sábado, 25 de diciembre de 2010

El despropósito de las juntas de evaluación

Qué mala suerte apellidarse Martínez. O peor aún, Ruíz. Qué mala suerte no caer entre los primeros de la lista, porque -de otro modo- los chicos jamás se ganarán unos minutos -tres, cuatro, tal vez cinco- en los que los profesores discutan sobre su futuro académico. Qué poco tiempo les espera a los que están en la segunda mitad de la lista, aquellos que se topan -por puro azar alfabético- con un claustro cansado, ansioso por regresar a casa y harto de escuchar cotilleos y rumores -a menudo, improcedentes- sobre las clases de las que se ha ido hablando a lo largo de la tarde de evaluación.

En teoría, las juntas de evaluación tienen como fin poner en común no solo las calificaciones, sino también la visión que cada docente tiene de sus alumnos, de manera que se detecten problemas y, en la medida de lo posible, se hallen soluciones. En la práctica, esas juntas son reuniones en las que los asistentes intentan despacharlo todo lo antes posible, donde hay quien se divierte dando datos privados y familiares de nula relevancia pero potencialmente morbosos y en las que se puede llegar al extremo -como le pasó a un amigo mío este curso- de tener a un colega "cronometrando" el tiempo que se tarda en cada alumno: "vamos, que ya van diez minutos y aún queda media lista". Gracias a esos energúmenos, se puede revisar en menos de treinta minutos un grupo de treinta y cinco alumnos (ahora, calculen).

A tan fructíferas juntas de evaluación acuden también los representantes del equipo de orientación, a quienes no se les escucha porque, a fin de cuentas, solo son psicólogos y pedagogos, de modo que pueden tener opiniones fundamentadas que vayan en contra de la ley del mínimo esfuerzo defendida por gran parte del claustro. A cambio, de clasifica a los alumnos en buenos y malos con notable facilidad -a veces la adjetivación es aún más dura- y se les compara sin pudor alguno, en símiles que alcanzan lo insultante cuando los comparados son dos gemelos o mellizos que comparten clase.

Antes de terminar cada uno de estos festivales de la insensatez, se permite -en ciertos centros- que entren el delegado y el subdelegado del grupo a transmitir sus quejas y sugerencias sobre el funcionamiento del curso. Lo normal es que sus palabras se acojan con suspicacia -es decir, con el claustro a la defensiva- y que haya algún profesor que -como también he visto este año en más de un caso- pierda los papeles, infantilizándose y contestándoles como si fuera otro adolescente más, solo que con una posición de poder que hace inaceptable su intervención.

El tutor se encarga de presidir la junta evaluadora de su grupo, supuestamente para poder conducir y orientar los juicios de sus colegas, que deberían escuchar los criterios de todos ante casos dudosos, conscientes de que una calificación no puede ser tan solo un número. Sin embargo, el tutor suele darse de bruces con un muro insalvable, pues nadie admitirá jamás que su cuatro pudiera ser un cinco o que su cinco pudiera ser un seis. Todos los profesores poseen -en dosis individuales y dogmáticas- la esencia eterna de la verdad y nada que diga o haga el resto servirá para disuadirles.

Por supuesto que hay excepciones (pocas), pero gracias a la ineficacia de estas reuniones se llega a disparates como puntuar con un 2 en Lengua a un niño de 1º de la ESO que se esfuerza, que trabaja, que lucha por llegar a un resultado digno y al que, sin embargo, le falla la base y le mata la ortografía. El premio a todo ese esfuerzo es un 1 -"matemático y preciso", afirmó su profesora- que se quedará en su boletín durante todas las Navidades. La consecuencia es que el alumno -un niño de doce años, apenas un recién adolescente- se desmotiva, se despide de su autoestima -solo sus padres saben lo que está costando remontarla- y resulta mucho más duro que antes convencerle de que merece la pena no tirar la toalla, porque en su primer año de secundaria ya ha aprendido una primera y valiosa lección: en este sistema educativo de décimas y pruebas pro-PISA, el esfuerzo no sirve para nada.

Solo espero que, en estas Navidades, a todos esos docentes les traigan ingentes cantidades de carbón... Por estricto orden alfabético, desde luego.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo, la verdad, nunca confíe demasiado en dichas juntas...

"Un antiguo alumno"

Perla dijo...

Siempre me había preguntado qué dirían de mí en esas reuniones los profesores. Ahora veo que nada preocupante. (?)