viernes, 25 de febrero de 2011

Va por ellos



Escribí La edad de la ira por muchos motivos pero uno de los que me movió con más fuerza era mi intención de hacer un particular homenaje a esa edad tan compleja -y, a la vez, tan importante en nuestras vidas- que es la adolescencia. Una edad en la que, sin darnos cuenta, empezamos a definir con rotundidad lo que somos. Lo que vamos a ser. Una edad que, a su modo, nos acompaña siempre, aunque los años -en forma de aprendizaje y experiencia- intenten darnos capas y filtros con los que tapar y controlar nuestros miedos e inseguridades, como si el fin del acné supusiera también el adiós a ese adolescente complejo y voluble que, muchos de nosotros, seguimos siendo.

Cuando surgió la necesidad -porque ni siquiera fue una elección- de escribir esta novela, llevaba ya unos años -no muchos- trabajando como profesor de ESO y Bachillerato en un instituto. Aleccionado por tópicos y prejuicios varios, no sabía bien que me iba a encontrar en aquellas aulas y, desde el primer momento (y a pesar de la torpeza y los miedos inherentes al primer día de clase), solo vi un montón de adolescentes de los que se podían conseguir muchísimas cosas si se trabajaba con ellos lo suficiente. Esfuerzo, autocrítica, afán de superación, paciencia y cierta dosis de tolerancia al fracaso se convertirían, en adelante, en mis herramientas como educador, tal y como algunos de mis compañeros -hoy, grandes amigos- me enseñaron.

No tardé en darme cuenta de que todos los males que les achacamos no son, ni mucho menos, culpa suya. En el fondo, los adolescentes -mi mejor motivación para ir a trabajar cada mañana- no son más que una pieza dentro de ese inmenso tablero de ajedrez que es la educación. Un tablero donde somos muchos los jugadores aunque, curiosamente, nadie esté dispuesto a asumir nunca su responsabilidad. Padres, profesores, alumnos, medios de comunicación, inspectores, instituciones políticas, comunidades autónomas... Demasiados peones y demasiadas casillas que se quedan vacías de respuestas, porque todos acusamos rápido al del bando contrario -o peor aún: agredimos rápido al bando contrario- en vez de afrontar la educación como una tarea global que requiere acuerdo, consenso y diálogo.

Pero más allá de la torpeza, de la desidia o de la falta de voluntad de muchos adultos, me he encontrado siempre con la energía que me dan esos adolescentes, esos cientos de alumnos cuyos nombres retengo porque de todos he aprendido algo, porque todos han dejado parte de sí mismos en mí -aunque muchos ni lo imaginen-, porque no puedo dejar de dar algo de mí cuando me pongo delante de la pizarra y trato de contagiarles la pasión por la literatura, la lengua, el teatro o el cine que yo siento.

Por todo eso, porque La edad de la ira es mi forma de homenajearles, me emocionó tanto la presencia de tantos de mis alumnos -y ex alumnos- en la presentación de la novela de este pasado miércoles 23 de febrero. Una presentación que tuvo lugar en la Casa del Libro de Gran Vía y donde se agotaron los ejemplares ante el entusiasmo de un auditorio extraordinariamente joven. Un público abarrotado de adolescentes -gracias, chicos- que se mezclaban con padres, profesores y lectores anónimos que acudieron, curiosos, al darse de bruces con aquella peculiar marea humana. Ese cariño brutal -incondicional- de todos ellos fue la mejor prueba de que merecía la pena el esfuerzo de sumergirse en las páginas de La edad de la ira, una historia que no fue fácil escribir, porque requería dejarse llevar por la emoción exigida por los personajes, por sus vidas, por los hechos narrados, una vorágine sentimental que me trajo noches de insomnio y más de una lágrima.

La presentación fue ya un premio en sí misma. Un hito al que hoy se suma la estupenda noticia de la salida de la segunda edición de la novela -en apenas dos semanas-, o la generosísima mención de Luis María Ansón en su Zigzag de El Cultural -gracias por ese apoyo: espero no defraudar tus expectativas en mis trayectoria literaria-, o la preciosa y emocionante crítica de la novela en Dosmanzanas -un texto tan emocionante como la historia de la propia novela-, o las opiniones blogueras de algunas lectoras de excepción -como mi Inquilino y mi Arual.
De momento, La edad de la ira sigue su andadura y, según parece, cada día camina con más firmeza. Con más compañía. Ojalá todos los lectores hagan el mismo viaje al pasado que hacen los personajes. Se vean y se recuerden a su edad. Y quizá ese trayecto les ayude a liberarse de tópicos para aproximarse a la nueva generación con una mirada mucho menos maniquea, mucho más cercana. Y mucho más plural.

jueves, 17 de febrero de 2011

Sigan recortando...

