domingo, 28 de noviembre de 2010

Concurso (kafkiano) de traslados

Este curso coordino -por tercer año consecutivo y, cómo no, en mi tiempo libre- la revista de mi instituto. Además, por ese virus vocacional que nos afecta a unos cuantos, he creado un grupo de teatro con chicos desde cuarto de la ESO a Segundo de Bachillerato. De ambas actividades obtengo una nula remuneración -tanto económica como en forma de créditos o puntos- pero son dos tareas que asumo por el mero hecho de que creo en su importancia y en su validez desde el punto de vista educativo.

Acepto que se trata de algo que hago de forma voluntaria e incluso empiezo a resignarme a que, desde el sistema y la Administración, no se valore lo más mínimo ese esfuerzo (ni se tengan en cuenta que son muchas, muchas, muchísimas horas). A menudo me hace gracia escuchar las quejas de algún padre por "lo poco que hacemos fuera de nuestro horario". Bien, yo lo hago. Y n soy el único (aunque, admitámoslo, tampoco somos -ni mucho menos- mayoría). Pero me pregunto cuántos de esos padres que se quejan dedicarían horas extras de su tiempo a hacer más y mejor para su trabajo. Cuántos se quedarían fuera de horario en la oficina si no hubies algún tipo de retribución a cambio.

Pero aun asumiendo el rasgo vocacional y el pseudoesclavista, lo que no puedo aceptar es que ni siquiera se me deje tiempo para dedicarme a esas labores que sí creo realmente instructivas y que, a cambio, se me obligue a perder ese mismo tiempo en tareas burocráticas que se repiten año tras año -cual mito de Sísifo- como el evento anual de de rellenar -por vigésimonovena vez- los mismos papeles del llamado concurso de traslados.

En principio, este año debería de haber sido sencillo. Es mi tercer concurso, así que solo tendría que presentar los méritos acumulados en estos dos últimos años, de modo que pasasen a sumarse con los méritos ya inscritos. Pero no, porque -oh, sorpresa- ha cambiado el baremo y, cómo no, se nos obliga a presentar absolutamente todo cuanto queramos que sea contabilizado desde que comenzamos a ser funcionarios hasta hoy. Y ese todo incluye papeles, certificados y ejemplares de libros que ya hemos entregado en más de una ocasión (oposiciones incluidas). Papeles y certificados que, para colmo del surrealismo, se hallan en manos de la propia Administración, a quien hemos de solicitárselo para luego volvérselo a entregar.

Y así, entre mostradores de información, páginas web y solicitudes telemáticas, he pasado ya casi una semana. Luchando por robar horas a la gestión de esta infame actividad con el único fin de dedicárselas a lo que realmente debería de importar: la educación. Afortunadamente, mi trabajo se encuentra a diario con tantas trabas y papeles que esa tarea resulta imposible y eso nos garantiza, una vez más, que seguiremos formando alumnos acríticos, aburridos y hartos de soportarnos clase tras clase. Es mejor que todo siga así, no vaya a ser que actividades como el teatro o la revista escolar -entre otras muchas- infundan en ellos ganas de aportar algo que se salga de lo previsto y acabemos descubriendo que la educación pública -en realidad- sí que es posible, solo basta con dar un instrumento tan sencillo y valioso como el tiempo para que eso suceda.

Ahora, si me permiten, les abandono para volver a consultar por vigésima vez la convocatoria del BOCAM, que aún me quedan muchos méritos -de los que ellos sí que consideran, aunque no guarden relación alguna con la enseñanza- que valorar.

2 comentarios:

Arual dijo...

Siempre la maldita burocracia.... buff!!
Aunque bueno si te digo que yo hago horas extra en la oficina sin que me paguen por ello ni me lo agradezcan mucho, pero es que soy de esas "tontas" que como a ti les gusta su trabajo!

Fernando J. López dijo...

Ya somos dos, Arual. También en eso coincidimos ;-)