Empiezo el año con un hecho
insólito: dándole la razón a la OCDE. No, yo tampoco me lo explico, pero no
puedo más que decir que suscribo, plenamente, muchas de las afirmaciones de su
último y reciente informe:
“El gasto público en salud
y educación como porcentaje del PIB es modesto en comparación con otros países”
“Reducir las desigualdades
requiere mejorar el acceso a la educación”
“Los recortes en la
educación pública (también los de sanidad) difícilmente pueden hacer una
contribución mayor para cumplir los objetivos de reducción del déficit, ya que
es importante proteger el acceso”.
Resulta casi accesorio añadir
nada más. Por supuesto, siempre estará quien nos cuente que en tal o cual país
se gasta aún menos, y los profesores tiene más alumnos por aula, y cualquier
otro tipo de cifra de esas que los detractores de la educación pública se sacan
con soltura de la manga, olvidando que cada país tiene su propia idiosincrasia
y, sobre todo, su propia problemática. Pero argumentar que los docentes estamos
actualmente desbordados por la ratio de nuestras clases (¿se imaginan cómo
es “personalizar” el aprendizaje cuando se tienen unos doscientos alumnos al
año?), o explicar que en ciertas comunidades ya ni siquiera se cubren bajas
de profesores de quince días -a veces, me consta, de unos cuantos más- o
insistir en que se han suprimido los refuerzos, desdobles y apoyos que ayudaban
a nuestros alumnos con más problemas es como clamar en el desierto ante la
sordera de quienes están ansiosos por justificar el afán de privatización -cada
vez menos encubierto- de las aulas públicas.
Empezamos un 2013 que se
preve difícil. Y lo hacemos caminando hacia una ley llamada LOMCE cuya única
finalidad parece ser perpetuarnos en el fracaso y la segregación. Una
ley que, por supuesto, se implantará con una inversión raquítica -error que ya
se cometió con las reformas anteriores- y que en vez de promover opciones,
restará todas las posibles a aquellos alumnos que no encajen en la versión más
rancia del sistema. Así, con un poco de suerte, entre reválida y
reválida -para qué molestarnos en educar si podemos alentar a competir-,
crearemos toda una generación de fracasados a los que privaremos de acceso a un
futuro digno -en lo profesional y en lo personal- y que podrían haber
tenido una realización plena -en ambos frentes- si alguien se hubiese molestado
en fomentar su potencial en lugar de empeñarse en cercenarlo.
Según la OCDE, endurecer el
sistema no conduce a nada positivo. Pero eso, a nuestro ministro,
tampoco le importa. A él, en realidad, está visto que eso de escuchar le parece
una tarea muy aburrida. O muy cansada.No lo sé. El caso es que profesores,
padres y alumnos seguimos advirtiendo de la debacle que se nos viene encima.
Porque no es que la situación actual sea idílica -que no lo es, en absoluto-,
pero no vamos a mejorar el sistema educativo afianzando sus errores y
desechando sus logros, por pocos que sean. Y la atención a la diversidad
-nuestra gran asignatura pendiente y en la que aún queda muchísimo por hacer-
es, precisamente, uno de los escasos puntos en los que se están consiguiendo
éxitos. Insuficientes, desde luego, porque falta inversión, implicación
-permítanme que ahí nos incluya a todos: los problemas no están solo en el
otro- y, sobre todo, porque vivimos en una sociedad que no ha visto la
educación como un auténtico valor durante muchos años, cegada por el culto al
dinero fácil en todas sus versiones (por oscuras que fueran).
No sé cuántos informes se
necesitan para replantearse, con seriedad, la situación de nuestro sistema
educativo. Pero sí sé que mientras sigamos sin un pacto educativo
estable y sin un auténtico debate al respecto, continuaremos sumando reformas,
contrarreformas y despropósitos, justo cuando más necesitados estamos de
avances y progresos.