasos medios y valoración social. Quizá esa bifurcación no sería necesaria si se cumplieran los preceptos de atención a la diversidad que defienden nuestras últimas reformas educativas. Pero, seamos realistas, actualmente esa atención a la diversidad se concreta en aulas de más de treinta alumnos, orientadores y profesores insuficientes (un orientador por ochocientos alumnos en más de un centro), supresión y reducción -la economía manda- de grupos flexibles, conversión de los grupos de diversificación en cajones de sastre donde más de una directiva -y de un docente- intenta librarse de los alumnos que le resultan conflictivos, nula apuesta por la formación profesional (escasas plazas, dotación insuficente, nula valoración social), etc.
En cuanto al segundo grupo, el de los chicos que sí desean hacer Bachillerato para después ir a la universidad -ese donde entrarían los llamados "excelentes"-, el segundo ciclo de la ESO suele aburrirles mortalmente, no solo porque los contenidos de ciertas materias -como la mía, por ejemplo- estén más que desfasados, sino -sobre todo- porque podrían dar mucho más de sí y, sin embargo, resulta difícil motivarles en ese contexto escolar del que estamos hablando. Gracias a todo ello, llegan a Bachillerato mal preparados, con medias inferiores a las que podrían haber obtenido si se les hubiera incentivado el concepto del reto, del desafío del aprendizaje, y con unas carencias que intentaremos sufrir en -tan solo- dos años de Bachillerato, dos cursos donde queremos que aprendan -de repente y sin anestesia- todo cuanto no aprendieron antes.
Por eso supongo, me parece que el debate del Bachillerato de Excelencia es otra de esas polémicas que tanto nos divierten -que si religión, que si educación para la ciudadanía, que si el crucifijo en las aulas, que si el uniforme...-, otra de esas cortinas de humo con la que desviamos el problema de lo realmente importante, de la frustración y el fracaso que ahoga la vida de muchos adolescentes -y, no lo olvidemos, de sus familias: es desolador ver sufrir a muchos de esos padres- por culpa de un sistema que no atiende a la diversidad por mucho que esa palabra se mencione en leyes y disposiciones oficiales. Palabrería burocrática de quienes no han pisado jamás un aula.
Por eso, cuando se habla de flexibilizar el currículo según el centro, o de segregar alumnos, o de cualquiera de esos parches apresurados y no consensuados, me siento aún más apenado, porque creo que no se necesitan vendas que, a medio plazo, acabarán siendo ataduras y problemas nuevos, sino afrontar, de una vez por todas, que el modelo de la ESO no funciona como tal y que hay mucho que cambiar y mejorar en él. Pero hagámoslo entre todos, no con propuestas en las que se anime a que cada centro decida lo que le venga en gana (¿se imaginan lo que pasará en aquellos donde prima la desidia de su directiva -qué gran ocasión para exigirse aún menos- o en los que se imponga el elitismo de sus gestores -qué lujo poder "eliminar" alumnos molestos?, ¿se dan cuenta de hasta qué punto se favorecerá una cierta impunidad difícil de controlar por el resto de la comunidad educativa?).
Y todo esto, por cierto, sin hablar de Primaria, donde seguro que mis compañeros de ese nivel tienen también mucho que decir y que aportar. Pero no: aquí -y no hablo de comunidades, ni de partidos políticos, sino de la educación en general- nunca se escucha a nadie. Nunca se suman voces. Nunca se aprende del pasado ni de los errores. Aquí nos enrocamos en nuestras posiciones por un orgullo malentendido, o por una obstinación que, al final, solo tiene una víctima: nuestros alumnos.
Claro que creo en la excelencia -por si no lo dejé claro en mi anterior artículo-, claro que defiendo que nuestros chicos reciban la mejor educación posible -y la más adecuada a sus capacidades y a sus intereses-, y por todo ello creo que es necesario y urgente hacer una revisión profunda y seria de la ESO. Pero eso sí: entre todos.
jueves, 7 de abril de 2011
De la excelencia
Nos hablan de un Bachillerato de Excelencia, pero -tras ese nombre tan rutilante- se oculta una realidad cuyo brillo merece, cuando menos, un debate por parte de todos. Se propone crear un centro que acogerá a los "mejores alumnos" (¿quiénes son? ¿los que sacan más de un ocho, así de simple?) y a los "mejores profesores" (¿cómo se les escogerá? ¿de acuerdo con criterios gerontocráticos, como es costumbre?) para que cursen allí el Bachillerato. Personalmente, soy más que receloso ante esta medida por, entre otros, los siguientes motivos:
1. No creo que haya que crear un único "centro excelente": tenemos que pelear por que todos lo sean. Esta medida supone, de manera implícita, rendirse ante la mediocridad y asumir el fracaso escolar como algo inevitable: mientras unos pocos se salven, lo demás puede quedarse en un nivel no deseable ni suficiente.
