sábado, 25 de diciembre de 2010

El despropósito de las juntas de evaluación

Qué mala suerte apellidarse Martínez. O peor aún, Ruíz. Qué mala suerte no caer entre los primeros de la lista, porque -de otro modo- los chicos jamás se ganarán unos minutos -tres, cuatro, tal vez cinco- en los que los profesores discutan sobre su futuro académico. Qué poco tiempo les espera a los que están en la segunda mitad de la lista, aquellos que se topan -por puro azar alfabético- con un claustro cansado, ansioso por regresar a casa y harto de escuchar cotilleos y rumores -a menudo, improcedentes- sobre las clases de las que se ha ido hablando a lo largo de la tarde de evaluación.

En teoría, las juntas de evaluación tienen como fin poner en común no solo las calificaciones, sino también la visión que cada docente tiene de sus alumnos, de manera que se detecten problemas y, en la medida de lo posible, se hallen soluciones. En la práctica, esas juntas son reuniones en las que los asistentes intentan despacharlo todo lo antes posible, donde hay quien se divierte dando datos privados y familiares de nula relevancia pero potencialmente morbosos y en las que se puede llegar al extremo -como le pasó a un amigo mío este curso- de tener a un colega "cronometrando" el tiempo que se tarda en cada alumno: "vamos, que ya van diez minutos y aún queda media lista". Gracias a esos energúmenos, se puede revisar en menos de treinta minutos un grupo de treinta y cinco alumnos (ahora, calculen).

A tan fructíferas juntas de evaluación acuden también los representantes del equipo de orientación, a quienes no se les escucha porque, a fin de cuentas, solo son psicólogos y pedagogos, de modo que pueden tener opiniones fundamentadas que vayan en contra de la ley del mínimo esfuerzo defendida por gran parte del claustro. A cambio, de clasifica a los alumnos en buenos y malos con notable facilidad -a veces la adjetivación es aún más dura- y se les compara sin pudor alguno, en símiles que alcanzan lo insultante cuando los comparados son dos gemelos o mellizos que comparten clase.

Antes de terminar cada uno de estos festivales de la insensatez, se permite -en ciertos centros- que entren el delegado y el subdelegado del grupo a transmitir sus quejas y sugerencias sobre el funcionamiento del curso. Lo normal es que sus palabras se acojan con suspicacia -es decir, con el claustro a la defensiva- y que haya algún profesor que -como también he visto este año en más de un caso- pierda los papeles, infantilizándose y contestándoles como si fuera otro adolescente más, solo que con una posición de poder que hace inaceptable su intervención.

El tutor se encarga de presidir la junta evaluadora de su grupo, supuestamente para poder conducir y orientar los juicios de sus colegas, que deberían escuchar los criterios de todos ante casos dudosos, conscientes de que una calificación no puede ser tan solo un número. Sin embargo, el tutor suele darse de bruces con un muro insalvable, pues nadie admitirá jamás que su cuatro pudiera ser un cinco o que su cinco pudiera ser un seis. Todos los profesores poseen -en dosis individuales y dogmáticas- la esencia eterna de la verdad y nada que diga o haga el resto servirá para disuadirles.

Por supuesto que hay excepciones (pocas), pero gracias a la ineficacia de estas reuniones se llega a disparates como puntuar con un 2 en Lengua a un niño de 1º de la ESO que se esfuerza, que trabaja, que lucha por llegar a un resultado digno y al que, sin embargo, le falla la base y le mata la ortografía. El premio a todo ese esfuerzo es un 1 -"matemático y preciso", afirmó su profesora- que se quedará en su boletín durante todas las Navidades. La consecuencia es que el alumno -un niño de doce años, apenas un recién adolescente- se desmotiva, se despide de su autoestima -solo sus padres saben lo que está costando remontarla- y resulta mucho más duro que antes convencerle de que merece la pena no tirar la toalla, porque en su primer año de secundaria ya ha aprendido una primera y valiosa lección: en este sistema educativo de décimas y pruebas pro-PISA, el esfuerzo no sirve para nada.

Solo espero que, en estas Navidades, a todos esos docentes les traigan ingentes cantidades de carbón... Por estricto orden alfabético, desde luego.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cal y arena

Nunca he tenido muy claro qué era lo bueno y qué lo malo. Cosas del refranero, supongo. El caso es que ayer fue un día en el que -como sucede siempre en las sesiones de evaluación- hubo un poco de todo, así que haremos una breve síntesis de los hits del martes...

Dos de cal
1. Sobre la interdisciplinariedad
A todos se nos llena la boca con frecuencia sobre lo poco que saben nuestros alumnos, sobre lo mal preparados que vienen en tal o cual materia, sobre la escasa cultura general que parecen poseer. Sea o no cierto, el caso es que tengo la sensación -absurda, seguro- de que un mayor esfuerzo interdisciplinar podría solventar ciertas lagunas. Evidentemente, lo interdisciplinar supone trabajar en equipo y, en definitiva, exige coordinarse, prepararse, reunirse, entenderse. Demasiados verbos reflexivos y demasiado esfuerzo como para que alguien se anime a ello: el autismo es una fórmula pedagógica mucho más eficaz. Sin duda.

El caso es que me ha surgido la opción de mover una actividad interdisciplinar -palabra tan difícil de teclear como de conseguir- con otro par de departamentos. Yo me encargaría de todo, tan solo necesito un sí, un de acuerdo, o un movimiento de cabeza (de arriba abajo y de abajo arriba) para ponerme con ello. Ni siquiera pido colaboración, ni trabajo conjunto, qué va, solo pido que me dejen organizarlo a mí y que, al menos, no me miren mal por plantear algo diferente.

Pues bien, la reacción no es ni siquiera un adelante, o un bueno, o un triste no me importa, no, la reacción es pedirme que no haga nada que suponga restar clases llevando a los alumnos a dicha actividad, porque está claro que en cada 50 minutos damos unas dosis imprescindibles de sabiduría y todo lo que esté fuera de esa pizarra no será jamás igualmente formativo. Faltaría más...

2. Sobre la irresponsabilidad
¿Se pueden tomar medidas drásticas contra un profesor que incumple grave y sistemáticamente su trabajo?

Quiero creer que sí, pero lo dudo. Y lo dudo cuando pueden pasar situaciones como la que viví ayer, al comprobar que mi grupo de 2º de Bachillerato -sí, esos que se juegan el paso a la universidad- no tenían la calificación de una de sus materias. La profesora responsable no había comunicado esas notas, ni mostrado los exámenes, ni introducido las calificaciones en el sistema informático donde estamos obligados a registrarlas. Refugiada en una baja -sí, pueden sospechar: yo lo hago- se limitó a enviar un e-mail a la dirección de Jefatura de Estudios que, supuestamente, estaba destinado a mí y donde figuraba un listado de notas que pretendía que tomásemos en consideración durante la evaluación de mis alumnos.

Como estoy cansado del corporativismo y de otras milongas que no sirven más que para seguir tirando piedras contra nuestro tejado, me negué a introducir esas notas -recibidas por un cauce del todo irregular y fuera de plazo- y, afortunadamente, conté con el respaldo de la directiva para ello. Lo triste es que esa profesora está afectando a muchos más alumnos (diversos grupos completos de Bachillerato) y, de momento, no hay medida contundente alguna que pueda ser tomada. Es más, este problema ya se dio en anteriores centros y ha llegado tal cual hasta hoy. Y lo que nos quede...

2. Una de arena
Esta evaluación he corregido -si cabe- aún más de lo habitual. Decidí que era preciso que mis alumnos, a los que someterán a unas pruebas ridículas y mecánicas en la Selectividad, pudiesen expresarse y ser críticos con el contenido de la materia que les imparto. ¿Se puede enseñar literatura desde la captura de datos triviales o anecdóticos? Estoy convencido de que no. Lo malo es que, tras tantos trabajos escritos, he terminado realmente agotado. Resulta difícil encontrar tiempo para leer y valorar los trabajos de tus alumnos si cada grupo de Lengua y Literatura se compone de una media de 35 alumnos gracias a los recortes de nuestra siempre querida Comunidad.

Y hoy, roto tras una semana especialmente dura, una de mis alumnas ha venido a hablar conmigo. Es una chica inteligente, creativa, interesante. Una futura arquitecta, según sus deseos, que estoy seguro de que conseguirá cuanto se proponga por méritos y por esfuerzo. Y, de repente, me sorprende diciéndome que quiere hacer también Periodismo, o Comunicación, o cualquier otra carrera donde dar rienda suelta a sus ganas de escribir, porque hasta que empezó a hacerlo en mis clases no era consciente de que tuviera talento para ello. Es más, se veía negada en ese aspecto.

En momentos como es cuando piensas que corregir sí que tiene sentido, que a veces el sobreesfuerzo que se hace rotulador en mano sí que tiene algún fin. Y, desde luego, después de esto pienso seguir pidiendo que escriban, que opinen, que comenten. Pienso seguir llegándome pilas de trabajos a casa, porque mi objetivo no es que sean productivos -que es lo que de ellos pide la Selectividad- sino que sean creativos, críticos y adultos -que es de lo que de ellos debería pedir nuestro desenfocado Bachillerato.

jueves, 2 de diciembre de 2010

"La edad de la ira" en Facebook

Se va acercando la fecha de su publicación (febrero está a la vuelta de la esquina) y mi novela, La edad de la ira, se estrena en Facebook. A todos los que os interesen los textos de este blog seguramente también os apetezca adentraros en su historia, ya que se trata de un thriller en el que la investigación de un suceso atroz conduce a sus protagonistas a una intensa, descarnada y personalísima reflexión sobre el sistema educativo.

