martes, 7 de junio de 2011

Misoginia por omisión

Curiosa la polémica a la que hemos asistido estos días a raíz del Diccionario Biográfico de la RAH. Y no porque no sea escandaloso su contenido (simplemente indefendible) sino porque ese tipo de manipulaciones -a mayor o menor escala- son mucho más frecuentes de lo que creemos, aunque habitualmente se omitan o, peor aún, las asumamos como algo natural.

Personalmente, en mi experiencia como docente y -también- como editor y autor de libro de texto, siempre me ha preocupado especialmente la presentación tergiversada que se hace de ciertos aspectos socioculturales, así como la perpetuación de algunos prejuicios contra los que todavía nos queda mucho por batallar, tales como la homofobia o la misoginia, presentes de forma velada -aunque constante- en muchos manuales de Secundaria, por ejemplo.

No sé si se han parado alguna vez (si no lo han hecho, pruébenlo: es una actividad sorprendente) a analizar los libros de literatura española y universal que se emplean en la ESO y Bachillerato. Es abrumadora la ausencia de autoras en sus páginas y, sobre todo, el modo en que su trayectoria se sintetiza entre el olvido y la desgana, condenándolas a una eterna segunda fila en la que esa visión patriarcal de la historia cultural se empeña en relegarlas.

Así, en los temas de novela española decimonónica, rara vez encontraremos que se ofrezca el mismo trato a Emilia Pardo Bazán que el que reciben Galdós o Clarín, aun cuando ella sea la única autora realmente naturalista que tuvimos en el XIX y obviando que sus Pazos de Ulloa son una de las catedrales literarias de su tiempo.

Tampoco en la lírica del posromanticismo tendremos más suerte, pues -en la mayoría de los manuales- se nos recomendará como lectura las Rimas de Bécquer -con su correspondiente guía didáctica-, en vez de cualquiera de los libros poéticos de Rosalía -de la que se contentarán con transcribir un par de poemas más o menos representativos. Por no hablar, si seguimos avanzando en el tiempo, de la novela de posguerra, donde se estudiará en profundidad a autores como Delibes o Cela -y siempre lo mismo, La colmena y Cinco horas con Mario, no vayamos a sorprender a alguien-, y se mencionará -si acaso, con algún fragmento: pero solo si nos sobra algún hueco en la página- a autoras como Matute, Martín Gaite, Rodoreda o Laforet.

En las unidades de cierre, sí, esas que supuestamente se consagran a la literatura actual (la que obvia la Selectividad para desgracia de nuestros alumnos, a quienes se insiste en mantener lejos de los libros potenciando toda posible brecha cultural y generacional), pues bien, en esos temas -a los que apenas hay tiempo para llegar y que suelen estar redactados de un modo entre indolente y chapucero- puede que se aluda al teatro de Mayorga o Belbel, pero rara vez se hablará de Paloma Pedrero o Lluisa Cunillé.

Otro tanto sucede en la literatura universal, donde en el tema de la renovación de la novela a finales del XIX y principios del XX tendremos que conformarnos con la tímida presencia de Virginia Woolf, a punto de ser barrida por las páginas dedicadas a Joyce o Proust. Y poco se indagará en otras autoras del temario que, como Duras o Yourcenar, apenas si serán nombradas durante el curso por mucho que obras como Memorias de Adriano sean una de las lecturas más recomendables e intensas del siglo XX.

Por supuesto, ni rastro de la mujer en la literatura española e hispanoamericana de los Siglos de Oro, donde no mencionaremos la existencia de dramaturgas (aunque algunas obras de Ana Caro sean muy superiores a ciertos textos de otros autores mucho más célebres, como Rojas Zorrilla o Moreto) ni dejaremos a María de Zayas o a sor Juana Inés de la Cruz probar la importancia de sus respectivas obras. En este último caso -el de sor Juana- podemos defender esa omisión no ya desde la misoginia más acendrada, sino desde un ombliguismo peninsular que hace que solo se dedique a la literatura hispanoamericana un miserable tema en toda la ESO y el Bachillerato, en un acto que solo puede entenderse desde la cerrazón más cateta, extrema y provinciana.

En el caso de la PAU (Pruebas de Acceso a la Universidad), resulta muy significativo -además de bastante triste- que entre las lecturas obligatorias de Literatura Universal propuestas por las universidades madrileñas no figure ni una sola escritora. Y en el caso del examen de Lengua española que tuvo lugar ayer mismo, es curioso que, tras proponer en la pregunta de comentario un texto sobre la educación de la mujer a principios del siglo XX, se obvie el auténtico conflicto en él denunciado y se pida a los alumnos que elaboren un texto argumentativo con un tema tan general -y asexual- como "la importancia de la educación de las personas", dejando de lado toda consideración sobre la situación y el papel de la mujer -verdadero quid de ese fragmento.

Por todo esto, supongo, lo del Diccionario Biográfico no me sorprende demasiado y, sobre todo, no me preocupa. Es una barbaridad de trazo grueso, de esas que no pasan desapercibidas y, por tanto, acaban siendo del todo inofensivas. Lo realmente peligroso es el prejuicio sibilino, contumaz, avalado por la tradición y asumido como dogma. La omisión de la labor cultural de la mujer en los libros de texto es una forma de perpetuar esos roles sexistas (justificándolo desde posturas estilísticas absolutamente indefendibles y que solo se basan en un canon tan heredado como tramposo). De la omisión de la realidad gay en esos mismos libros, por cierto, hablamos otro día, que ese tema -como no podía ser menos- también da para mucho.

3 comentarios:

Sinclair dijo...

Totalmente de acuerdo, Fernando. Precisamente el otro día pensaba sobre ello al leer que los primeros textos que se atribuyen a un autor en la historia los escribio una mujer, la princesa y sacerdotisa acadia Enheduanna, hace unos 4000 años. Viene de lejos la cosa

Arual dijo...

Misogimia por omisión, tú lo has dicho!! Es increíble como se ha forjado desde siempre la idea de la mujer como sexo débil en todo.

lopezsanchez dijo...

No sé en qué temprano curso me hicieron leer Adios, Cordera. Un par de años más tarde tocó -horror- Pepita Jiménez. En ningún caso entendí por qué había que leerse eso.
Ese verano me leí Cumbres borrascosas y me encantó. "Esto sí es una novela buena", me dije, "qué suerte los ingleses, que leerán estas cosas en el cole, no como los peñazos que se escribían aquí". Pero resultó que estaba equivocada, que llegué a Los Pazos de Ulloa y descubrí un novelón maravilloso e intenso. No puedo más que reafirmar mi intuición adolescente: ¿por qué hay que leer Pepita Jiménez?