martes, 30 de noviembre de 2010

Alegre regocijo

Evidentemente, los profesores de Secundaria y Bachillerato que trabajamos en la enseñanza pública madrileña tenemos muchos motivos para estar contentos. Entre ellos, podemos mencionar datos como estos, todos ellos causa de extremo regocijo:

- supresión de las licencias remuneradas por estudios,
- supresión de las horas para desarrollar proyectos de centro (tales como bibliotecas escolares, gestión de nuevas tecnologías...) en pro del aumento de horas lectivas por profesor,
- supresión de desdobles y grupos de apoyo para los alumnos con dificultades,
- aumento del número de alumnos por aula,
- reducción drástica del número de orientadores...

Y todo esto sin contar con minucias como la segregación del alumnado a la que conduce el actual espejismo del sistema bilingüe (a eso mejor le dedicamos otro post: el tema lo requiere), la bajada de sueldo -sí, esa misma a la que nos hemos visto sometidos todos los funcionarios- o los dos millones de euros que se ha gastado la Comunidad de Madrid en una campaña inútil y demagógica afirmando que apoyan (sin que nadie sepa aún cómo) a los profesores.

Pues bien, a raíz de estos hechos se convoca para la tarde del martes 30 de noviembre una concentración ante la Consejería de Educación, en la calle Alcalá. Dicha concentración es una iniciativa del sindicato CNT y, en un ejercicio de absoluta coherencia, otros dos sindicatos "rivales" convocan un acto informativo -el mismo día y a la misma hora, solo que en lugar muy diferente- sobre el tema del concurso de traslados (ver post anterior). Ni unos ni otros difunden bien su información y la poca que llega no causa efecto alguno en los claustros donde se explica el motivo de cada una de sus convocatorias.

El profesorado, que muestra su crispación en recreos y cafés, se encoge de hombros y, como hace frío, decide quedarse en su casa, que es donde más a gusto se está. Por supuesto, encontrarán rápidas justificaciones para su pasividad ("a mí los sindicatos no me representan", "no me enteré a tiempo", "me era imposible acudir", "no tengo nada que ver con CNT, mi causa es otra"...). No sé, cualquiera sirve. Gracias a todo ese arsenal de excusas, hoy delante de la Consejería no sumábamos, siquiera, veinticinco personas. Por supuesto, el sindicato convocante -había más policías que manifestantes- se ha encargado de pervertir el acto lanzando con su megáfono unas proclamas para las que yo no había sido convocado (es bonito concentrarse para protestar por la enseñanza pública y encontrarse con un panfleto espontáneo pro-anarquía, con ese tufillo reconcentrado a utopía demodé que se gastan algunos).

Lógicamente, si hubiéramos sido muchos más profesores, si hubiera habido más sindicatos, si hubiera algún tipo de sentido de unión o de solidaridad o de compromiso en este triste -apático y conformista- gremio al que pertenezco, esas consignas habrían sido ahogadas por las voces de quienes tenemos un grito común que lanzar. Un grito a favor de la educación, de la calidad de la enseñanza (esa que no miden los tests estúpidos de Esperanza Aguirre), un grito necesario y urgente, pero que se queda para la sala de profesores o para las guardias de recreo. Actuar requiere demasiado esfuerzo y, cada vez lo tengo más claro, muchos de los que han escogido la docencia lo han hecho precisamente para encontrar un lugar en el que ser tan pasivos como siempre desearon, encerrados en la reiteración monótona de contenidos y actividades sin más alma que la tinta borrosa y aburrida de sus apuntes de antaño.

Esta tarde no solo he sentido no solo tristeza. Sino también un profundo bochorno. Por falta de cultura democrática. Por falta de implicación. Por falta de rebeldía. Porque me agota la pasividad que me rodea y la capacidad para tragar con todo cuanto nos imponen. Supongo que en la consejería se habrán reído al comprobar lo barato que les sale atacarnos. E imagino que, ante la obviedad constatada, seguirán haciéndolo.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Concurso (kafkiano) de traslados

Este curso coordino -por tercer año consecutivo y, cómo no, en mi tiempo libre- la revista de mi instituto. Además, por ese virus vocacional que nos afecta a unos cuantos, he creado un grupo de teatro con chicos desde cuarto de la ESO a Segundo de Bachillerato. De ambas actividades obtengo una nula remuneración -tanto económica como en forma de créditos o puntos- pero son dos tareas que asumo por el mero hecho de que creo en su importancia y en su validez desde el punto de vista educativo.