Os dejo aquí el enlace para que podáis curiosear sobre su argumento, sus temas, sus novedades... y, cómo no, también para que hagáis clic, sin ningún tipo de complejo, en el correspondiente Me gusta. Y solo espero que, cuando la leáis, ese Me gusta sea sincero... ;-)

martes, 30 de noviembre de 2010

Alegre regocijo

Evidentemente, los profesores de Secundaria y Bachillerato que trabajamos en la enseñanza pública madrileña tenemos muchos motivos para estar contentos. Entre ellos, podemos mencionar datos como estos, todos ellos causa de extremo regocijo:

- supresión de las licencias remuneradas por estudios,
- supresión de las horas para desarrollar proyectos de centro (tales como bibliotecas escolares, gestión de nuevas tecnologías...) en pro del aumento de horas lectivas por profesor,
- supresión de desdobles y grupos de apoyo para los alumnos con dificultades,
- aumento del número de alumnos por aula,
- reducción drástica del número de orientadores...

Y todo esto sin contar con minucias como la segregación del alumnado a la que conduce el actual espejismo del sistema bilingüe (a eso mejor le dedicamos otro post: el tema lo requiere), la bajada de sueldo -sí, esa misma a la que nos hemos visto sometidos todos los funcionarios- o los dos millones de euros que se ha gastado la Comunidad de Madrid en una campaña inútil y demagógica afirmando que apoyan (sin que nadie sepa aún cómo) a los profesores.

Pues bien, a raíz de estos hechos se convoca para la tarde del martes 30 de noviembre una concentración ante la Consejería de Educación, en la calle Alcalá. Dicha concentración es una iniciativa del sindicato CNT y, en un ejercicio de absoluta coherencia, otros dos sindicatos "rivales" convocan un acto informativo -el mismo día y a la misma hora, solo que en lugar muy diferente- sobre el tema del concurso de traslados (ver post anterior). Ni unos ni otros difunden bien su información y la poca que llega no causa efecto alguno en los claustros donde se explica el motivo de cada una de sus convocatorias.

El profesorado, que muestra su crispación en recreos y cafés, se encoge de hombros y, como hace frío, decide quedarse en su casa, que es donde más a gusto se está. Por supuesto, encontrarán rápidas justificaciones para su pasividad ("a mí los sindicatos no me representan", "no me enteré a tiempo", "me era imposible acudir", "no tengo nada que ver con CNT, mi causa es otra"...). No sé, cualquiera sirve. Gracias a todo ese arsenal de excusas, hoy delante de la Consejería no sumábamos, siquiera, veinticinco personas. Por supuesto, el sindicato convocante -había más policías que manifestantes- se ha encargado de pervertir el acto lanzando con su megáfono unas proclamas para las que yo no había sido convocado (es bonito concentrarse para protestar por la enseñanza pública y encontrarse con un panfleto espontáneo pro-anarquía, con ese tufillo reconcentrado a utopía demodé que se gastan algunos).

Lógicamente, si hubiéramos sido muchos más profesores, si hubiera habido más sindicatos, si hubiera algún tipo de sentido de unión o de solidaridad o de compromiso en este triste -apático y conformista- gremio al que pertenezco, esas consignas habrían sido ahogadas por las voces de quienes tenemos un grito común que lanzar. Un grito a favor de la educación, de la calidad de la enseñanza (esa que no miden los tests estúpidos de Esperanza Aguirre), un grito necesario y urgente, pero que se queda para la sala de profesores o para las guardias de recreo. Actuar requiere demasiado esfuerzo y, cada vez lo tengo más claro, muchos de los que han escogido la docencia lo han hecho precisamente para encontrar un lugar en el que ser tan pasivos como siempre desearon, encerrados en la reiteración monótona de contenidos y actividades sin más alma que la tinta borrosa y aburrida de sus apuntes de antaño.

Esta tarde no solo he sentido no solo tristeza. Sino también un profundo bochorno. Por falta de cultura democrática. Por falta de implicación. Por falta de rebeldía. Porque me agota la pasividad que me rodea y la capacidad para tragar con todo cuanto nos imponen. Supongo que en la consejería se habrán reído al comprobar lo barato que les sale atacarnos. E imagino que, ante la obviedad constatada, seguirán haciéndolo.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Concurso (kafkiano) de traslados

Este curso coordino -por tercer año consecutivo y, cómo no, en mi tiempo libre- la revista de mi instituto. Además, por ese virus vocacional que nos afecta a unos cuantos, he creado un grupo de teatro con chicos desde cuarto de la ESO a Segundo de Bachillerato. De ambas actividades obtengo una nula remuneración -tanto económica como en forma de créditos o puntos- pero son dos tareas que asumo por el mero hecho de que creo en su importancia y en su validez desde el punto de vista educativo.

Acepto que se trata de algo que hago de forma voluntaria e incluso empiezo a resignarme a que, desde el sistema y la Administración, no se valore lo más mínimo ese esfuerzo (ni se tengan en cuenta que son muchas, muchas, muchísimas horas). A menudo me hace gracia escuchar las quejas de algún padre por "lo poco que hacemos fuera de nuestro horario". Bien, yo lo hago. Y n soy el único (aunque, admitámoslo, tampoco somos -ni mucho menos- mayoría). Pero me pregunto cuántos de esos padres que se quejan dedicarían horas extras de su tiempo a hacer más y mejor para su trabajo. Cuántos se quedarían fuera de horario en la oficina si no hubies algún tipo de retribución a cambio.

Pero aun asumiendo el rasgo vocacional y el pseudoesclavista, lo que no puedo aceptar es que ni siquiera se me deje tiempo para dedicarme a esas labores que sí creo realmente instructivas y que, a cambio, se me obligue a perder ese mismo tiempo en tareas burocráticas que se repiten año tras año -cual mito de Sísifo- como el evento anual de de rellenar -por vigésimonovena vez- los mismos papeles del llamado concurso de traslados.

En principio, este año debería de haber sido sencillo. Es mi tercer concurso, así que solo tendría que presentar los méritos acumulados en estos dos últimos años, de modo que pasasen a sumarse con los méritos ya inscritos. Pero no, porque -oh, sorpresa- ha cambiado el baremo y, cómo no, se nos obliga a presentar absolutamente todo cuanto queramos que sea contabilizado desde que comenzamos a ser funcionarios hasta hoy. Y ese todo incluye papeles, certificados y ejemplares de libros que ya hemos entregado en más de una ocasión (oposiciones incluidas). Papeles y certificados que, para colmo del surrealismo, se hallan en manos de la propia Administración, a quien hemos de solicitárselo para luego volvérselo a entregar.

Y así, entre mostradores de información, páginas web y solicitudes telemáticas, he pasado ya casi una semana. Luchando por robar horas a la gestión de esta infame actividad con el único fin de dedicárselas a lo que realmente debería de importar: la educación. Afortunadamente, mi trabajo se encuentra a diario con tantas trabas y papeles que esa tarea resulta imposible y eso nos garantiza, una vez más, que seguiremos formando alumnos acríticos, aburridos y hartos de soportarnos clase tras clase. Es mejor que todo siga así, no vaya a ser que actividades como el teatro o la revista escolar -entre otras muchas- infundan en ellos ganas de aportar algo que se salga de lo previsto y acabemos descubriendo que la educación pública -en realidad- sí que es posible, solo basta con dar un instrumento tan sencillo y valioso como el tiempo para que eso suceda.

Ahora, si me permiten, les abandono para volver a consultar por vigésima vez la convocatoria del BOCAM, que aún me quedan muchos méritos -de los que ellos sí que consideran, aunque no guarden relación alguna con la enseñanza- que valorar.

lunes, 15 de noviembre de 2010

La PAU y el exterminio de los lectores

Hasta el momento solo lo sospechaba. Pero hoy ya es oficial. Al fin he podido comprobar que las comisiones de sabios -porque lo son, sin duda- que elaboran los exámenes de acceso a la Universidad tienen un único objetivo: exterminar de una vez por todas a ese extraño grupo humano que denominamos lectores, una tribu de resistentes a lo Blade Runner que se empeñan en disfrutar de los libros en lo que, sin duda, constituye un terrible atentado contra los más elementales principios de nuestra contemporánea, belenista y analfabeta sociedad.

¿Y cómo se consigue acabar de raíz con ese vicio tan extendido de la lectura? Pues pervirtiendo asignaturas que, en su origen, podrían motivar a los alumnos para que se acercaran a esos objetos peligrosos llamados libros y convenciéndoles de que no encontrarán en ellos nada que no sea rancio, obsoleto, aburrido y tedioso. Un plan maestro, ¿no les parece?

Así, esta tarde, he asistido a una interesantísima -doblen el ísima si lo prefieren- reunión en la Universidad Autónoma donde se nos ha presentado el nuevo modelo del examen de Literatura Universal para la PAU (Prueba de Acceso de la Universidad) 2011. Dicho modelo -que se basa, cómo no, en un comentario de texto semicanónico y en el vomitado posterior de un tema convenientemente memorizado por los alumnos: los métodos educativos evolucionan que da gusto, como ven- va a acompañado de un listado de lecturas obligatorias que demuestra con cuánto tino disparan estos francotiradores de la literatura.