2. El problema del Bachillerato no se puede abordar en un único instituto -un oasis en medio de la crisis general-, sino que hay que analizarlo de forma global: ¿no será demasiado breve? ¿No habrá que replantearse el segundo ciclo de la ESO? ¿No habrá que valorar hasta qué punto la estructura de la Secundaria actual es un despropósito tanto para los alumnos que no quieren seguir estudiando como para quienes sí lo pretenden? Seguro que muchos padres, alumnos y profesores tienen algo que opinar al respecto.
3. La excelencia tiene mucho que ver con el número de profesores y de alumnos. Este año, con el recorte de puestos docentes tanto ministeriales como por parte de las comunidades autónomas, las aulas de los institutos madrileños se han visto desbordadas y, en mi caso tengo bachilleratos de 34 alumnos (excelentes, por cierto), cifra que me dificulta cualquier tipo de alarde intelectual o, cuando menos, la dificulta.
4. Por otro lado, ¿no se puede incentivar la implicación del profesorado? La atención a la diversidad es uno de nuestros deberes, pero fallan los medios -con más de treinta alumnos por grupo resulta difícil atender a lo heterogéneo- y el compromiso -en ese sentido, ¿no debemos hacer los docentes una autocrítica de nuestra labor? Yo, desde luego, creo que hay cosas (muchas) que debo mejorar y trato de aprender de muchos de mis compañeros para paliarlo. A mi alrededor, sin embargo, no siempre encuentro esa actitud (con la excepción del claustro virtual de Twitter -¿el #twitterclaustro?- donde cada vez hallo más docentes con ganas de innovar, de replantear, de aportar cosas...).
5. Con esta medida, ¿dónde quedan la convivencia, el coaprendizaje, la solidaridad...? ¿Vamos a promover la competitividad darwiniana en la adolescencia? ¿O vamos a intentar que esos "alumnos excelentes" sirvan de ejemplo y motor de sus compañeros? En mi experiencia, por ejemplo, sé bien que si se motiva a esos alumnos que tanto destacan en nuestras aulas, pueden convertirse en piezas clave dentro del grupo, aunque para ello el profesor ha de esforzarse en trabajar la convivencia, evitando el peligroso riesgo de la desmotivación.
6. ¿Los padres que defienden la medida están dispuestos a asumir que sus hijos irán a los centros no excelentes en caso de que alguien decida -con o sin criterio fundamentado- que no lo son? ¿Todos creemos que los alumnos excelentes son los de una determinada media numérica? ¿No son excelentes los que más se implican, los que más trabajan en la vida académica del centro, los más creativos, los más trabajadores, los que más se esfuerzan? Erramos si creemos que eso se refleja en las notas que, en ciertos casos, se basan en evaluaciones apresuradas (¿nuestras calificaciones son infalibles? ¿todos evaluamos con el mismo rigor?) y exámenes donde, a menudo y por pura pereza nuestra, se rellenan huecos o se trazan líneas entre dos columnas de conceptos mal aprendidos y peor memorizados.
7. ¿La falta de valoración de la excelencia no tendrá nada que ver con el culto a la ignorancia de nuestra sociedad? ¿No tienen responsabilidad alguna los medios de comunicación en ese continuo canto a la banalidad que llena televisiones e incluso la prensa escrita? El hecho de que esté mal visto saber, o expresarse con corrección, o no comportarse como un patán, ¿no está relacionado con el continuo elogio a la mediocridad y el mal gusto de esos medios?
Claro que creo en la excelencia, en mejorar, en que cada alumno -sean cuales sean sus capacidades- reciba la atención que merece y que necesita. Pero eso es algo que debe cumplirse con todos y cada uno de nuestros alumnos, con todos y cada uno de nuestros hijos, no solo con un grupo de escogidos. Ese nunca fue el sentido de la enseñanza pública. Y si lo fuera, avísenme, porque, en ese caso, creo que me bajo aquí.