En solo unos meses hemos sabido que la tasa de abandono escolar en España dobla la media europea y que nuestros resultados académicos, según el informe PISA, oscilan entre malos y mediocres. Ante ambas noticias, los medios nos regalan unos cuantos titulares tremendistas, los lectores de esos medios se llevan las manos a la cabeza y al día siguiente se sigue haciendo como si no pasara nada, dedicando las páginas de los periódicos a reflexionar sobre cuestiones mucho más interesantes y trascendentes, ya sea la marcha de Ronaldo, las fotos de Shakira y Piqué o el descalabro de la última edición de Operación Triunfo.

Por si fuera poco, más allá de la desidia informativa, se toman medidas políticas entre fatales y desafortunadas que contribuyen a que la situación de nuestro sistema educativo sea, aunque parezca imposible, aún más precaria. Medidas encaminadas a paliar la crisis que, en vez de buscar recursos y capital en otras partidas, optan -cómo no- por recortar los presupuestos de Educación, obligándonos a quienes trabajamos en esto -desde el ámbito que sea- a seguir haciendo malabares con unas cifras que rozan lo imposible. La gran perjudicada, desde luego, es la enseñanza pública, de la que en rara ocasión escuchamos los elogios que algunos de sus profesionales se merecen y donde se abordan tantos frentes desde el más puro y duro de los voluntarismos.

Y así, por ejemplo, la Generalitat se echa atrás en la distribución de portátiles en sus aulas -ignorando la necesidad de las TIC en el marco de la enseñanza actual- o, más grave aún si cabe, se aprueba una Ley de Presupuestos donde se prohibe cubrir más de un 30% de las bajas del profesorado, lo que ha provocado la suspensión de las próximas oposiciones de Infantil y Primaria en numerosas Comunidades Autónomas (algo que, sin duda, pronto tendrá su idéntico reflejo en secundaria). Esta medida no solo implica que no se cubrirán las bajas actuales sino que, peor aún, nos encontraremos con aulas más abarrotadas y condiciones aún más precarias para el curso que viene. Y es que nadie parece haber tenido en cuenta que este 2011 es el último año en que el profesorado puede acogerse a la jubilación incentivada a los 60, lo que augura un gran número de retiros voluntarios -y, por tanto, bajas no cubiertas- a final de este curso.

Así pues, empezaremos un año escolar 2011-2012 con menos profesores, menos plazas, más alumnos por aula, más docentes impartiendo materias de las que no son especialistas... y muchos más motivos igualmente esperanzadores y positivos para que esa cifra -ya alarmante- de abandono escolar siga consolidándose hasta convertirse en un dato tan insoportable como insoluble.

viernes, 11 de febrero de 2011

Un alumno opina

«—¿No os gusta leer? —me alarmé.

—Leer sí, claro —me respondió Julia,

una de las repetidoras del grupo—. Pero la literatura, para nada.

Algo falla cuando Julia está convencida

de que los libros y la literatura son dos cosas distintas.»

La edad de la ira

En La edad de la ira se reflexiona, entre otros temas, sobre la desmotivación de nuestros adolescentes, sobre esa abulia de la que les acusamos y que, sin embargo, tiene muchos responsables entre los adultos que nos relacionamos con ellos. Personalmente, creo que es preciso que profesores y padres hagamos una severa autocrítica de nuestra labor, además de exigir -por parte de las instituciones- una profunda revisión de los contenidos que se imparten, más anclados en el siglo XIX que próximos a la realidad del siglo XXI.

Esta semana, mientras me preguntan por todos estos temas en entrevistas de medios de comunicación de lo más diverso, he recibido vía e-mail el texto de Juanra Álvarez Sebastiá, un ex alumno al que tuve la suerte de darle clase hace dos años, cuando él cursaba 1º de Bachillerato. Es uno de esos chicos brillantes a los que el sistema educativo adormece, al no plantearle reto intelectual alguno, condenándolo a la consabida repetición memorística de datos que de poco le servirán en el futuro. Su carta -desoladora en su sinceridad- resume cómo ven tanto él como muchos de sus compañeros su paso por las aulas de un instituto. Aquí os lo dejo:

Lengua y literatura. Tiza y catarsis. Segundo y primero. Cómo cambia todo en un año, la verdad es que me sorprendió que mi asignatura favorita se convirtiera en una clase para dibujar en tan solo doce meses. Y es que hasta que algunos (muchos) no reconozcan sus errores (demasiados), éstos serán incorregibles…pero el ego que proporciona una tarima de madera carcomida es demasiado grande.