Ya el año pasado, las Universidades -al menos, las madrileñas- comenzaron con su extermino oficial de lectores, prohibiendo -en un acto de lo más orwelliano- la presencia de cualquier texto sospechoso de ser literario en el comentario de texto de Lengua y Literatura Española II -asignatura de la que se pide un nivel entre patético y risible en nuestra actual Selectividad-; pero no contentos con ello, este curso han decidido acabar con los pequeños grupos rebeldes que puedan existir en ese foco de Resistencia llamado Humanidades y Ciencias Sociales. Esos que se empeñan en hacer Literatura Universal y que creían que allí podrían dar rienda suelta a su sucia adicción intelectual.

He aquí algunas de sus técnicas disuasorias, por si alguien quiere imitar dichos procedimientos:

1. Se han de leer tres de las novelas cortas del Decamerón y, curiosamente, se obliga a los alumnos a aproximarse a tres de los relatos más anodinos, tristes, moralistas y aburridos de todo el libro. Ninguno de ellos tiene ni el más mínimo rastro del humor, del vitalismo y del erotismo (¡no hay ni rastro de sexo!) que caracteriza a esta joya de la narrativa del XIV. Solo alguien que quiere evitar que los adolescentes se acerquen a la prosa de Boccaccio puede elegir tres títulos como esos, absolutamente alejados del contenido jocoso, morboso y anticlerical de esa magnífica colección de relatos. Desde luego, no habrá alumno que, tras analizar con detalle dichos cuentos, vuelva a abrir el Decamerón en toda su vida. Objetivo logrado, pues.

2. Después, de entre toda la producción dramática de Shakespeare, se escoge la emocionantísima y desconocidísima obra de Romeo y Julieta. Supongo que son conscientes de que es peligroso probar con Otelo -les podría fascinar el personaje de Yago e incluso puede que lo leyeran con avidez, deseando ver cómo acaba esa trama. Y peor aún acercarse a las brujas y a la ambición de Macbeth -que podría suscitar en ellos algún tipo de debate o de controversia. Y, desde luego, sería un error absoluto probar con Hamlet, no vaya a interesarles su locura, o su historia de amor con Ofelia, o su compleja y morbosísima relación con su madre la reina. No, mucho mejor obligarles a leer el único texto que ya conocen, que han visto en mil versiones y que no les supondrá reto intelectual alguno. Así les convencemos de algo esencial para conseguir el exterminio perseguido: no merece la pena leer nada porque todo es siempre igual, monótono y repetitivo. Total, Shakespeare apenas escribió nada más que eso.

3. Por supuesto, de la literatura romántica no se apuesta por un drama desmedido y revolucionario de Schiller, ni por un texto de Byron, ni por una obra de Víctor Hugo. No, claro que no, que el romanticismo es muy peligroso y tiene demasiados puntos de conexión con la adolescencia como para correr esos riesgos. Así que, en vez de la poesía provocadora y exultante de Byron, se escoge la poesía de Keats y la de Coleridge, que son -básicamente- las que más lejanas se hallan de los intereses de los lectores de esta edad (la Oda a un ánfora griega de Keats les va a encantar, seguro). Y eso por no hablar de que dudo de que haya muchos profesores de Secundaria expertos en las baladas de Coleridge, la verdad. Es más, viendo el nivel que veo a mi alrededor, dudo que incluso las hayan leído alguna vez.

4. Y, cómo no, ni un resquicio en todo el programa para algún tipo de lectura que se salga de lo estrictamente canónico. Ni novela negra -total, Hammett y Chandler son dos autores de pacotilla-, ni ciencia ficción -Huxley, Orwell, K. Dick, Bradbury, Tolkien..., cuentos para críos-, ni nada perteneciente a la segunda mitad del siglo XX, pues como todos sabemos la última novela que se escribió fue la archileída Metamorfosis de Kafka. Después puede que se haya publicado algo (¿en serio? ¿de verdad?), pero los planes de estudio no tienen noticia de ello... Ah, y tampoco saben que existen las autoras (no hay ni una sola mujer en todo el listado: todo un récord).

Está claro que la literatura resulta incómoda y molesta en esta sociedad. No es bueno alentar a pensar -y mucho menos, a crear- en nuestros tiempos, así que las comisiones universitarias están haciendo con gran celo y esmero su trabajo, consiguiendo -de modo paulatino pero firme- su objetivo. Cada curso que pasa, tenemos más alumnos capaces de hacer como máquinas un examen concreto -nos pasamos un año instruyéndoles en su resolución, que no enseñándoles-, pero incapaces de ser realmente críticos, de pensar por sí mismos, de convertirse en adultos con una cierta madurez intelectual. Resulta hipócrita culparles por no querer acercarse a los libros, cuando el sistema les ha dejado bien claro que leer es aburrido, repetitivo y absurdo, de modo que es mejor no formar parte del clan de los lectores, salvo que estén dispuestos a jugarse la vida y ser, cuando se tercie, convenientemente exterminados.

Lo dicho, puro Blade Runner.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La edad de la ira

Hoy hacemos una breve pausa en nuestro (crítico) anecdotario escolar para presentar una novela del autor de este mismo blog, un tal Fernando J. López (sí, un servidor), que saca en febrero con Espasa La edad de la ira, un texto de ficción donde laten muchas ideas, emociones y vivencias análogas a las que se van plasmando en este blog.
Un thriller contemporáneo y urbano en el que, a partir de la intersección de múltiples puntos de vista, se teje un puzle que intenta reflejar el microcosmos que es cualquier instituto. Un relato en el que la intriga -la investigación de un truculento e inexplicable doble crimen- nos permite, además, adentrarnos en las vidas de profesores, alumnos y padres, observando cómo se funden, mezclan y confunden y hasta qué punto pueden influir esas horas -y ese aprendizaje- en todos ellos.
De momento, les dejo aquí la cubierta de la novela y, más adelante, seguiremos dando detalles -en esta misma pantalla- sobre su lanzamiento ;-)

domingo, 7 de noviembre de 2010

No, claro que no funciona

Jueves. En la clase justo antes del recreo. Un grupo de segundo de la ESO corre alrededor del instituto en lo que, supuestamente, es una sesión de Educación Física. Nadie parece controlarles -o, en caso de hacerlo, ejerce dicho control a una distancia prudencial-, así que los chicos comienzan a relajarse y sustituyen la carrera por el paseo, y al paseo le suman la charla, el chiste, el mp3, alguna llamada de móvil o, por qué no, un buen toque de bocina a las bicicletas que están aparcadas junto al muro donde estoy dando clase ahora mismo.

La sucesión de los alumnos -que contemplo mientras intento hacer un examen a mis alumnos de Bachillerato- me recuerda a alguna escena de esas screwball comedies que tanto me gustan, de modo que cada vez es más surrealista la actitud y los gadgets de los chavales, cada vez más ajenos a que se encuentran -siempre supuestamente- en una clase más. Y en medio de ese maratón que pareciera un gag de Muchachada Nui, aparece un chaval con ganas de llamar la atención que decide, secundado por otros dos amigos, gritar un gigantesco Heil, Hitler! a pleno pulmón.

Sus secuaces le ríen la gracia y yo finjo no escucharlo, pretendiendo que es solo uno de esos gritos provocadores que mis alumnos lanzan de vez en cuando y que no tienen fondo alguno detrás. Pero las vueltas se suceden y, justo después del nuevo bocinazo de otro de sus compañeros de clase, el mismo chico vuelve a gritar, esta vez, con más fuerza aún su Heil, Hitler! anterior.

El grito se repite durante un par de vueltas más y cada vez me resulta menos comprensible. Me pregunto si debo intervenir, pero sé que poner en duda la autoridad de un compañero mientras da su clase se considera poco menos que un ataque personal, así que me trago las palabras y me limito a procesar el desconcierto y la tristeza que esta situación -una mera anécdota, supongo- me provoca. Que el chico del Heil, Hitler! sea negro solo añade un punto más de absurdo a la situación y me pregunto si -en sus años de primaria y de secundaria- nadie le habrá hablado de lo que esa consigna supone, de lo que trae detrás, de lo peligrosas que son sus secuelas y de cómo esa estela, lamentablemente, sigue todavía viva en nuestra sociedad.

Quizá la anécdota me parecería menos triste si no acabara de vivir un episodio de homofobia tan solo unos minutos antes en uno de los pasillos de ese mismo centro escolar. O si no hubiera escuchado un comentario racista en el metro justo antes de bajarme en mi parada. Quizá la anécdota me habría parecido una chiquillada si no me pareciera tan peligrosa y si no viera tantos signos de radicalización -adulta y adolescente- a mi alrededor. En este Madrid tan moderno y tan siglo XXI. Un Madrid que, me temo, está lleno de aristas oscuras y áridas que aprovechan las grietas de la crisis para emerger de las tinieblas donde habíamos creído sepultarlas.

Lo que resulta evidente -pienso mientras la ronda de chavales aburridos se sigue sucediendo alrededor de mi instituto- es que este sistema, definitivamente, no funciona. No, no funciona si a la quinta vuelta son ya cinco -no uno- los chavales que gritan ese mismo Heil, Hitler! No funciona si los demás que lo escuchan no muestran desagrado sino tan solo complicidad. No funciona si todos acaban riendo la gracia y aportando su particular granito de arena con nuevos toques de bocina con los que coronar como el nuevo Führer del patio a ese chico de trece años que no sabe el horror que encierran las dos palabras que pronuncia con tanta intensidad.