1. No creo que haya que crear un único "centro excelente": tenemos que pelear por que todos lo sean. Esta medida supone, de manera implícita, rendirse ante la mediocridad y asumir el fracaso escolar como algo inevitable: mientras unos pocos se salven, lo demás puede quedarse en un nivel no deseable ni suficiente.
2. El problema del Bachillerato no se puede abordar en un único instituto -un oasis en medio de la crisis general-, sino que hay que analizarlo de forma global: ¿no será demasiado breve? ¿No habrá que replantearse el segundo ciclo de la ESO? ¿No habrá que valorar hasta qué punto la estructura de la Secundaria actual es un despropósito tanto para los alumnos que no quieren seguir estudiando como para quienes sí lo pretenden? Seguro que muchos padres, alumnos y profesores tienen algo que opinar al respecto.
3. La excelencia tiene mucho que ver con el número de profesores y de alumnos. Este año, con el recorte de puestos docentes tanto ministeriales como por parte de las comunidades autónomas, las aulas de los institutos madrileños se han visto desbordadas y, en mi caso tengo bachilleratos de 34 alumnos (excelentes, por cierto), cifra que me dificulta cualquier tipo de alarde intelectual o, cuando menos, la dificulta.
4. Por otro lado, ¿no se puede incentivar la implicación del profesorado? La atención a la diversidad es uno de nuestros deberes, pero fallan los medios -con más de treinta alumnos por grupo resulta difícil atender a lo heterogéneo- y el compromiso -en ese sentido, ¿no debemos hacer los docentes una autocrítica de nuestra labor? Yo, desde luego, creo que hay cosas (muchas) que debo mejorar y trato de aprender de muchos de mis compañeros para paliarlo. A mi alrededor, sin embargo, no siempre encuentro esa actitud (con la excepción del claustro virtual de Twitter -¿el #twitterclaustro?- donde cada vez hallo más docentes con ganas de innovar, de replantear, de aportar cosas...).
5. Con esta medida, ¿dónde quedan la convivencia, el coaprendizaje, la solidaridad...? ¿Vamos a promover la competitividad darwiniana en la adolescencia? ¿O vamos a intentar que esos "alumnos excelentes" sirvan de ejemplo y motor de sus compañeros? En mi experiencia, por ejemplo, sé bien que si se motiva a esos alumnos que tanto destacan en nuestras aulas, pueden convertirse en piezas clave dentro del grupo, aunque para ello el profesor ha de esforzarse en trabajar la convivencia, evitando el peligroso riesgo de la desmotivación.
6. ¿Los padres que defienden la medida están dispuestos a asumir que sus hijos irán a los centros no excelentes en caso de que alguien decida -con o sin criterio fundamentado- que no lo son? ¿Todos creemos que los alumnos excelentes son los de una determinada media numérica? ¿No son excelentes los que más se implican, los que más trabajan en la vida académica del centro, los más creativos, los más trabajadores, los que más se esfuerzan? Erramos si creemos que eso se refleja en las notas que, en ciertos casos, se basan en evaluaciones apresuradas (¿nuestras calificaciones son infalibles? ¿todos evaluamos con el mismo rigor?) y exámenes donde, a menudo y por pura pereza nuestra, se rellenan huecos o se trazan líneas entre dos columnas de conceptos mal aprendidos y peor memorizados.
7. ¿La falta de valoración de la excelencia no tendrá nada que ver con el culto a la ignorancia de nuestra sociedad? ¿No tienen responsabilidad alguna los medios de comunicación en ese continuo canto a la banalidad que llena televisiones e incluso la prensa escrita? El hecho de que esté mal visto saber, o expresarse con corrección, o no comportarse como un patán, ¿no está relacionado con el continuo elogio a la mediocridad y el mal gusto de esos medios?
