Soy un privilegiado. Sí, he tenido el privilegio de que me bajen el sueldo casi un 20% en dos años. Y hasta me han premiado riéndose de mí al decirme que el acto de quitarme una de mis catorce pagas no era una reducción, sino un "retraimiento".
Soy un privilegiado que se dedica a un trabajo que le apasiona -la enseñanza- y que está asistiendo al acoso y derribo contra la escuela pública, un ataque continuo frente al que resistimos como podemos, con armas que tienen que ver con nuestra implicación y nuestro compromiso social, ese del que dicen que carecemos y cuando insisten desde su caverna mediática en que solo somos un montón de vagos que deben pagar la crisis de la que, al parecer, yo soy uno de los máximos responsables.
Como el verano no me invita a reflexiones demasiado generales, he preferido echar un vistazo en mi propio recorrido personal y profesional para ver hasta qué punto he expoliado al sistema y cómo me he lucrado, por encima de mis posibilidades hasta el punto de tener que ser uno de los que ahora paguen las consecuencias con un deterioro directo y significativo de mi situación personal.
Mi vida como privilegiado comenzó ya en la universidad, donde tuve el privilegio de trabajar como teleoperador (lo hacía fatal, lo admito), pizzero (esto tampoco fue muy glorioso) y profesor de inglés y alemán en una academia. No sé en cuál de los tres trabajos me explotaban más (lo que sumaba entre los tres ahora me parece, simplemente, irrisorio), pero era mi manera de no depender de la economía familiar y pagarme los estudios.
Después, el siguiente privilegio fue una beca de trabajo en una conocida editorial en la que creo que cobraba como unos 300 € mensuales (entonces eran pesetas: esas a las que parece que vamos a regresar) por hacer un trabajo aburrido y cero motivador en el que apenas aprendí nada de mi oficio, aunque sí mucho del mundo de la empresa.
De ahí, gracias a una ETT (sí, una de esas Empresas de Trabajo Temporal que florecieron como champiñones en la era Aznar), obtuve mi primer trabajo serio: traductor e intérprete en una empresa de herrajes para muebles. Fascinante... Ahí tampoco había pagas extras (por lo de la ETT, que vampirizaba prorrateando), así que ahora que tampoco la tengo, gozo del privilegio de haber retrocedido como 10 años atrás en mi propia historia.
Un año y pico después, como lo de traducir manuales sobre cerraduras no era, precisamente, mi vocación, comencé como lexicógrafo en una gran editorial. Allí estuve dos años gozando del privilegio de coordinar a un equipo de 11 personas en un proyecto de envergadura -evitaremos nombres: el tiempo lima rencores y solo lo bueno permanece- donde me pagaban casi tanto como cuando era becario. Cuando se me ocurrió pedir un aumento, el responsable de RRHH me miró con condescencia y me dijo que teniendo en cuenta mi circunstancia (con eso se refería a mi orientación sexual), debía considerarme "un privilegiado" (sí, ya por entonces entró en mi vida esa palabra) "por trabajar allí y ser el responsable de ese proyecto". Como ese privilegio -y su homofobia- me tocó mucho las narices, di el salto a otra empresa tras decirle lo que "mi circunstancia" y yo opinábamos de él.
En la siguiente editorial -aún más grande que la anterior- empecé a trabajar como autor de libro de texto y, por esos azares que uno nunca acaba de explicarse- se despertó mi vocación docente a la vez que mi labor como autor teatral y novelista empezaba a verse reconocida. En esos años comenzaba a publicar, a estrenar, a moverme en el campo de la creación y, a la vez, sentía ganas de compartir mi pasión por la literatura con los más jóvenes fuera de los márgenes del libro de texto.
Así que, en esta ocasión, conté con el privilegio de comprarme un temario inmenso para opositar a Secundaria y Bachillerato. Acudí con una maleta -literal- a recogerlo y dispuse de unos nueve meses -mientras trabajaba y seguía con mis labores creativas- para meterme esa maleta en mi cabeza. Como no había sido interino, ni tenía puntos, ni nada de nada, estaba condenado a sacar un diez en las dos pruebas si quería optar a plaza, de modo que gocé del privilegio de renunciar a mi vida personal durante un año -ni pareja, ni amigos, ni familia- para sacar ese dichoso diez y conseguir entrar en las aulas.
Desde entonces, sí que soy un privilegiado. Privilegiado porque amo educar, porque el cariño de los alumnos no se paga con nada, porque creo firmemente en lo que hago. A cambio, he visto cómo cada año empeoraban mis condiciones y, sobre todo, las de mis alumnos. De nuevo aulas con cuarenta adolescentes. Sin medios para los chicos y chicas con problemas. Sin desdobles. Sin atención a la diversidad. Y con medidas que pretenden que, en el futuro, solo puedan estudiar quienes tengan el dinero para pagarlo.
Por eso, cuando miro hacia atrás y veo que jamás me he hipotecado, ni comprado tres coches, ni especulado en nada, cuando repaso todo eso no acabo de entender por qué tengo yo -como tantos millones de personas- que pagar esta maldita crisis.
Y cuando ciertos indeseables columnistas insultan el trabajo de los funcionarios, me pregunto cuál será su nivel de compromiso con lo que hacen, porque en mi entorno ese compromiso es altísimo y, a pesar de cuanto nos roban y nos seguirán robando, no hemos cejado ni un segundo en nuestro trabajo y en nuestro servicio a la sociedad.
En eso, lo admito, sí que soy un privilegiado. Porque tengo el privilegio de trabajar con gente a la que admiro, de sentirme parte de ese movimiento real y generoso que es la Marea Verde y porque desde las aulas puedo trabajar para seguir inculcando una mentalidad crítica en mis alumnos. En esos jóvenes a los que quieren robarles el mañana y que sé que van a construir -pese a quien pese- un hoy que sí merezca la pena.
Por eso, porque sé que las ideas pueden cambiar el mundo -por mucho que ese mundo se empeñe en ir hacia atrás- me siento un maldito privilegiado. Tengo el privilegio de la tiza. Y ellos, tan solo, los restos de un sistema podrido que, si siguen manejando así, acabará explotándoles en las narices.