Afortunadamente, antes del sexto grito sonó el timbre del recreo. Y al menos, durante veinte minutos, pude encerrarme a solas en el departamento, fingir que no existía el mundo exterior en torno a mí y convencerme de que este trabajo sí que tiene sentido. Aunque a veces no sepa bien cuál es. Ni si vale la pena seguir buscándoselo.

martes, 26 de octubre de 2010

Ahogado

Hace ya dos años -este será nuestro tercer curso- me embarqué en el proyecto de fundar una revista en el instituto donde trabajo. No fue, en realidad, una iniciativa mía, sino que la idea surgió gracias a la propuesta de dos madres interesadas en fomentar la participación de los alumnos en la vida del centro.

Al principio me dio algo de miedo verme metido en una aventura como esa -más tiempo, más responsabilidad, más trabajo-, pero pronto me di cuenta de que ese esfuerzo merecía la pena. Y con creces. La aportación de los chicos hacía que cada minuto invertido en la revista sirviese de algo y, sobre todo, sirvió para que -de pronto- se dieran a conocer ciertas actividades e inquietudes que todos -alumnos, profesores y padres- parecíamos compartir.

Desde ese tímido -y más que modesto- inicio, la revista no ha dejado de sumar nuevos alumnos -ya somos casi treinta- y este curso ha sido genial encontrarse, en el equipo de redactores, con más alumnos de 1º y 2º de ESO, deseosos de apuntarse a esta pequeña locura y llenos de ideas y de ganas de colaborar. Sin embargo, en estos tres años, no puedo decir que haya tenido un gran apoyo por parte de mis compañeros. Y no es que lo busque, la verdad, pero sí me llama la atención el desinterés de la mayoría de ellos por algo que, en realidad, podría ser mucho más colectivo y, sobre todo, enriquecedor.

Los que sí han querido colaborar han sido, cómo no, los que ya están implicados en otras tareas, de modo que no pueden hacer más de lo que han hecho (y que ya es más que suficiente). Pero salvo ellos -un escogido grupo de amigos realmente entregados a su profesión-, la mayoría de los miembros del claustro con los que me he topado hasta la fecha podrían dividirse, según su actitud hacia la revista, en los siguientes grupos:

a) profesores que presumen de poder aportar muchísimo a nuestra publicación -básicamente para vanagloriarse de sus muchas y múltiples capacidades- pero cuya aportación jamás se concreta en nada,

b) profesores que me marean durante recreos y entre clase y clase con preguntas, sugerencias y cuestiones varias aunque, por mucho que me moleste en resolvérselas, jamás colaboren ni entregan nada mínimamente práctico,

c) profesores que no solo no ayudan sino que, en la medida que pueden, boicotean la iniciativa y que, por ejemplo, cuando un alumno del equipo de redacción acude a entrevistarlos se niegan a responderles o que, por poner otro ejemplo más, se oponen a la publicación de fotos de excursiones o actividades del centro por atentar contra su intimidad,

d) profesores que no ayudan en nada, pero que ponen pegas, critican, desprecian y comentan cómo se podría hacer realmente bien esta revista,

e) profesores que leen los artículos con mentalidad infantil y que escriben réplicas igualmente pueriles contra los alumnos autores de esos textos, estigmatizándolos en lugar de animándolos.

Entretanto -en medio de una creciente sensación de ahogo y, sobre todo, de soledad-, sigo cruzándome por los pasillos con compañeros -supuestos educadores- que no saludan, que no sonríen, que no saben pedir nada por favor y que desconocen la palabra gracias. A estos, la verdad, ya no sé ni en qué grupo colocarlos. A estos, me temo, les dejaría reservada una hermosa jaula a ver si con algún tipo de experimento a lo Skinner conseguimos inculcarles -puro método conductista- una dosis mínima de educación.

P.S. Del tema padres, por cierto, hablamos otro día. Me reservo para el próximo post una curiosa-triste-desconcertante anécdota vivida esta misma semana. Creo que necesito algo de perspectiva para ponerla por escrito. Y algo de oxígeno, cómo no.

domingo, 24 de octubre de 2010

Cero en evaluación

Desde hace unos años, en los institutos se ha implantado una actividad absolutamente inútil de esas que, sin embargo, adoran nuestras autoridades -y no digamos ya en la CAM- porque permiten rellenar papeles, informes y otros tantos documentos de nula utilidad pero que, sin embargo, son motor de irrenunciable gozo para todos los amantes de la burocracia.

La actividad recibe el curioso nombre de Evaluación Cero y, supongo, el cero viene dado no tanto por el hecho de ser la evaluación que antecede a la primera, sino -sobre todo- por tratarse de una bella metáfora que resume, de modo preciso y matemático, los resultados que en ella se obtienen. Exactamente: cero. En teoría, gracias a ella se pretende evaluar los conocimientos que traen consigo nuestros alumnos, aunque esto jamás consiga dar fruto válido alguno. A este hecho contribuyen, entre otros, factores como los siguientes:

1. Boletinitis
Dícese de una enfermedad o manía muy extendida consistente en facilitar a los padres boletines de y por todo. De esta manera, en muchos institutos -el mío, sin ir más lejos- se entrega a las familias un boletín de calificaciones con los resultados de la evaluación cero, en los que se dan situaciones entre hilarantes y lamentables. Ejemplos:
- Alumnos que obtienen una nota sobre conocimientos previos en materias que jamás han cursado (como el alemán de 1º de la ESO)
- Alumnos que se examinan sobre materias que aprobaron con buena nota dos años atrás y que, por supuesto, ya han olvidado, convirtiendo aquellos sietes, ochos y nueves en doses, treses y cuatros.
- Alumnos que, horror, son humanos y, por tanto, olvidan durante el verano gran parte de los datos estudiados el curso anterior, de modo que el mismo profesor que los aprobó en junio los suspende en septiembre.
La entrega del boletín, por tanto, consigue crear una entrañable conmoción en alumnos -a los que les desmotivamos nada más empezar el curso: debe ser estupendo que te suspendan antes de empezar- y padres -que corren a ver al tutor para preguntar por las notas de sus hijos. El inicio del año escolar se convierte, así, en un festival inolvidable de sandeces que nos afectan a todos por igual.

2. Morbomanía
Patología docente que consiste en interesarse de manera del todo inadecuada en la vida de los alumnos, no tanto por la ayuda que se les pueda ofrecer, como por la diversión que nos ofrece asistir a nuestro propio Gran Hermano en una junta de evaluación. De este modo, la evaluación cero se convierte en el primer episodio del reality que es, a su modo, todo instituto, dando pie a aquellas tramas que ciertos individuos seguirán con especial atención a lo largo del curso. Hay quien lo justifica desde planteamientos pedagógicos, pero lamentablemente los que más preguntan, rumorean, cotillean y divulgan son los que, luego, menos colaboran o cooperan. Ellos, con asistir a la vida como espectadores ya tienen suficiente.

3. Claustrofobia
No, no es la aversión al claustro (que, ejem, también podría...), sino el temor de ciertos miembros del equipo docente a quedarse encerrados con sus compañeros durante más minutos de los estrictamente necesarios durante cualquier actividad que se celebre fuera de su horario lectivo. Este miedo absolutamente incontrolable impide que las juntas de evaluación se alarguen más de lo necesario, de modo que se evita profundizar demasiado en los alumnos problemáticos y, por supuesto, se obvia -directamente- a todos los demás. Esta aversión impide que la junta de la evaluación cero permita conocer a los alumnos, de manera que se convierte en un mero ritual donde se aportan comentarios inanes, rumores varios y calificaciones injustificadas.

Hay más factores, desde luego, así que hagan -si lo desean- su propia lista. En cualquier caso, ahora que ya hemos perdido un mes de curso con la evaluación cero, ¿nos permitirán comenzar -de verdad- a dar clase? Lo dudo: la burocracia es como los ataques de la CAM a la enseñanza pública: eterna e infinita.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Humor negro

He aquí dos imágenes de la nueva -e hilarante- campaña de la Comunidad de Madrid. Su lema, un estupendo "Respetemos y apoyemos a nuestros profesores" que dicha Comunidad lleva a cabo mediante medidas como las siguientes:
- supresión de 2500 docentes (frente al incremento de alumnos matriculados),
- ampliación de los cupos de alumnos por grupo: aulas de hasta 35 o más estudiantes en ESO y Bachillerato,
- eliminación de desdobles y de grupos de refuerzo,
- reducción de plazas de profesores de apoyo.
Y, como nueva medida de apoyo y de respeto, este año tampoco existen las vacantes para los interinos, sino tan solo las sustituciones. Para todos aquellos ajenos a este mundillo, aclararé que las vacantes abarcan un curso completo, de modo que el interino tiene derecho a cobrar sus vacaciones y a hacer los exámenes de septiembre de ese año escolar. Convertir una vacante de un año en una sucesión de interminables sustituciones tiene, por tanto, dos consecuencias:
a) el interino ya no cobra sus vacaciones (total, para qué, aquí hablamos de respeto, no de dignidad profesional ni laboral),
b) es probable que en septiembre los alumnos de estos profesores sean examinados por docentes que jamás les dieron clase y que, por tanto no tienen idea alguna ni de su nivel ni de su preparación (bonito, ¿verdad?)
En fin, que una vez más, nos envuelve la propaganda -vacua y grandilocuente- para tapar el destrozo -sistemático y sin paliativos- que la Comunidad de Madrid está acometiendo contra la enseñanza pública. Lamentablemente, esto no parece preocupar demasiado. Supongo que otros temas de candente actualidad, como las idas y venidas del novio de la Esteban, precisan de todas las horas de televisión que otros asuntos mucho más triviales precisarían.
De momento, sigamos apoyándonos y respetándonos al modo espe, que en las marquesinas de los autobuses quedamos, cuando menos, la mar de ornamentales.

domingo, 3 de octubre de 2010

Lo suyo es puro teatro

Hace un par de entradas, mi gran amiga Sinclair -excelente profesora de matemáticas, por cierto- me comentaba que en este blog no había, de momento, espacio para los logros. Para esos momentos que hacen que esto de la educación sí que tenga sentido. Y, como casi siempre, Sinclair -cómo se te echa de menos...- tenía razón, porque durante estos primeros días del curso he estado tan ocupado defendiéndome de los embates -negativos, egoístas y mezquinos- de cierta parte del entorno docente, que me había olvidado de mencionar lo mejor de todo: los alumnos.