Claro que creo en la excelencia, en mejorar, en que cada alumno -sean cuales sean sus capacidades- reciba la atención que merece y que necesita. Pero eso es algo que debe cumplirse con todos y cada uno de nuestros alumnos, con todos y cada uno de nuestros hijos, no solo con un grupo de escogidos. Ese nunca fue el sentido de la enseñanza pública. Y si lo fuera, avísenme, porque, en ese caso, creo que me bajo aquí.
miércoles, 6 de abril de 2011
Amigos 4ever
Está escrito con rotulador en su mochila. Un rótulo que la recorre en todas direcciones. Paty & Ali 4ever. Así, sin más letras ni más retórica. Con la seguridad que solo se tiene a su edad, cuando todo es mucho más blanco y más negro. Más evidente y más apasionado. Cuando la realidad se resume en que o se es amigo para siempre o no se es, porque los términos medios no existen. O si existen, no son satisfactorios.
No dejo de mirar esa mochila mientras retomo la lección de ayer. Algo sobre la deixis y sus formas de expresión en castellano. Pero la única deixis que llama mi atención es esa. Esta mochila. Esta promesa. Esta seguridad de que lo verdadero no se rompe. Ni se altera. Ni se cambia. Lo verdadero lo es aquí y ahora. Ahora y siempre. ¿No era eso la deixis?
Deixis y fe ciega en un 4ever que, atravesada cierta edad, ya se sabe mucho más precario. Un 4ever cuya semántica a menudo es incompatible con la amistad. Aunque no lo parezca. Supongo que por eso, entre otras razones, los adolescentes nos dan tanta envidia. Y disfrazamos los celos de preocupación social. De alarmismo cívico. Entonces es cuando hablamos de macrobotellones o de la generación ni-ni (¿la suya o la nuestra?) o de todos esos tópicos eternos desde que el mundo es mundo. Hablamos cargados de bilis, porque hemos olvidado que entonces nosotros también creíamos que existía ese 4ever, que no había traiciones, ni vacíos, ni mentiras. Que los amigos jamás te fallaban y que todo era sincero y cristalino. Altruista. Necesario.
Vuelvo a la deixis y enumero conceptos seguramente inútiles mientras en mi cabeza -bajo mi piel- estallan todos todos los 4ever que no fueron. Todas las traiciones lejanas y presentes. Deixis y escepticismo que intento anular dejándome arrastrar por las miradas que se cruzan en clase. Miradas de amistad. De compañerismo. De curiosidad. De primeros amores. De besos apresurados en el pasillo. De bromas privadas entre clase y clase. De complicidad. De cercanía... Miradas de un mundo común, el suyo, ese en el que a veces nos dejan colarnos como meros espectadores que apenas consiguen entender nada. Así que, para liberar la adolescencia que sé que habita en mí, me paseo incesantemente entre las mesas, con el afán de regresar -gracias a ellos, a cuanto me aportan- a esa parcela de la existencia donde todavía no hay hueco para las traiciones ni las hipocresías, donde todo es real, donde cada amigo es un 4ever que excede cualquier tipo de deixis. Porque su ahora es un siempre. Y eso, entre pupitres y mochilas, es bueno volver a recordarlo.
No dejo de mirar esa mochila mientras retomo la lección de ayer. Algo sobre la deixis y sus formas de expresión en castellano. Pero la única deixis que llama mi atención es esa. Esta mochila. Esta promesa. Esta seguridad de que lo verdadero no se rompe. Ni se altera. Ni se cambia. Lo verdadero lo es aquí y ahora. Ahora y siempre. ¿No era eso la deixis?
Deixis y fe ciega en un 4ever que, atravesada cierta edad, ya se sabe mucho más precario. Un 4ever cuya semántica a menudo es incompatible con la amistad. Aunque no lo parezca. Supongo que por eso, entre otras razones, los adolescentes nos dan tanta envidia. Y disfrazamos los celos de preocupación social. De alarmismo cívico. Entonces es cuando hablamos de macrobotellones o de la generación ni-ni (¿la suya o la nuestra?) o de todos esos tópicos eternos desde que el mundo es mundo. Hablamos cargados de bilis, porque hemos olvidado que entonces nosotros también creíamos que existía ese 4ever, que no había traiciones, ni vacíos, ni mentiras. Que los amigos jamás te fallaban y que todo era sincero y cristalino. Altruista. Necesario.