Acepto que se trata de algo que hago de forma voluntaria e incluso empiezo a resignarme a que, desde el sistema y la Administración, no se valore lo más mínimo ese esfuerzo (ni se tengan en cuenta que son muchas, muchas, muchísimas horas). A menudo me hace gracia escuchar las quejas de algún padre por "lo poco que hacemos fuera de nuestro horario". Bien, yo lo hago. Y n soy el único (aunque, admitámoslo, tampoco somos -ni mucho menos- mayoría). Pero me pregunto cuántos de esos padres que se quejan dedicarían horas extras de su tiempo a hacer más y mejor para su trabajo. Cuántos se quedarían fuera de horario en la oficina si no hubies algún tipo de retribución a cambio.

Pero aun asumiendo el rasgo vocacional y el pseudoesclavista, lo que no puedo aceptar es que ni siquiera se me deje tiempo para dedicarme a esas labores que sí creo realmente instructivas y que, a cambio, se me obligue a perder ese mismo tiempo en tareas burocráticas que se repiten año tras año -cual mito de Sísifo- como el evento anual de de rellenar -por vigésimonovena vez- los mismos papeles del llamado concurso de traslados.

En principio, este año debería de haber sido sencillo. Es mi tercer concurso, así que solo tendría que presentar los méritos acumulados en estos dos últimos años, de modo que pasasen a sumarse con los méritos ya inscritos. Pero no, porque -oh, sorpresa- ha cambiado el baremo y, cómo no, se nos obliga a presentar absolutamente todo cuanto queramos que sea contabilizado desde que comenzamos a ser funcionarios hasta hoy. Y ese todo incluye papeles, certificados y ejemplares de libros que ya hemos entregado en más de una ocasión (oposiciones incluidas). Papeles y certificados que, para colmo del surrealismo, se hallan en manos de la propia Administración, a quien hemos de solicitárselo para luego volvérselo a entregar.

Y así, entre mostradores de información, páginas web y solicitudes telemáticas, he pasado ya casi una semana. Luchando por robar horas a la gestión de esta infame actividad con el único fin de dedicárselas a lo que realmente debería de importar: la educación. Afortunadamente, mi trabajo se encuentra a diario con tantas trabas y papeles que esa tarea resulta imposible y eso nos garantiza, una vez más, que seguiremos formando alumnos acríticos, aburridos y hartos de soportarnos clase tras clase. Es mejor que todo siga así, no vaya a ser que actividades como el teatro o la revista escolar -entre otras muchas- infundan en ellos ganas de aportar algo que se salga de lo previsto y acabemos descubriendo que la educación pública -en realidad- sí que es posible, solo basta con dar un instrumento tan sencillo y valioso como el tiempo para que eso suceda.

Ahora, si me permiten, les abandono para volver a consultar por vigésima vez la convocatoria del BOCAM, que aún me quedan muchos méritos -de los que ellos sí que consideran, aunque no guarden relación alguna con la enseñanza- que valorar.

lunes, 15 de noviembre de 2010

La PAU y el exterminio de los lectores

Hasta el momento solo lo sospechaba. Pero hoy ya es oficial. Al fin he podido comprobar que las comisiones de sabios -porque lo son, sin duda- que elaboran los exámenes de acceso a la Universidad tienen un único objetivo: exterminar de una vez por todas a ese extraño grupo humano que denominamos lectores, una tribu de resistentes a lo Blade Runner que se empeñan en disfrutar de los libros en lo que, sin duda, constituye un terrible atentado contra los más elementales principios de nuestra contemporánea, belenista y analfabeta sociedad.

¿Y cómo se consigue acabar de raíz con ese vicio tan extendido de la lectura? Pues pervirtiendo asignaturas que, en su origen, podrían motivar a los alumnos para que se acercaran a esos objetos peligrosos llamados libros y convenciéndoles de que no encontrarán en ellos nada que no sea rancio, obsoleto, aburrido y tedioso. Un plan maestro, ¿no les parece?

Así, esta tarde, he asistido a una interesantísima -doblen el ísima si lo prefieren- reunión en la Universidad Autónoma donde se nos ha presentado el nuevo modelo del examen de Literatura Universal para la PAU (Prueba de Acceso de la Universidad) 2011. Dicho modelo -que se basa, cómo no, en un comentario de texto semicanónico y en el vomitado posterior de un tema convenientemente memorizado por los alumnos: los métodos educativos evolucionan que da gusto, como ven- va a acompañado de un listado de lecturas obligatorias que demuestra con cuánto tino disparan estos francotiradores de la literatura.

Ya el año pasado, las Universidades -al menos, las madrileñas- comenzaron con su extermino oficial de lectores, prohibiendo -en un acto de lo más orwelliano- la presencia de cualquier texto sospechoso de ser literario en el comentario de texto de Lengua y Literatura Española II -asignatura de la que se pide un nivel entre patético y risible en nuestra actual Selectividad-; pero no contentos con ello, este curso han decidido acabar con los pequeños grupos rebeldes que puedan existir en ese foco de Resistencia llamado Humanidades y Ciencias Sociales. Esos que se empeñan en hacer Literatura Universal y que creían que allí podrían dar rienda suelta a su sucia adicción intelectual.