Y, siguiendo con la (diminuta y vivencial) línea de esta página, me quedaré con un pequeño ejemplo personal y que, desde luego, no pretende dar lugar a ninguna clase de generalización. Un ejemplo que tiene el nombre de unos veinte chicos y chicas de entre 4º de la ESO y Bachillerato que acudieron, la semana pasada, a una reunión para montar un grupo de teatro en el instituto.

La idea ni siquiera fue mía -sino suya: ellos me pidieron organizarlo- y los convoqué a una hora imposible -a séptima: de 2.15 a 3.20- y un día absurdo -el martes. No creí que muchos aguantaran ese primer obstáculo (¿regalar tiempo -justo antes de irse, por fin, a comer- para algo que no sirve para subir nota?) y, sin embargo, los veinte -muy diversos, muy heterogéneos, muy positivos- estaban allí, con una actitud que solo puedo calificar de entusiasta. Les pinté con crudeza el proyecto: se les exigiría -de forma estricta- asistencia semanal o, de lo contrario, pasarían a ser sustituidos; se haría un severo casting para distribuir los papeles; se les pediría un trabajo serio y responsable, casi adulto; se abordaría el trabajo de un texto clásico (Molière, por ejemplo) para profundizar en ciertos aspectos que la asignatura de teatro de 3º no permite ni siquiera rozar... Mi lista de exigencias me sonaba dura hasta a mí, pero sé que sin compromiso no hay forma de sacar el teatro adelante (son muchos años ya -¿eso quiere decir que estoy madurando?- al frente de mi propia compañía). De nuevo, volvió a sorprenderme su reacción: no solo estaban de acuerdo, sino que al día siguiente había aún más alumnos interesados en dedicar parte de su tiempo a una actividad que no aparecerá en su boletín de notas.

Podría no hacerlo, podría cobijarme en el recorte que hemos sufrido en la enseñanza pública y protestar así, pero sería injusto. No puedo protestar perjudicando a alumnos con tantas ganas de hacer cosas. De crear. De investigar. Y de convivir. Resulta absurdo, claro, pensar que este año voy a cobrar menos -la famosa bajada...- y a trabajar más. No solo por la hora extra que ya tengo, ni por la revista del instituto -que también coordino yo y que no sé cómo vamos a hacer este año sin la fabulosa profesora de Plástica, y buena amiga, que tanto se implicó con esa aventura-, sino por esta nueva hora teatral que ni siquiera aparecerá reflejada en mi horario. Que no aparecerá reflejada en ninguna parte, porque a la administración no le importa demasiado este tipo de cosas. ¿Teatro? Vaya mierda, teatro. Como si fuera eso lo que necesitamos, parecen decir. A la administración, que es un ente muy serio, le importan las pruebas de diagnóstico. Los fill-in-the-gaps. Y todo lo que se haga tipo test. Ah, y también la PAU. Todo lo que sea numérico y, a ser posible, burocrático. Igual que en la cuarta temporada de The wire, ¿les suena? (Si no, corran a verla, por favor).

Es, ya lo advertí, un ejemplo pequeño. Y ni siquiera sé si conseguiremos montar realmente algo (este martes es nuestro primer día de trabajo real). Pero solo la reunión de la semana pasada ya me sirve para darle sentido al hecho de que mañana sea (de nuevo lunes). Porque seguiré sin sentirme cómodo en la sala de profesores (con excepciones, claro..., que en las cañas de los viernes siempre hay una gente estupenda en más de un sentido), pero disfrutaré cada minuto -siempre lo hago- en cada clase.

Gracias, Yol, por hacerme pensar un poco en ello... De verdad.

P.S. Para el reverso amargo me guardo, de momento, la publicación de un post de mi amigo Óscar. Otro testimonio de cómo la generosidad o el sentido común no son virtudes habituales en los claustros.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Je ne parle pas français

Este año, la Comunidad de Madrid presume de haber inaugurado unas cuantas decenas de colegios e institutos bilingües. Como este blog no persigue lo general, sino lo particular, omitiremos la cifra -pueden rastrearla en google news- y nos limitaremos, de nuevo, a lo más cercano o, lo que es lo mismo, a cómo vive un profesor de idiomas ese fabuloso y encomiable interés de nuestras instituciones hacia la enseñanza de lenguas extranjeras.

Digamos que ese docente en cuestión es un profesor de francés absolutamente vocacional que, con unos cuantos años de experiencia a sus espaldas, ha conseguido que su asignatura -optativa- triunfe entre los chavales de su centro. Digamos que para ello debe luchar con todo tipo de materias posibles -no es fácil convencer a un adolescente de que opte por estudiar el subjuntivo o el partitivo en vez de dedicarse a otras disciplinas menos complejas- y con un horario entre ridículo e imposible: dos horas a la semana que, en realidad, se resumen -entre llegar al aula, callar y sentar a los chicos, abrir el libro...- en unos noventa minutos (siendo generosos) a la semana.

Con semejante panorama no resulta fácil que el francés arraigue en los alumnos pero, aún así, digamos que el profesor los motiva prometiéndoles que, si consiguen llegar a cuarto de la ESO, organizarán un viaje a París. Esto le supone un tiempo y una energía extras, pero sabe que es algo que motiva a los chicos, así que lo organiza año tras año con la complicidad de algún compañero majo que quiera echar un cable. Digamos que, gracias a ese viaje, el profesor consigue que algunos de esos alumnos sigan deseando estudiar francés en el Bachillerato y supongamos que, por ejemplo, obtiene nueve alumnos matriculados en ese nivel, a pesar de las dificultades que pueda tener esta materia.

Pues bien, ahora veamos cómo se refleja el indudable interés de nuestras instituciones por el estudio de idiomas en el día a día de este nada imaginario profesor:

a) en los grupos de francés de la ESO, en vez de crearse dos clases de quince alumnos cada una, se le da una única clase con treinta chavales. Consecuencia: con ese número y con dos horas a la semana, los alumnos podrán considerarse afortunados si esbozan un tímido bonjour en todo el curso;

b) en su grupo de Bachillerato, sin embargo, se considera que el nueve es un número insuficiente de alumnos y se le amenaza con cerrar el grupo si no consigue más chicos. Consecuencia: el profesor se recorre el centro rogando -literalmente- a los chicos que se apunten a su asignatura si no quieren que ese grupo desaparezca y, de paso, también su plaza como docente en ese centro.

Entretanto, en los centros donde se ha aprobado el bilingüismo, se obliga a los chicos a elegir entre dos sistemas: el programa (donde dan diversas materias en inglés) y la sección (donde solo se les da una asignatura más en lengua inglesa). Los primeros asumen bien el reto (o lo intentan), pero en el caso de los segundos se producen desajustes absurdos (básicamente, no entienden por qué el de Plástica o el de Música les suelta el rollo en otra lengua) y los profesores se sienten como verdaderos marcianos en esas aulas. Los chicos no los siguen ni los entienden, pero tanto los profesores -que hacen un esfuerzo titánico- como los alumnos deberían de sentirse muy orgullosos de estar engrosando las estadísticas de nuestra querida y venerada comunidad.

Yo, en ese sentido, tengo suerte, no puedo negarlo. La directiva de mi centro respalda con acciones -no solo con palabras- la enseñanza del alemán en mi instituto. Y no, no tengo demasiados alumnos, pero partiendo de cero he conseguido cuatro niveles ya de alemán y quizá, solo quizá, sea justo valorar ese esfuerzo -de todos- y premiar a los implicados con algo tan sencillo como dejarles que sigan dando clases por aquello de que quizá, y de nuevo, solo quizá, sea importante que este país salga del analfabetismo idiomático en el que ha vivido durante décadas.

En cuanto al profesor del francés mencionado, no tengo duda alguna de que su Bachillerato seguirá adelante. Y no solo porque sea un magnífico docente, sino -sobre todo- porque es una magnífica persona. Lástima que el sistema no tenga jamás en cuenta la valía personal -ni profesional-, de ser así, jamás se planterían aberraciones como la de privar a esos nueve alumnos de alguien tan especial como él. Qué suerte tienen sus alumnos. Y eso, los chicos, también lo saben.
Dedicado, obviamente, a mon frère Dave

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Todo cuenta

Cuando comencé este blog pensé que era una buena idea hablar -en voz alta y clara- de muchos de los temas que forman parte del día a día de quienes trabajamos en la educación. No se trata de ser autocomplacientes ni de ejercer un falso corporativismo que no conduce a nada -salvo al error y a la omisión- sino de intentar poner por escrito cuanto vivimos dentro y fuera de las aulas, tratando de dar a conocer esa realidad a quienes viven lejos de ella. Ese esfuerzo tiene sentido gracias a las aportaciones de quienes habéis empezado a dejar aquí vuestros comentarios y, sobre todo, vuestras experiencias, ya sea como padres, como alumnos o como profesores. Todos tenemos una gran autocrítica que hacernos y todos tenemos que aprender a colaborar con los demás pues, de otro modo, la educación será siempre una meta imposible.