Vuelvo a la deixis y enumero conceptos seguramente inútiles mientras en mi cabeza -bajo mi piel- estallan todos todos los 4ever que no fueron. Todas las traiciones lejanas y presentes. Deixis y escepticismo que intento anular dejándome arrastrar por las miradas que se cruzan en clase. Miradas de amistad. De compañerismo. De curiosidad. De primeros amores. De besos apresurados en el pasillo. De bromas privadas entre clase y clase. De complicidad. De cercanía... Miradas de un mundo común, el suyo, ese en el que a veces nos dejan colarnos como meros espectadores que apenas consiguen entender nada. Así que, para liberar la adolescencia que sé que habita en mí, me paseo incesantemente entre las mesas, con el afán de regresar -gracias a ellos, a cuanto me aportan- a esa parcela de la existencia donde todavía no hay hueco para las traiciones ni las hipocresías, donde todo es real, donde cada amigo es un 4ever que excede cualquier tipo de deixis. Porque su ahora es un siempre. Y eso, entre pupitres y mochilas, es bueno volver a recordarlo.
domingo, 3 de abril de 2011
Trazos de tiza
Cada vez que entro en un aula, justo antes de coger el borrador para limpiar el encerado, dedico unos segundos a observar qué han escrito o dibujado los chicos en el cambio de clases.
En realidad, no se necesita más que echar un rápido vistazo a la pizarra para descubrir un sinfín de informaciones -un sinfín de trazos- que, de puro cotidianas, nos suelen parecer irrelevantes. Y, sin embargo, en cada uno de los trazos -a veces hechos con tiza, a veces tan solo silueteados con el dedo- se encuentran muchos datos que me ayudan a entender un poco mejor a quienes se sientan frente a mí cada día.
Trazos de su agenda social: cumpleaños, victorias deportivas, premios literarios o simples motivos de alegría que quieren compartir con los demás. Signos de convivencia, de la vida que el grupo -siempre desde su identidad compleja y múltiple- tiene en común.
Trazos de sus emociones o de sus ganas de sentirlas: corazones, flechas, iniciales, emoticonos, los dibujos eternos de los que ni siquiera la generación de la blackberry puede -afortunadamente- prescindir. Trazos, en definitiva, de su forma de ser, de su visión del mundo, de esa fuerza adolescente que dejo que me contagien cuando entro en el aula, porque cada uno de esos corazones (como en aquella canción de Radio Futura) es síntoma de su vehemencia, de su energía, de esas voces que los adultos -sus profesores, sus padres- no siempre sabemos escuchar.
Trazos -a veces oscuros y difíciles- de su convivencia, de problemas enterrados en el ruido del cambio de clases, encerrados en cajoneras de los que no quisieran salir: nombres de alumnos con caricaturas hirientes, insultos semiocultos en una esquina del encerado, burlas cuyos códigos no siempre nos son interpretables pero ante las que no podemos permanecer impasibles y hemos de tomar algún tipo de actitud: reconducir, orientar, encontrar la causa de problema y evitar que suceda. (¿Lo hacemos o borramos deprisa la pizarra para no tener que ver nada en ella?).
Trazos, por último, donde pueden leerse situaciones mucho más graves, fobias y odios que no pueden caer en el silencio y que no debemos borrar como si jamás hubieran estado allí pintados: insultos homófobos, racistas, machistas o esvásticas cuyo significado, a menudo, ignoran. Y no se trata de caer en el tremendismo ni de sacar de quicio lo que, a menudo, no es más que un acto provocador del que no miden su dimensión real, sino de hacerles conscientes de la semántica que hay tras cada uno de esos signos, evitar que los reproduzcan en un calco de lo que ven en la televisión, o de lo que oyen en la calle o en sus casas, o de lo que leen en ciertos foros de internet donde han aprendido que el insulto es el sinónimo del debate.
Por eso, supongo, dedico unos segundos a mirar la pizarra antes de borrarlo todo para empezar a dar mi clase, porque -en términos virtuales- sus trazos son los trend topics del aula ese día. Y quizá, también por eso mismo, me inquietan tanto las mañanas en las que me encuentro con la pizarra limpia y vacía de signos, porque esa ausencia suele ser sinónimo de desidia, o de apatía, o de abatimiento. Síntoma de que esa mañana los profesores no hemos conseguido despertar en ellos ni una décima de la vehemencia y la pasión que encierran. Personalmente, los prefiero cuando garabatean corazones o felicitaciones de cumpleaños en su código tuenti. Entonces sé que todo va bien, que ni siquiera el gris que les rodea en más de una materia, en más de una clase o en más de una asignatura ha podido con ellos.
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