Allí no había lugar a debate sobre nada, pero en un clima tan poco propenso a que un cerebro despierte, me dio un poco igual, porque la mediocridad narcotiza los cerebros. Cuando acabé segundo, la selectividad, las reclamaciones, las matrículas y todas esas basuras, me di cuenta de que afortunadamente, el daño llegaba tarde. Me sentí afortunado porque ya amaba los libros desde antes, y cuando amas la literatura, da igual quien venga a derruir tus creencias… da igual cuantas Desheredadas o Moratines te persigan: te irás a la tumba con un libro bajo el brazo.

Pero, ¿qué será de todos aquellos que no aman los libros por no haber encontrado todavía esa obra que hace que, de repente, encuentres vida entre letras mecanografiadas? No lo sé, porque es la educación quién debe motivar a los alumnos para acercarse a los libros, y desde luego, a mi la mayoría de los profesores a lo único que me han motivado es a meter
www.rincondelvago.com en favoritos.

Yo sí creo que otra educación es posible, y no es algo tan complicado de conseguir como hacen ver algunos. Y no, no sirve de nada comprar pizarras táctiles ni dar portátiles a los alumnos si no se soluciona la base: si la raíz del árbol está seca, de poco sirve pintar las hojas de verde.

Desgraciadamente, la raíz de la educación actual son esos profesores que se sientan encima de la mesa del profesor para sentirse contemporáneos y luego te hacen meter en cajas sintagmas preposicionales durante 55 minutos. Esos que no hacen absolutamente nada en sus clases y luego culpan a sus alumnos de no llegar a tiempo con el temario para selectividad. Los que creen que recomendar un libro de 1960 es estar a la última y que el único mensaje que la poesía puede transmitir debe traducirse del código binario de la literatura: AABBABA BABBABBA (y así sucesivamente). Definitivamente les odio. Odio a todos esos profesores que le dan demasiado a la lengua y en sus palabras nunca hay un ápice de literatura, aunque ellos crean que un eructo suyo es una oda a la belleza. Baja, modestia, que sube medio claustro.

Supongo que siempre hay esperanza, ya que si aún sigo recordando algunas asignaturas del instituto, incluso del colegio, es porque hay gente que lo hace bien. Gente con deseos de cambio. Pero hasta que esa gente deje de ser minoría, no habrá revolución posible. Qué vida más triste.

JUANRA ÁLVAREZ SEBASTIÁ

martes, 8 de febrero de 2011

La pluralidad necesaria

Uno de los temas que pretendía abordar en La edad de la ira era la importancia del trabajo en equipo dentro del ámbito de la educación. En mis -todavía no muchos- años de experiencia, me enfada e irrita especialmente la cerrazón de todos los colectivos implicados: personal docente, personal no docente, instituciones, administración, padres y alumnos, de modo que en vez de cooperar, terminamos atacándonos unos a otros. Organismos institucionales que no escuchan a quienes estamos a pie de aula, luchando tiza en mano a favor de la formación de nuestros jóvenes; profesores incapaz de aceptar una crítica y dispuestos a tomar siempre al padre y a la madre de sus alumnos como un enemigo potencial; padres que se niegan a reconocer el trabajo del claustro y que, ni aun cuando hay logros, los ponderan; normas abusivas que no solo no premian el sobreesfuerzo, sino que casi lo castigan..., y así hasta completar una lista interminable de desencuentros que no conducen más que al abismo -siempre improductivo- de la incomunicación.

Mientras no nos demos cuenta de que esta es una tarea global, de que es necesario motivarnos -no solo a los alumnos: también a nosotros mismos-, de que se debe luchar a favor de una dirección común y buscar posiciones de encuentro y de diálogo, mientras no asumamos que el debate enriquecedor ayuda y la hostilidad solo desgasta, seguiremos en esta mediocridad que hoy nos rodea, desperdiciando -entre unos y otros- lo mejor que tenemos: el potencial -infravalorado y poco aprovechado- de esos adolescentes que, abrumados por un sistema arcaico ya desde sus propios planteamientos curriculares, se convierten en el último eslabón de una cadena donde más de un padre cabreado y de un profesor nada autoexigente se erigen en innecesarios protagonistas.