Entre esos comentarios, me ha parecido necesario copiar aquí el testimonio de Patri, una buena amiga -y excelente profesora- que trabaja en Infantil. Ha sabido plasmar, en tan solo unas líneas, uno de los males endémicos de nuestra profesión: la manía (constante) de echar balones fuera. Los problemas nunca son nuestros, sino de quienes han estado antes que nosotros. De este modo, si un alumno tiene mal nivel en Bachillerato, el profesor de ese curso dirá que es culpa de lo mal que lo preparon en la ESO, el de la ESO culpará al de Primaria, el de Primaria al de Infantil... y así hasta el infinito (y más allá, que diría Buzz Lightyear), en una cadena movida por el elitismo (ese terrible "yo soy más que tú") y por la nula capacidad para valorar el trabajo ajeno.

¿Cómo se puede ser profesor (de cualquier nivel) y no tener la más mínima sensibilidad hacia la labor que se ejerce en las diferentes etapas educativas? ¿Cómo se puede trivializar el esfuerzo y el trabajo de tantos y tantos profesionales? ¿Cómo se pueden obviar las dificultades que supone cada edad y cada momento vital? No debería suceder, pero -es obvio- sí sucede, porque es más cómodo pensar que se equivocan los demás antes que aceptar que tal vez nos equivocamos nosotros.

El éxito y el fracaso suelen tener causas colectivas. Asumir eso, lamentablemente, podría aproximarnos conceptos tan peligrosos como el trabajo en equipo (¿trabajar de acuerdo con los otros? ¿primar la coordinación sobre el individualismo?) o la responsabilidad compartida (¿que es culpa mía el qué?). No, mucho mejor seguir ejerciendo de Poncio Pilatos con los lavados de manos pertienentes y culpando a todos los otros de todo lo demás. Seguro que la culpa es suya, por supuesto.

Aquí os dejo el testimonio de Patri. Y, por supuesto, en este blog se admiten -y se agradecen- tantos otros como queráis dar. Nada mejor que la pluralidad de voces. Y de experiencias.

"Estoy en un Colegio de Educación Infantil (nivel al que pertenezco)y Educación Primaria. Vamos, que los alumnos/as no superan los 11 años de edad. Qué duro me resulta estar en un Colegio donde los de Primaria van por un lado y los de Infantil por otro. Donde tenga que escuchar comentarios como "Si hubiera querido limpiar cacas, mocos y aguantar llantos hubiera hecho Infantil" o "No soporto dar clase de Inglés en Infantil y estar todo el tiempo dando saltitos". Que poco valorada se siente una a veces de cara al exterior.

Y más duro es aún, venir de un sitio donde todo eran risas, palabras amables, consejos, agradecimientos, propuestas, ganas de hacer, entusiasmo e implicación y pasar a un lugar donde cuesta esbozar una sonrisa, donde todo son normas, normas y más normas siempre en boca de una misma persona, con falta extrema de coordinación y comprensión; y lo que peor se lleva es la falta de entusiasmo, las ganas, el querer superarse y hacer mucho más, el conseguir cosas, el innovar, el experimentar, las buenas palabras y los reconocimientos por tu buen trabajo.

Pero, como se dice en mi Colegio, es lo que hay y aquí hay que sobrevivir. Unas palabras que sólo me producen pena y tristeza.Lo que no tenemos que perder nunca es nuestra esencia y ser como somos, aunque eso suponga encerrarnos en nuestra clase y cambiar la cara cuando salgamos de ella.
Patri (Profesora de Infantil)"

martes, 21 de septiembre de 2010

Nuevos (y viejos) enfoques

¿Alguien incapaz de saludar con un "buenos días" al cruzarse en el pasillo con otro alguien -ya sea un compañero, una señora de la limpieza o un padre- debería estar al frente de una clase? ¿Se puede educar cuando no se dominan ni las más elementales fórmulas de cortesía? La verdad, creo que no, pero está claro que ese factor no se tiene en cuenta en las oposiciones pues, de otro modo, no alcanzo a comprender cómo es posible que haya tanta gente, digamos, "primitiva" trabajando muy cerca de mí. No son la mayoría (menos mal), pero sí me sorprende su elevado número. Gente que no sonríe jamás, que esquiva la mirada con gesto huraño y que, a ser posible, no responde a un hola, ni a un qué tal, ni a un hasta luego. El esfuerzo de saliva, supongo, es excesivo.

Entre ese grupo de aquellos que no saludan porque sus principios se lo prohíben se incluye cierta compañera que se ha incorporado recientemente a mi departamento. Un prodigio de alegría y cordialidad que anima mis mañanas con su sola presencia. Además, su planteamiento educativo me emociona a la vez que me admira y es que, lejos de atender a los planteamientos de la lengua y la literatura en la ESO (que, en teoría, apuestan por trabajar la redacción, la expresión oral y escrita y la lectura comprensiva), ella apuesta por dar prioridad, ante todo, a la gramática. Novedoso y transgresor, sin duda.

Tal es su afán morfosintáctico que, en la reunión donde debíamos fijar los criterios de examen y evaluación, esta simpática y afable compañera apostaba por destinar 5 de los 10 puntos a las preguntas gramaticales, dejando el resto de la materia (tipos de textos y comunicación, comentario, redacción, vocabulario, comprensión escrita, lecturas obligatorias...) relegada a los 5 puntos restantes, donde habría que sumarlo todo de mala manera. Gracias a planteamientos como ese, estamos consiguiendo que los adolescentes no sean capaces de leer una miserable noticia periodística pero, sin embargo, sí que cazan de vez en cuando algún complemento directo a base de pura y dura repetición.

Desde luego, es mucho más fácil pasarse las horas de clase analizando en la pizarra que buscar textos motivadores, comentarlos, debatirlos y, peor aún, corregirlos, en un ejercicio de lectura que nada tiene que ver con el visionado semiautomático de sintagmas y funciones. Total, para qué cambiar de enfoque si se pueden seguir dando las mismas clases que se daban en BUP, aunque el alumnado sea otro y los libros hayan cambiado un poco. Por otra parte, como las editoriales temen perder dinero, sus cambios -y sé de lo que hablo: llevo ya más de diez años trabajando como autor de libro de texto- son superficiales y cobardes, sin apostar jamás por una verdadera transgresión que impida ciertos -y continuados-desajustes.

Esto, en realidad, no es más que un tímido ejemplo de un problema que, de un modo u otro, está presente en muchos centros. Y es que los planes de las asignaturas -e incluso sus enfoques- puede que hayan cambiado -y, en efecto, lo han hecho: lean sus currículos en el BOE si necesitan pruebas-, pero una parte del profesorado -ojo: no necesariamente la más veterana, hay jóvenes increíblemente rancios en este sentido- se niega a adaptarse y sigue dando los mismos contenidos -y con los mismos métodos- del BUP, ajenos a toda novedad y aferrados a aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor". Inmovilismo rancio que no opta por la crítica constructiva -para qué proponer cuando se puede destruir- y que conduce al desprecio inmediato de todo lo que atente contra ese paraíso utópico de lo pretérito.

Así puede suceder, por ejemplo, con la asignatura de CMC (Ciencias para el Mundo Contemporáneo), materia que se imparte en Bachillerato -a todos los grupos, de letras y de ciencias- y cuya finalidad -según el BOE- es la "divulgación", es decir, interesar y provocar curiosidad a los alumnos sobre cuestiones de absoluta actualidad. Personalmente, me parece estupendo que se imparta algo así, pero es curioso ver cómo ciertos profesores pueden convertir una idea brillante en un ladrillo plomizo y temible para los alumnos. Algo así pasó con cierto profesor que, empeñado en demostrar sus doctos conocimentos sobre la materia, amargó la vida de un grupo -por otro lado, bastante brillante- de Bachillerato, planteándoles exámenes y pruebas totalmente ajenos al espíritu de la materia.

Libertad de cátedra, sí, desde luego, pero ejercida desde la responsabilidad. Y desde la coherencia... Aunque a veces, con lo que observo a mi alrededor, creo que ya no aspiro ni a esto último. En más de un caso, con un simple buenos días creo que me conformo. Y es que cuanto más trabajo en esto, a menos aspiro... Y no hablo, me temo, de los alumnos.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Así no


Este martes 21 de septiembre se celebrará en Madrid a las 18:30 h una concentración frente a la Consejería de Educación. El motivo de esta convocatoria son, según el cartel que incluyo justo arriba, los recortes sufridos por la enseñanza pública en este curso. Sin embargo, una vez más, los sindicatos convocantes mezclan la calidad de la enseñanza -¿por qué no se menciona eso en su cartel?- con reivindicaciones exclusivamente salariales.

Personalmente, tenía claro que asistiría a esa concentración. Sin embargo, tal y como se ha planteado, vuelvo a dudarlo. Mi problema no es, como allí se dice, trabajar unas horas más. Mi problema no es la reducción del incentivo de la jubilación anticipada. Mi auténtico problema es que trabajo cada vez con más alumnos y con menos medios. Mi problema es que hay menos profesores de los necesarios y, por tanto, menos grupos de los posibles. Mi problema es que este curso no se atiende a la diversidad en ningún centro porque no tenemos medios para ello. Mi problema es que en la Comunidad de Madrid se ceden terrenos a entidades religiosas para promover la concertada en detrimento de la pública. Mi problema es que no hay una sola medida a favor de la dignficación del trabajo docente y, por ende, de la enseñanza.

