martes, 26 de octubre de 2010

Ahogado

Hace ya dos años -este será nuestro tercer curso- me embarqué en el proyecto de fundar una revista en el instituto donde trabajo. No fue, en realidad, una iniciativa mía, sino que la idea surgió gracias a la propuesta de dos madres interesadas en fomentar la participación de los alumnos en la vida del centro.

Al principio me dio algo de miedo verme metido en una aventura como esa -más tiempo, más responsabilidad, más trabajo-, pero pronto me di cuenta de que ese esfuerzo merecía la pena. Y con creces. La aportación de los chicos hacía que cada minuto invertido en la revista sirviese de algo y, sobre todo, sirvió para que -de pronto- se dieran a conocer ciertas actividades e inquietudes que todos -alumnos, profesores y padres- parecíamos compartir.

Desde ese tímido -y más que modesto- inicio, la revista no ha dejado de sumar nuevos alumnos -ya somos casi treinta- y este curso ha sido genial encontrarse, en el equipo de redactores, con más alumnos de 1º y 2º de ESO, deseosos de apuntarse a esta pequeña locura y llenos de ideas y de ganas de colaborar. Sin embargo, en estos tres años, no puedo decir que haya tenido un gran apoyo por parte de mis compañeros. Y no es que lo busque, la verdad, pero sí me llama la atención el desinterés de la mayoría de ellos por algo que, en realidad, podría ser mucho más colectivo y, sobre todo, enriquecedor.

Los que sí han querido colaborar han sido, cómo no, los que ya están implicados en otras tareas, de modo que no pueden hacer más de lo que han hecho (y que ya es más que suficiente). Pero salvo ellos -un escogido grupo de amigos realmente entregados a su profesión-, la mayoría de los miembros del claustro con los que me he topado hasta la fecha podrían dividirse, según su actitud hacia la revista, en los siguientes grupos:

a) profesores que presumen de poder aportar muchísimo a nuestra publicación -básicamente para vanagloriarse de sus muchas y múltiples capacidades- pero cuya aportación jamás se concreta en nada,

b) profesores que me marean durante recreos y entre clase y clase con preguntas, sugerencias y cuestiones varias aunque, por mucho que me moleste en resolvérselas, jamás colaboren ni entregan nada mínimamente práctico,

c) profesores que no solo no ayudan sino que, en la medida que pueden, boicotean la iniciativa y que, por ejemplo, cuando un alumno del equipo de redacción acude a entrevistarlos se niegan a responderles o que, por poner otro ejemplo más, se oponen a la publicación de fotos de excursiones o actividades del centro por atentar contra su intimidad,

d) profesores que no ayudan en nada, pero que ponen pegas, critican, desprecian y comentan cómo se podría hacer realmente bien esta revista,

e) profesores que leen los artículos con mentalidad infantil y que escriben réplicas igualmente pueriles contra los alumnos autores de esos textos, estigmatizándolos en lugar de animándolos.

Entretanto -en medio de una creciente sensación de ahogo y, sobre todo, de soledad-, sigo cruzándome por los pasillos con compañeros -supuestos educadores- que no saludan, que no sonríen, que no saben pedir nada por favor y que desconocen la palabra gracias. A estos, la verdad, ya no sé ni en qué grupo colocarlos. A estos, me temo, les dejaría reservada una hermosa jaula a ver si con algún tipo de experimento a lo Skinner conseguimos inculcarles -puro método conductista- una dosis mínima de educación.

P.S. Del tema padres, por cierto, hablamos otro día. Me reservo para el próximo post una curiosa-triste-desconcertante anécdota vivida esta misma semana. Creo que necesito algo de perspectiva para ponerla por escrito. Y algo de oxígeno, cómo no.

domingo, 24 de octubre de 2010

Cero en evaluación

Desde hace unos años, en los institutos se ha implantado una actividad absolutamente inútil de esas que, sin embargo, adoran nuestras autoridades -y no digamos ya en la CAM- porque permiten rellenar papeles, informes y otros tantos documentos de nula utilidad pero que, sin embargo, son motor de irrenunciable gozo para todos los amantes de la burocracia.

