Un sacrificio es, según el diccionario de la RAE, una ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación. En el caso de la actual inmolación de la educación y la sanidad públicas, habría que decidir cuál es esa deidad -abstracta y, seguramente, macroeconómica- a la que le estamos ofreciendo el futuro de nuestros jóvenes.
Mientras lo decidimos, se nos siguen pidiendo esfuerzos titánicos -sacrificios, claro- y se justifica todo con un "es necesario" que jamás da respuestas a nuestras preguntas. Porque todos somos conscientes de la gravedad del momento, de la exigencia de tomar medidas inmediatas. En lo que discrepamos es en la identidad de las víctimas de esas medidas y, sobre todo, en la eficacia de sanar un sistema podrido aumentando, todavía más, su prodedumbre.
Pretender que vamos a salir de esta crisis malvendiendo el sistema educativo y condenando a una formación deficiente a las nuevas generaciones es, cuando menos, un signo de miopía. O de ceguera. O quizá -y eso sería peor- sea una técnica para que, cuando la situación se calme, haya una gran masa de gente no preparada, no formada, no crítica a la que dominar sin demasiados contratiempos.
Entretanto, se nos habla de fracaso escolar -las cifras españolas siguen estando muy por encima de lo que deberían- y se nos ofrece como medida antifracaso -y antiabandono- algo tan útil como abarrotar las aulas el curso próximo, como suprimir Bachilleratos, como eliminar plazas de -la tan necesaria- FP y otro sinfín de ideas igualmente poco fundamentadas y, desde luego, erróneas.
Desde el curso próximo, los profesores cobraremos menos que nunca -tras dos bajadas de sueldo consecutivas: y eso si no viene alguna más, cosa que ya ninguno descartamos-, los que estemos en activo daremos más horas de clase que nunca -prepararlas será, directamente, una utopía- y nuestros compañeros interinos seguirán en las listas del paro -desaprovechando todo su potencial docente- y, cómo no, también tendremos más alumnos por grupo que nunca -de modo que individualizar el aprendizaje y atender a la diferencia en aulas de cuarenta estudiantes se quedará para algún que otro artículo pedagógico bienintencionado y de nula aplicación en las aulas. Haemos lo que podamos, claro, porque hay mucho vocacional en este gremio -a ratos me pregunto cómo conseguimos mantener viva esa energía y ese amor por nuestro trabajo-, pero ese "lo que podamos" está tan limitado por las coordenadas reales que cada vez se hace más diminuto. Apenas perceptible.
Las familias -supongo que la culpa es suya, por ser familias trabajadoras- tendrán que hacer una inversión aún mayor en comedores escolares, perderán becas y deberán decidir de qué prescinden si quieren que sus hijos puedan cursar estudios universitarios gracias a la subida de tasas. Qué curioso, a los sacerdotes de esta desconocida deidad les han bastado unos meses para dinamitar -o, al menos, para intentar hacerlo- el fin esencial de la educación pública: su capacidad para servir como ascensor social, como un método de progreso, de construcción personal, un instrumento que permite -al menos, permitía- que la igualdad no resida en la suerte de dónde has nacido, sino en el esfuerzo de cómo has peleado por hacerte a ti mismo.
Nada de eso tiene mucho sentido a ojos de esa deidad -pónganle el nombre que prefieran- a la que estamos sacrificando nuestro presente. Y, peor aún, el futuro de nuestros alumnos. Y de sus hijos.
1 comentario:
Mientras no se reduzcan los cargos políticos y los corrruptos de este país sigan tan campantes, mientras sigamos manteniendo esta lucha titánica contra los Mercados, dígase los ricos y sus secuaces políticos que apoyan a los suyos, es decir, son ricos, lo que nos queda es salir a la calle y en las próximas elecciones votar a quien menos daño haga al pueblo llano, que es el que sufre la crisis de verdad.
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