He aquí algunas de sus técnicas disuasorias, por si alguien quiere imitar dichos procedimientos:

1. Se han de leer tres de las novelas cortas del Decamerón y, curiosamente, se obliga a los alumnos a aproximarse a tres de los relatos más anodinos, tristes, moralistas y aburridos de todo el libro. Ninguno de ellos tiene ni el más mínimo rastro del humor, del vitalismo y del erotismo (¡no hay ni rastro de sexo!) que caracteriza a esta joya de la narrativa del XIV. Solo alguien que quiere evitar que los adolescentes se acerquen a la prosa de Boccaccio puede elegir tres títulos como esos, absolutamente alejados del contenido jocoso, morboso y anticlerical de esa magnífica colección de relatos. Desde luego, no habrá alumno que, tras analizar con detalle dichos cuentos, vuelva a abrir el Decamerón en toda su vida. Objetivo logrado, pues.

2. Después, de entre toda la producción dramática de Shakespeare, se escoge la emocionantísima y desconocidísima obra de Romeo y Julieta. Supongo que son conscientes de que es peligroso probar con Otelo -les podría fascinar el personaje de Yago e incluso puede que lo leyeran con avidez, deseando ver cómo acaba esa trama. Y peor aún acercarse a las brujas y a la ambición de Macbeth -que podría suscitar en ellos algún tipo de debate o de controversia. Y, desde luego, sería un error absoluto probar con Hamlet, no vaya a interesarles su locura, o su historia de amor con Ofelia, o su compleja y morbosísima relación con su madre la reina. No, mucho mejor obligarles a leer el único texto que ya conocen, que han visto en mil versiones y que no les supondrá reto intelectual alguno. Así les convencemos de algo esencial para conseguir el exterminio perseguido: no merece la pena leer nada porque todo es siempre igual, monótono y repetitivo. Total, Shakespeare apenas escribió nada más que eso.

3. Por supuesto, de la literatura romántica no se apuesta por un drama desmedido y revolucionario de Schiller, ni por un texto de Byron, ni por una obra de Víctor Hugo. No, claro que no, que el romanticismo es muy peligroso y tiene demasiados puntos de conexión con la adolescencia como para correr esos riesgos. Así que, en vez de la poesía provocadora y exultante de Byron, se escoge la poesía de Keats y la de Coleridge, que son -básicamente- las que más lejanas se hallan de los intereses de los lectores de esta edad (la Oda a un ánfora griega de Keats les va a encantar, seguro). Y eso por no hablar de que dudo de que haya muchos profesores de Secundaria expertos en las baladas de Coleridge, la verdad. Es más, viendo el nivel que veo a mi alrededor, dudo que incluso las hayan leído alguna vez.

4. Y, cómo no, ni un resquicio en todo el programa para algún tipo de lectura que se salga de lo estrictamente canónico. Ni novela negra -total, Hammett y Chandler son dos autores de pacotilla-, ni ciencia ficción -Huxley, Orwell, K. Dick, Bradbury, Tolkien..., cuentos para críos-, ni nada perteneciente a la segunda mitad del siglo XX, pues como todos sabemos la última novela que se escribió fue la archileída Metamorfosis de Kafka. Después puede que se haya publicado algo (¿en serio? ¿de verdad?), pero los planes de estudio no tienen noticia de ello... Ah, y tampoco saben que existen las autoras (no hay ni una sola mujer en todo el listado: todo un récord).

Está claro que la literatura resulta incómoda y molesta en esta sociedad. No es bueno alentar a pensar -y mucho menos, a crear- en nuestros tiempos, así que las comisiones universitarias están haciendo con gran celo y esmero su trabajo, consiguiendo -de modo paulatino pero firme- su objetivo. Cada curso que pasa, tenemos más alumnos capaces de hacer como máquinas un examen concreto -nos pasamos un año instruyéndoles en su resolución, que no enseñándoles-, pero incapaces de ser realmente críticos, de pensar por sí mismos, de convertirse en adultos con una cierta madurez intelectual. Resulta hipócrita culparles por no querer acercarse a los libros, cuando el sistema les ha dejado bien claro que leer es aburrido, repetitivo y absurdo, de modo que es mejor no formar parte del clan de los lectores, salvo que estén dispuestos a jugarse la vida y ser, cuando se tercie, convenientemente exterminados.