Por eso, supongo, no me identifico nada con este cartel, donde solo hay quejas sobre dinero, vacaciones, licencias por estudio... Y no es que todo eso no sea reivindicable, pero vuelve a demostrar una visión ombliguista del problema, un yoísmo que hace imposible que mejoremos nada. ¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que todos -padres, alumnos y profesores- estamos en el mismo barco?¿Cuándo vamos a pelear por unas condiciones dignas para todos?
Es triste que ese cartel no mencione cómo esos recortes han afectado también a otras cuestiones, como la adquisición de libros de texto o a las becas de estudios. ¿No nos afecta eso? ¿No nos indigna que la educación sea el sector donde caen todos los recortes o, al menos, uno de ellos? El lema, desde luego, lo deja bien claro: "por la retirada de los recortes para los docentes". Horror. ¿Solo son para nosotros? ¿Es que acaso dar clase en un grupo de 38 alumnos no es un recorte para todos y, en especial, para los alumnos?

Lo siento, pero cuanto más trabajo en esto, más distante me siento del colectivo docente (con honrosas excepciones a las que sí admiro). Estoy cansado de sus quejas y de que estas se resuman, básicamente, en dar menos horas de clase. ¿Eso es todo a lo que aspiramos?¿Esa es toda nuestra implicación en materia educativa? Pues, aunque esto sea impopular y políticamente incorrecto, nuestro sueldo es, cuando menos, digno (especialmente si hacemos un cómputo del salario y de las horas trabajadas), nuestras vacaciones son inmejorables y tenemos mucho tiempo tanto para preprar nuestras clases como para compaginarlas con otras tareas: estudios, investigación, creación... No todo el mundo tiene la suerte de disponer de tanto tiempo para su vida personal y eso, en sí, es también otro lujo que a veces olvidamos. Y si, aun así, no les compensa, por favor, que busquen otras vías. Ya está bien de tanto victimismo: ¿por qué no empezar de nuevo en otra cosa? Yo lo he hecho unas cuantas veces y tengo claro que seguiré haciéndolo mientras sea necesario. No soporto esa actitud tan española de la queja eterna desde la inacción y la pasividad (qué poco hemos cambiado desde ese estatismo que ya denunciaban los intelectuales del 98).

Por supuesto que todo es mejorable, pero me parece mucho más necesaria una labor de dignificación social de la figura del profesor -tan devaluada en nuestros días- que una lucha para que no se reduzca el incentivo de la jubilación anticipada. Me encantaría que, alguna vez, estas concentraciones atendiesen al conjunto de la sociedad y sirviesen para poner de relieve los gravísimos problemas de un sistema educativo que no funciona, que hace aguas, y contra el que poco se puede hacer si no se toman medidas urgentes y globales. Pero no, volvemos a la cantinela de siempre. Al sueldo y al horario.

Lástima. Esta podría ser una gran ocasión para unirnos todos -profesores, padres y alumnos- en la lucha por una verdadera educación pública de calidad. Una gran oportunidad para acercarnos a la sociedad y que entiendan cuáles son nuestras verdaderas necesidades. Pero nada, no lo será... Yo aún no sé si iré a esa concentración -necesito mostrar mi descontento de algún modo- pero si lo hago, tengo claro que servirá para conseguir ninguno de los fines que persigo. Fines que, en esa hoja, ni siquiera aparecen.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Cómo acabar con la enseñanza pública

El pasado sábado se celebraba en Madrid la Noche en Blanco, uno de esos actos entre folclóricos y populistas que tan del gusto general parecen resultar en una ciudad donde se pretende inculcar la cultura a (nocturnos) cañonazos. Entre los eventos más interesantes que se programaron, destaca la pelea de bolas que se celebró en la Plaza del Dos de Mayo, a la que los medios escritos -incluso los supuestamente serios- le dedicaron casi media página en su sección de noticias locales.

No sé cuánto costaría esa pelea tan necesaria y edificante, pero sí sé que los medios no han dedicado el mismo espacio a cuestiones tan triviales como los recortes que la educación madrileña ha sufrido en estos últimos cursos (tema aburrido donde los haya, desde luego). Recortes que se han ido produciendo paulatina e inexorablemente de unos años a esta parte (mejorando, sin embargo, el estatus de la concertada), bajo la complicidad del silencio de todos: prensa, docentes, padres y alumnos, como si fuera normal que la educación pública se deteriorase en la Comunidad de Madrid del modo en que lo está haciendo.

Deterioros y recortes que nos han llevado a encontrarnos este año -en casi todos los centros- con aulas de entre 35 y 38 alumnos, en un ejercicio de máxima irresponsabilidad institucional. Eso sí, son aulas -en muchos casos- bilingües, tal y como nos recuerdan carteles y anuncios varios. Qué mejor que un grupo de treinta y muchos alumnos para trabajar a fondo el bilingüismo o, por qué no, incluso el trilingüismo... La pregunta parece obvia: ¿se puede aspirar a mejorar la tan proclamada calidad de la enseñanza con clases abarrotadas de alumnos donde es imposible atenderlos de forma individualizada? Evidentemente, no, pero está claro que datos como este no merecen ni una miserable columna en esos medios a los que las peleas de bolas les preocupan tanto.

En esa misma línea de recortes, este curso se ha reducido no solo el número de profesores -de ahí que los grupos ahora sean más numerosos: no hay suficientes docentes para crear más clases- sino que se ha prescindido, en muchos centros, de aquellos que nuestra Comunidad ha tenido a bien considerar menos importantes: los de Compensatoria. A fin de cuentas, estos solo se ocupan de atender a los alumnos que tienen problemas serios de aprendizaje, de modo que resulta mucho más sensato dejarlos perdidos y desorientados en el grupo, sin atención específica alguna, para asegurarnos de que su fracaso escolar será rotundo, inminente y completo.

Este año, por tanto, los profesores de la pública trabajamos más horas que el curso anterior (los funcionarios, claro, porque los interinos no han sido siquiera convocados en los actos públicos habituales), tenemos más alumnos por grupo (¿realmente se puede trabajar con un 2º de Bachillerato de 35 alumnos? ¿no se suponía que evitar esa masificación era uno de los objetivos de las sucesivas reformas que hemos ido viviendo en los últimos años?) y, como colofón, cobramos menos. Ahora, intenten combinar el sintagma "calidad de la enseñanza" con todas estas premisas y traten de saber si de esa mezcla surge conclusión racional alguna. Yo, la mía, la tengo clarísima. Y es, para qué negarlo, más bien trágica.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Otra ronda!

Tres profesores menos. Esa es la cifra que se menciona en nuestro claustro de apertura del curso 2010-2011. Un número que, a priori, no resulta escandaloso si se vive fuera del mundillo escolar y que, sin embargo, es bastante elocuente si se analiza desde dentro. Menos docentes y, por tanto, más alumnos por aula, menos atención personalizada y también menos grupos por curso. Fuera profesores de compensatoria, fuera profesores de refuerzo, fuera profesores "prescindibles" según las estimaciones numéricas de la Consejería de Educación, que olvida que sin ellos condenan al fracaso a los alumnos con problemas de aprendizaje (que, curiosamente, son unos cuantos). Todo un despropósito para conseguir que el sintagma "calidad de la enseñanza" siga siendo una lejanísima utopía.

Pero no solo de eso se habla en mi claustro, donde -como siempre- hay tiempo para casi todo. Entre otros temas, surgen dos curiosas polémicas. La primera tiene que ver con la justificación de las faltas, ante la que los absentistas profesionales -que hay unos cuantos- reaccionan con virulencia.

- ¿Y si hay que llevar al niño al médico? -pregunta uno de los profesores que más visitan al pediatra por curso escolar.

- Y si a mí me gusta el médico de la mañana, ¿por qué voy a tener que pasarme al de la tarde? Es injusto -se plantea otra capaz de batir un récord de gripes, dolores de estómago y malestares varios en tan solo un mes.

La directiva reacciona con calma -están acostumbrados- y se adentran en la siguiente polémica: la reducción horaria a los profesores mayores de 55 años. En teoría, la Comunidad de Madrid había aprobado una reducción de una hora lectiva para los docentes entre 56 y 58 años y de hasta tres para los mayores de 58.

-Este curso, sin embargo, nuestro centro no va a poder conceder esa reducción -nos informan.

Gran murmullo. Malestar. Profesores que se mueven nerviosos en sus asientos y que están deseosos de intervenir y lanzarse a la yugular del equipo directivo. A fin de cuentas, mi instituto es uno de los que se hallan en el centro de Madrid y, por tanto, se trata de uno de esos centros dominados por los llamados "dinosaurios", profesores cuya antigüedad es -en muchos casos- proporcional a su grado de pasotismo y aburrimiento. Hay excepciones, claro (y muy valiosas), pero son los menos.

-Como sabéis, la Comunidad también considera que la tutoría es una labor que merece menos reducción de horas lectivas y eso, a nosotros, nos parece un despropósito. Es imposible hacerlo bien si no se tiene tiempo para ello. Por ese motivo, preferimos dar a los tutores las horas que necesitan para atender a sus alumnos y a los padres de estos, aunque ello suponga prescindir de la reducción de una hora para los mayores de 55.

El revuelo ya es general. ¿A quién le importan ahora las tutorías? El gran grueso del Pleistoceno se pregunta cómo es posible que no vayan a quitarles ni una hora de su apretado horario. Un horario que, para los que no pertenecen a este mundillo, consta de 18 horas lectivas semanales.

-Es nuestro derecho -afirma una de las recién incorporadas en el más puro estilo Wilma Picapiedra-. No se nos puede privar de nuestro derecho.