La actividad recibe el curioso nombre de Evaluación Cero y, supongo, el cero viene dado no tanto por el hecho de ser la evaluación que antecede a la primera, sino -sobre todo- por tratarse de una bella metáfora que resume, de modo preciso y matemático, los resultados que en ella se obtienen. Exactamente: cero. En teoría, gracias a ella se pretende evaluar los conocimientos que traen consigo nuestros alumnos, aunque esto jamás consiga dar fruto válido alguno. A este hecho contribuyen, entre otros, factores como los siguientes:

1. Boletinitis
Dícese de una enfermedad o manía muy extendida consistente en facilitar a los padres boletines de y por todo. De esta manera, en muchos institutos -el mío, sin ir más lejos- se entrega a las familias un boletín de calificaciones con los resultados de la evaluación cero, en los que se dan situaciones entre hilarantes y lamentables. Ejemplos:
- Alumnos que obtienen una nota sobre conocimientos previos en materias que jamás han cursado (como el alemán de 1º de la ESO)
- Alumnos que se examinan sobre materias que aprobaron con buena nota dos años atrás y que, por supuesto, ya han olvidado, convirtiendo aquellos sietes, ochos y nueves en doses, treses y cuatros.
- Alumnos que, horror, son humanos y, por tanto, olvidan durante el verano gran parte de los datos estudiados el curso anterior, de modo que el mismo profesor que los aprobó en junio los suspende en septiembre.
La entrega del boletín, por tanto, consigue crear una entrañable conmoción en alumnos -a los que les desmotivamos nada más empezar el curso: debe ser estupendo que te suspendan antes de empezar- y padres -que corren a ver al tutor para preguntar por las notas de sus hijos. El inicio del año escolar se convierte, así, en un festival inolvidable de sandeces que nos afectan a todos por igual.

2. Morbomanía
Patología docente que consiste en interesarse de manera del todo inadecuada en la vida de los alumnos, no tanto por la ayuda que se les pueda ofrecer, como por la diversión que nos ofrece asistir a nuestro propio Gran Hermano en una junta de evaluación. De este modo, la evaluación cero se convierte en el primer episodio del reality que es, a su modo, todo instituto, dando pie a aquellas tramas que ciertos individuos seguirán con especial atención a lo largo del curso. Hay quien lo justifica desde planteamientos pedagógicos, pero lamentablemente los que más preguntan, rumorean, cotillean y divulgan son los que, luego, menos colaboran o cooperan. Ellos, con asistir a la vida como espectadores ya tienen suficiente.

3. Claustrofobia
No, no es la aversión al claustro (que, ejem, también podría...), sino el temor de ciertos miembros del equipo docente a quedarse encerrados con sus compañeros durante más minutos de los estrictamente necesarios durante cualquier actividad que se celebre fuera de su horario lectivo. Este miedo absolutamente incontrolable impide que las juntas de evaluación se alarguen más de lo necesario, de modo que se evita profundizar demasiado en los alumnos problemáticos y, por supuesto, se obvia -directamente- a todos los demás. Esta aversión impide que la junta de la evaluación cero permita conocer a los alumnos, de manera que se convierte en un mero ritual donde se aportan comentarios inanes, rumores varios y calificaciones injustificadas.

Hay más factores, desde luego, así que hagan -si lo desean- su propia lista. En cualquier caso, ahora que ya hemos perdido un mes de curso con la evaluación cero, ¿nos permitirán comenzar -de verdad- a dar clase? Lo dudo: la burocracia es como los ataques de la CAM a la enseñanza pública: eterna e infinita.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Humor negro

He aquí dos imágenes de la nueva -e hilarante- campaña de la Comunidad de Madrid. Su lema, un estupendo "Respetemos y apoyemos a nuestros profesores" que dicha Comunidad lleva a cabo mediante medidas como las siguientes:
- supresión de 2500 docentes (frente al incremento de alumnos matriculados),
- ampliación de los cupos de alumnos por grupo: aulas de hasta 35 o más estudiantes en ESO y Bachillerato,
- eliminación de desdobles y de grupos de refuerzo,
- reducción de plazas de profesores de apoyo.
Y, como nueva medida de apoyo y de respeto, este año tampoco existen las vacantes para los interinos, sino tan solo las sustituciones. Para todos aquellos ajenos a este mundillo, aclararé que las vacantes abarcan un curso completo, de modo que el interino tiene derecho a cobrar sus vacaciones y a hacer los exámenes de septiembre de ese año escolar. Convertir una vacante de un año en una sucesión de interminables sustituciones tiene, por tanto, dos consecuencias:
a) el interino ya no cobra sus vacaciones (total, para qué, aquí hablamos de respeto, no de dignidad profesional ni laboral),
b) es probable que en septiembre los alumnos de estos profesores sean examinados por docentes que jamás les dieron clase y que, por tanto no tienen idea alguna ni de su nivel ni de su preparación (bonito, ¿verdad?)
En fin, que una vez más, nos envuelve la propaganda -vacua y grandilocuente- para tapar el destrozo -sistemático y sin paliativos- que la Comunidad de Madrid está acometiendo contra la enseñanza pública. Lamentablemente, esto no parece preocupar demasiado. Supongo que otros temas de candente actualidad, como las idas y venidas del novio de la Esteban, precisan de todas las horas de televisión que otros asuntos mucho más triviales precisarían.
De momento, sigamos apoyándonos y respetándonos al modo espe, que en las marquesinas de los autobuses quedamos, cuando menos, la mar de ornamentales.