Lo dicho, puro Blade Runner.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La edad de la ira

Hoy hacemos una breve pausa en nuestro (crítico) anecdotario escolar para presentar una novela del autor de este mismo blog, un tal Fernando J. López (sí, un servidor), que saca en febrero con Espasa La edad de la ira, un texto de ficción donde laten muchas ideas, emociones y vivencias análogas a las que se van plasmando en este blog.
Un thriller contemporáneo y urbano en el que, a partir de la intersección de múltiples puntos de vista, se teje un puzle que intenta reflejar el microcosmos que es cualquier instituto. Un relato en el que la intriga -la investigación de un truculento e inexplicable doble crimen- nos permite, además, adentrarnos en las vidas de profesores, alumnos y padres, observando cómo se funden, mezclan y confunden y hasta qué punto pueden influir esas horas -y ese aprendizaje- en todos ellos.
De momento, les dejo aquí la cubierta de la novela y, más adelante, seguiremos dando detalles -en esta misma pantalla- sobre su lanzamiento ;-)

domingo, 7 de noviembre de 2010

No, claro que no funciona

Jueves. En la clase justo antes del recreo. Un grupo de segundo de la ESO corre alrededor del instituto en lo que, supuestamente, es una sesión de Educación Física. Nadie parece controlarles -o, en caso de hacerlo, ejerce dicho control a una distancia prudencial-, así que los chicos comienzan a relajarse y sustituyen la carrera por el paseo, y al paseo le suman la charla, el chiste, el mp3, alguna llamada de móvil o, por qué no, un buen toque de bocina a las bicicletas que están aparcadas junto al muro donde estoy dando clase ahora mismo.

La sucesión de los alumnos -que contemplo mientras intento hacer un examen a mis alumnos de Bachillerato- me recuerda a alguna escena de esas screwball comedies que tanto me gustan, de modo que cada vez es más surrealista la actitud y los gadgets de los chavales, cada vez más ajenos a que se encuentran -siempre supuestamente- en una clase más. Y en medio de ese maratón que pareciera un gag de Muchachada Nui, aparece un chaval con ganas de llamar la atención que decide, secundado por otros dos amigos, gritar un gigantesco Heil, Hitler! a pleno pulmón.

Sus secuaces le ríen la gracia y yo finjo no escucharlo, pretendiendo que es solo uno de esos gritos provocadores que mis alumnos lanzan de vez en cuando y que no tienen fondo alguno detrás. Pero las vueltas se suceden y, justo después del nuevo bocinazo de otro de sus compañeros de clase, el mismo chico vuelve a gritar, esta vez, con más fuerza aún su Heil, Hitler! anterior.

El grito se repite durante un par de vueltas más y cada vez me resulta menos comprensible. Me pregunto si debo intervenir, pero sé que poner en duda la autoridad de un compañero mientras da su clase se considera poco menos que un ataque personal, así que me trago las palabras y me limito a procesar el desconcierto y la tristeza que esta situación -una mera anécdota, supongo- me provoca. Que el chico del Heil, Hitler! sea negro solo añade un punto más de absurdo a la situación y me pregunto si -en sus años de primaria y de secundaria- nadie le habrá hablado de lo que esa consigna supone, de lo que trae detrás, de lo peligrosas que son sus secuelas y de cómo esa estela, lamentablemente, sigue todavía viva en nuestra sociedad.

Quizá la anécdota me parecería menos triste si no acabara de vivir un episodio de homofobia tan solo unos minutos antes en uno de los pasillos de ese mismo centro escolar. O si no hubiera escuchado un comentario racista en el metro justo antes de bajarme en mi parada. Quizá la anécdota me habría parecido una chiquillada si no me pareciera tan peligrosa y si no viera tantos signos de radicalización -adulta y adolescente- a mi alrededor. En este Madrid tan moderno y tan siglo XXI. Un Madrid que, me temo, está lleno de aristas oscuras y áridas que aprovechan las grietas de la crisis para emerger de las tinieblas donde habíamos creído sepultarlas.

Lo que resulta evidente -pienso mientras la ronda de chavales aburridos se sigue sucediendo alrededor de mi instituto- es que este sistema, definitivamente, no funciona. No, no funciona si a la quinta vuelta son ya cinco -no uno- los chavales que gritan ese mismo Heil, Hitler! No funciona si los demás que lo escuchan no muestran desagrado sino tan solo complicidad. No funciona si todos acaban riendo la gracia y aportando su particular granito de arena con nuevos toques de bocina con los que coronar como el nuevo Führer del patio a ese chico de trece años que no sabe el horror que encierran las dos palabras que pronuncia con tanta intensidad.

Afortunadamente, antes del sexto grito sonó el timbre del recreo. Y al menos, durante veinte minutos, pude encerrarme a solas en el departamento, fingir que no existía el mundo exterior en torno a mí y convencerme de que este trabajo sí que tiene sentido. Aunque a veces no sepa bien cuál es. Ni si vale la pena seguir buscándoselo.