La directiva intenta dialogar, pero en los claustros el debate es casi imposible. Resulta divertido comprobar cómo caemos en los mismos errores que luego pretendemos corregir en nuestros alumnos.

-Nosotros ya hemos pasado por diversas etapas, ahora son los jóvenes los que tienen que responsabilizarse y cargar con esas horas de más. Tenemos derecho a esa reducción: que asuman ellos las horas de más no es hacernos un favor, es hacer lo justo.

Un planteamiento, sin duda, muy curioso y solidario. Dejamos a un lado el tema de las tutorías y nos centramos en el más puro ombliguismo: trabaje yo una hora menos y ríase la gente (si se nos permite la distorsión puntual del refranero). Los jóvenes (por cierto, ¿hasta qué edad seríamos "jóvenes" según nuestra Wilma? ¿hasta los mismísimos 54?) la miramos con incredulidad y ni siquiera respondemos a su aberración. Ella sigue explicando que debemos trabajar 21 horas para que otros puedan trabajar tan solo 16. No es un planteamiento solidario, la verdad, pero sí un planteamiento divertido. Anoto su rostro para nominarla a los premios al egoísmo 2010 y trato de concentrarme en el resto de informaciones del claustro.

Después de la pequeña bronca inicial -solo un conato de lo que ha de venir-, los profesores subimos a nuestros departamentos para repartirnos las asignaturas y los niveles. Es el gran momento conocido como "la ronda". En ella, cada docente elige -por orden de veteranía: en este gremio no hay nada que se valore tanto como la antigüedad: el día que se imponga otro criterio correríamos el riesgo de atender a los méritos o a la valía...- un grupo por turno, de modo que los más inexpertos -situados, como es obvio, al final- siempre escogen lo que no quiere nadie y, por ende, lo menos apetecible o lo más complicado, según los casos. Este sistema, que se justifica por el hecho de que los jóvenes pueden aguantar más (¿?) no tiene en cuenta ni las necesidades del centro ni la de los alumnos ni, básicamente, la de nadie, pero es un ritual ineludible y que proporciona horas de gozoso enfrentamiento verbal entre los compañeros del departamento. Este año, en mi caso, la reunión comienza a la una y termina a las cinco de la tarde. Cuatro horas sin pausa -y sin comer- en las que se repite la ronda una y otra vez, ya que nadie parece estar de acuerdo con nada de lo que se elige.

- No me parece bien. Exijo otra ronda.

Y así, como si estuviéramos invitándonos a chupitos, vamos de ronda en ronda, solo que en este caso la borrachera es más bien una resaca cabrona y contumaz que va creando un clima de creciente cabreo entre todos nosotros.

- No estoy de acuerdo con este reparto. Otra ronda más.

A las cuatro parece que ya tenemos claro cuál es el problema: sobra una tutoría de 2º de Bachillerato. Nadie la quiere, así que la vamos pasando de mano en mano a ver quién se la queda.

- ¡Otra ronda!

En nuestra versión del quién la lleva solo hay dos personas que, teóricamente, no podemos asumirla: un compañero que ya es tutor de un grupo (así que, salvo que sea clonado, no puede cogerla) y yo (que ya tengo las horas legales, 18, y no puedo sumar más si no quiero dejar a mis compañeros con una hora menos). Pero la sensatez desaparece ante la pereza y la desidia de ciertos personajes -muy del rollo Wilma-, hasta que mi compañero se ofrece a ser bi-tutor y yo me ofrezco a dar más horas de las que me corresponden. Ambas propuestas son absurdas pero, al menos, la mía es legal.

Así pues, al final salgo de allí a las cinco de la tarde -qué lorquiano, ¿no?-, muerto de hambre y de cansancio, harto de oír sandeces -en el claustro y fuera de él- y con la certeza de que este año voy a trabajar más horas de las que me corresponden -por no hablar de que seguiré llevando la revista del centro y el grupo de teatro, entre otras actividades no remuneradas-, cobrando menos de lo que venía percibiendo hasta este año. No es rentable, me temo, pero como soy -lo admito- un kamikaze vocacional tampoco me afecta demasiado. Eso sí, anoto en mi agenda el nombre de todos los Wilmas y Pablos Picapiedra que he conocido esta mañana, esos personajes que contribuyen -junto con la negligencia de la Comunidad de Madrid en materia educativa- a desprestigiar y destrozar algo tan necesario como la enseñanza pública.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Exámenes de septiembre


ESO: Enseñanza Secundaria Obligatoria. Tres letras que esconden todo un sinfín de experiencias, dificultades, logros, problemas y esfuerzos tras de sí. Tres letras que resumen cuatro años -como mínimo- de la vida de todo adolescente español (entre los 12 y los 16) y que son el paso previo imprescindible para abordar su futura formación académica y profesional. Tres letras en las que conviven profesores, padres y alumnos, dando lugar a una espesa red que conforma lo que conocemos como comunidad educativa.

Este blog nace con la idea de contar -en tiempo real- cómo es un curso de ESO y Bachillerato en un instituto cualquiera de Madrid. Pero como no quiero que mi voz -al fin y al cabo, solo es la de un profesor más- sea la única que se escuche, alternaré mis propias experiencias con las de padres, docentes y alumnos dispuestos a compartir su visión del día a día en las aulas.

Un día a día que, en el caso de los profesores, comienza con el ritual de los exámenes de septiembre. Una costumbre tan aburrida como inevitable a la que le siguen las juntas de evaluación, en las que los profesores comentan -algunos cargados de argumentos, otros con una desgana infinita- los resultados de los alumnos y valoran -no siempre con el rigor necesario- si estos deben o no promocionar (es decir, si pasarán o no de curso). El sistema, por otro lado, tiene sus propias trampas, como la de la promoción de los alumnos "PIL" (Por Imperativo Legal), que no sirve para nada desde el punto de vista pedagógico pero que debe de ser muy útil desde el punto de vista estadístico.

Después de la desgana demostrada por gran parte de los alumnos en estos exámenes y de la desgana de muchos profesores en las evaluaciones, llega la desgana de los padres en las reclamaciones. En este caso, sí que manifiestan auténticas ansias de que sus hijos promocionen, pero encontramos una idéntica apatía en lo que se refiere a que sus hijos aprendan. En el fondo, ¿importa mucho qué tipo de formación están recibiendo o se trata tan solo de ir superando niveles y barreras con o sin los conocimientos necesarios para ello?

De este modo, la primera semana de septiembre se convierte en un principio demoledor para cuantos formamos parte de la ya mencionada comunidad educativa. Y no solo porque se terminen las vacaciones y se aproxime el final del verano (a quién no le afectan datos tan trágicamente irrefutables como esos...), sino porque se trata de una semana llena de estrés, discusiones, llantos (de alumnos que suspenden, de padres que no entienden por qué suspenden, de profesores que a veces son insultados por un suspenso justo), quejas, valoraciones superficiales y, en definitiva, de todo lo que va en contra tanto de la enseñanza como de ese principio -¿real o pura utopía?- que llamamos evaluación continua. En definitiva, un festival de incomprensión y caos que demuestra que el lenguaje es solo una artimaña para creernos que podemos comunicarnos, aunque esto no sea cierto (al menos, no en septiembre).

Y, como lo prometido es deuda, aquí reproduzco la primera voz ajena a la mía. Se trata de la carta de una profesora y amiga que expresa de forma clara y contundente (y, seguramente, polémica) su opinión sobre la convocatoria de septiembre. Aquí dejo sus palabras con ganas de escuchar también las vuestras. Todos los comentarios son más que bienvenidos a este blog. Que empiece la polémica...

Como cada Septiembre, por ser profesora de la ESO, acudo a mi cita con los exámenes, esos que son ya la última oportunidad tras un largo curso de oportunidades (exámenes trimestrales, de recuperación , de repesca, de re…) y en los que el alumno demuestra, en algunos casos, lo que es capaz de hacer en un mes pero no en nueve meses, con lo que esto implica: coste económico en clases particulares, academias, y una total implicación de los padres que llega incluso a anular las tan deseadas vacaciones familiares.

Pero cuando el objetivo de aprobar no es alcanzado, me sorprende cada vez más la actitud de, cada vez más padres que, no sólo queriendo ver los exámenes ( a lo que tienen derecho absoluto) llegan a rogar, e incluso exigir, el aprobado de sus hijos.

A pesar de explicaciones dadas por el profesor ,de la aplicación de los criterios de evaluación y calificación aprobadas en la programación, las revisiones de exámenes hechas por los demás profesores del departamento ( cuya última palabra debemos de aceptar), etc…, algunos padres, no satisfechos , empiezan a cuestionar y desautorizar al profesorado ( incluso, llegándose a perder las formas) , todo ello ante la mirada de sus hijos que son testigos inmutables de este penoso espectáculo.

Y lo que yo me pregunto es , qué mensaje recibe el alumno de todo esto: que se puede no trabajar durante el curso, que ya vendrá Septiembre; que aún suspendiendo en Septiembre, los padres exigirán el aprobado; que el alumno no asumirá la responsabilidad de sus actos pues para eso ya están sus padres;…

Y aún voy más allá: ¿irán estos padres a la Universidad también a ver los exámenes de sus hijos?, ¿ y a las entrevistas de trabajo de sus hijos?

Todo esto me lleva a entender el porqué nuestros alumnos son cada vez más inmaduros, pues creo que con actuaciones como éstas, no sólo impedimos que empiecen a afrontar las consecuencias de sus actos sino que además seguimos aumentando su umbral de intolerancia hacia el fracaso.

Pilar Gutiérrez (profesora y madre de alumno que, por cierto, repite curso).