domingo, 3 de octubre de 2010

Lo suyo es puro teatro

Hace un par de entradas, mi gran amiga Sinclair -excelente profesora de matemáticas, por cierto- me comentaba que en este blog no había, de momento, espacio para los logros. Para esos momentos que hacen que esto de la educación sí que tenga sentido. Y, como casi siempre, Sinclair -cómo se te echa de menos...- tenía razón, porque durante estos primeros días del curso he estado tan ocupado defendiéndome de los embates -negativos, egoístas y mezquinos- de cierta parte del entorno docente, que me había olvidado de mencionar lo mejor de todo: los alumnos.

Y, siguiendo con la (diminuta y vivencial) línea de esta página, me quedaré con un pequeño ejemplo personal y que, desde luego, no pretende dar lugar a ninguna clase de generalización. Un ejemplo que tiene el nombre de unos veinte chicos y chicas de entre 4º de la ESO y Bachillerato que acudieron, la semana pasada, a una reunión para montar un grupo de teatro en el instituto.

La idea ni siquiera fue mía -sino suya: ellos me pidieron organizarlo- y los convoqué a una hora imposible -a séptima: de 2.15 a 3.20- y un día absurdo -el martes. No creí que muchos aguantaran ese primer obstáculo (¿regalar tiempo -justo antes de irse, por fin, a comer- para algo que no sirve para subir nota?) y, sin embargo, los veinte -muy diversos, muy heterogéneos, muy positivos- estaban allí, con una actitud que solo puedo calificar de entusiasta. Les pinté con crudeza el proyecto: se les exigiría -de forma estricta- asistencia semanal o, de lo contrario, pasarían a ser sustituidos; se haría un severo casting para distribuir los papeles; se les pediría un trabajo serio y responsable, casi adulto; se abordaría el trabajo de un texto clásico (Molière, por ejemplo) para profundizar en ciertos aspectos que la asignatura de teatro de 3º no permite ni siquiera rozar... Mi lista de exigencias me sonaba dura hasta a mí, pero sé que sin compromiso no hay forma de sacar el teatro adelante (son muchos años ya -¿eso quiere decir que estoy madurando?- al frente de mi propia compañía). De nuevo, volvió a sorprenderme su reacción: no solo estaban de acuerdo, sino que al día siguiente había aún más alumnos interesados en dedicar parte de su tiempo a una actividad que no aparecerá en su boletín de notas.

Podría no hacerlo, podría cobijarme en el recorte que hemos sufrido en la enseñanza pública y protestar así, pero sería injusto. No puedo protestar perjudicando a alumnos con tantas ganas de hacer cosas. De crear. De investigar. Y de convivir. Resulta absurdo, claro, pensar que este año voy a cobrar menos -la famosa bajada...- y a trabajar más. No solo por la hora extra que ya tengo, ni por la revista del instituto -que también coordino yo y que no sé cómo vamos a hacer este año sin la fabulosa profesora de Plástica, y buena amiga, que tanto se implicó con esa aventura-, sino por esta nueva hora teatral que ni siquiera aparecerá reflejada en mi horario. Que no aparecerá reflejada en ninguna parte, porque a la administración no le importa demasiado este tipo de cosas. ¿Teatro? Vaya mierda, teatro. Como si fuera eso lo que necesitamos, parecen decir. A la administración, que es un ente muy serio, le importan las pruebas de diagnóstico. Los fill-in-the-gaps. Y todo lo que se haga tipo test. Ah, y también la PAU. Todo lo que sea numérico y, a ser posible, burocrático. Igual que en la cuarta temporada de The wire, ¿les suena? (Si no, corran a verla, por favor).

Es, ya lo advertí, un ejemplo pequeño. Y ni siquiera sé si conseguiremos montar realmente algo (este martes es nuestro primer día de trabajo real). Pero solo la reunión de la semana pasada ya me sirve para darle sentido al hecho de que mañana sea (de nuevo lunes). Porque seguiré sin sentirme cómodo en la sala de profesores (con excepciones, claro..., que en las cañas de los viernes siempre hay una gente estupenda en más de un sentido), pero disfrutaré cada minuto -siempre lo hago- en cada clase.

Gracias, Yol, por hacerme pensar un poco en ello... De verdad.

P.S. Para el reverso amargo me guardo, de momento, la publicación de un post de mi amigo Óscar. Otro testimonio de cómo la generosidad o el sentido común no son virtudes habituales en los claustros.