Tal vez haya quien crea que las afirmaciones anteriores son una falacia, pero está claro que nuestro actual ministro no piensa así. Él ha hecho suya esa máxima de que cualquier tiempo pasado fue mejor y plantea retroceder unos cuantos años hasta devolvernos a aquellas aulas de treinta y tantos o hasta cuarenta alumnos del antiguo BUP. El BUP, claro está, no es la ESO, pero para explicar algo así hay que querer oír, y todos los que esgrimen el argumento de "pues yo estudié con cuarenta más y aquí estoy" no suelen ser de los que practican la (tan minoritaria) escucha activa.
En mi caso, por ejemplo, ese aumento de los alumnos por aula me exigirá suprimir de raíz gran parte de las actividades que, hasta la fecha, he hecho con mis grupos. Tendré que eliminar las exposiciones orales -no hay tiempo material para que cuarenta alumnos defiendan un trabajo ante sus compañeros: total, para qué van a aprender a expresarse en público-, no podré hacer un seguimiento personalizado de su aprendizaje -y, seguramente, por mucho que lo intente, jamás llegue a conocer bien a los estudiantes que menos destaquen, que se esforzarán por hacerse invisibles en medio de la marabunta- y tendré que reducir el número de trabajos creativos que les pida, porque no tendré tiempo material para corregir y valorarlos como se merecen.
En definitiva, habrá que volver a la clase magistral -con alguna que otra pincelada de modernidad, sí: puro maquillaje TIC- pero eso no tendrá nada que ver con el trabajo que hago actualmente, porque alguien debería explicarnos cómo podemos plantear un aprendizaje activo, individualizado y participativo con cuarenta alumnos en un aula. Cuarenta alumnos que habrá que multiplicar por unos siete u ocho grupos para cada docente. En total, una media de 250 a 300 alumnos por profesor, una cifra que, de puro abultada, resulta esperpéntica.
Por supuesto, la labor tutorial se verá también perjudicada, porque como ya no tenemos horas -más que una, y gracias, en las que atender a los padres- puede que tardemos medio curso en conocerlos a todos y, con un poco de suerte, cuando queramos reaccionar ante un problema será siempre demasiado tarde, pues no lo habremos detectado jamás a tiempo.
En cuanto a las actividades que hacemos de forma voluntaria, no remunerada y fuera de nuestro horario, habrá que ver si podemos -y queremos- seguir con ellas. En mi caso, tendré que sopesar si puedo seguir dedicando tiempo al grupo de teatro de mi instituto, o si he de rendirme a la evidencia y asumir que los días no son tan flexibles como las tijeras con las que recorta en lo público -mientras sigue subvencionando y concertando...- nuestro gobierno.
Todos sabemos -profesores, padres y alumnos- que el año que viene será, si cabe, aún más precario y kafkiano que este. Pretenden que los alumnos, a partir de septiembre, sean tan solo un número. Que se hagan más anónimos que nunca. Porque, en vez de perseguir la personalización del aprendizaje, en vez de ponderar la función tutorial, en vez de premiar la productividad y de exigir y recompensar el rendimiento -no tengo nada en contra de eso: que lo hagan, así también se limpiará el sistema de quienes no tratan a los alumnos como se merecen-, en vez de todo eso, se fomenta la "clase-rollo", el "vamos a leer el libro de texto", el "aprende como puedas" y otras tantas fórmulas que todos hemos sufrido y que, hasta la fecha, nadie ha demostrado que tengan la más mínima validez.
Espero, en fin, que las fauces de los mercados disfruten con el sacrificio de toda una generación de alumnos, porque es un tributo demasiado jugoso -y suicida- como para que no sea así.