Por eso, entre otros motivos, escribí La edad de la ira desde una estructura polifónica, porque creo que la educación solo puede nacer del debate, de la pluralidad, de la tolerancia y del diálogo. Solo si suenan todas las voces y si, a la vez, se saben escuchar. Ojalá esta novela -si sigue abriéndose paso con tanta fuerza en las librerías como lo ha hecho estos primeros días de vida- consiga abrir preguntas a las que vosotros -o mejor aún, nosotros: padres, profesores y alumnos- habremos de darle respuesta. Yo, por mi parte, solo tengo montones de incertidumbres y muchas ganas de hacer y de buscar. Sé que muchos de los que leéis este blog compartís esas ganas. Y eso no solo me ilusiona, sino que -más aún- me hace sentir la necesidad de seguir escribiendo. En la pizarra, en el ordenador y en el papel.

lunes, 7 de febrero de 2011

LA EDAD DE LA IRA en RNE

Os dejo aquí el enlace del podcast donde podéis oír la estupenda entrevista que me ha hecho Susana Santaolla sobre LA EDAD DE LA IRA en RNE.
Si tenéis diez minutos, merece la pena. De verdad ;-)


domingo, 6 de febrero de 2011

Esfuerzo y motivación


¿Esfuerzo vs. motivación? ¿Acaso no son compatibles?

Resulta curioso la falta de comprensión que ciertos de mis colegas muestran hacia aquellas actividades que, en su opinión, no aportan gran cosa a nuestros alumnos. Supongo que por eso, hace solo un par de días, una compañera me comentaba que parte de los chicos que colaboran -de modo totalmente voluntario- en el grupo de teatro que hemos formado este año en mi centro, no podrán venir a ensayar conmigo -fuera de su horario lectivo- durante unas semanas, pues han de recuperar en esas horas -no lectivas, insisto- las clases de cierta asignatura cuyo currículo es, sin duda, esencial para la vida futura de estos chavales y mucho más importante -dónde va a parar- que nuestro proyecto teatral.

El hecho de que llevemos tres meses trabajando cuatro horas por semana, que estemos implicados en un proyecto en el que colaboran veinte alumnos de niveles muy diferentes, que nos estemos dejando la piel haciendo algo que nadie -salvo nosotros mismos- nos reconoce -ni créditos, ni remuneración, ni nada que se parezca a un gracias- y que, gracias a esta injerencia, todo eso se pueda echar a perder e incluso sea imposible estrenar, pues bien, todo eso no son más que hechos anecdóticos que no tienen relevancia alguna frente a lo mucho que esos alumnos aprenderán sobre esa otra materia que no es tan accesoria ni tan superflua como lo es el teatro.

Lo malo es que ese tipo de planteamientos -tan habituales y, ojo, tan posibles en profesores jóvenes como veteranos: la verdadera juventud no tiene nada que ver con la fecha de nacimiento- olvidan algo que, quizá, deberíamos tener en cuenta más a menudo. Olvidan, sobre todo, que el instituto es uno de los pocos lugares donde, en nuestra vida, seremos aquello que realmente nos propongamos ser. Seremos deportistas, o periodistas, o escritores, o actores. Seremos lo que nos dejen ser. Lo que nos inviten a ser si saben sacar de nosotros entusiasmo y motivación. Y entonces, seguro que sí, trabajaremos, nos esforzaremos, y volcaremos en ese proyecto -sea el que sea- lo mejor de nosotros mismos.

Yo, desde luego, no habría llegado nunca hasta aquí si no me hubiera sentido escritor mucho antes. Si algunas profesoras -Sonsoles, Puri, Carmina: imprescindibles- no me hubiesen alentado a seguir inventando mundos y personajes. Si no me hubiesen animado a leer en público algunos de los relatos con los que ganaba certámenes escolares, que luego mis compañeros -contagiados por el entusiasmo de estas magníficas docentes- me hacían fotocopiarles y dedicarles como si de grandes obras literarias se tratase. Por eso, así lo siento, seguí escribiendo. Porque cuando solo tenía quince años ya me sentí autor, porque me permitieron ver una imagen distinta de mí mismo, porque me acercaron a la novela experimental, al teatro alternativo, a todo lo que suponía romper con el currículo habitual y que, sin embargo, sería tan esencial en mi día a día.

Hoy, cuando La edad de la ira ya puede verse en las librerías de todas España (hermoso momento, intensísimo), no dejo de pensar en un relato de cinco páginas que escribí en 2º de BUP y que, sin duda, es de lo mejor que he escrito nunca. Ingenuo. Imperfecto. Vehemente. Pero lleno de una verdad que necesitaba compartir y que, de algún modo, supongo que supe transmitir. Un relato llamado Treinta y cuatro que he rescatado estos días para colocarlo junto a mi máquina-talismán-de-escribir, la misma Olivetti donde tecleé esos primeros cuentos. Esa primera novela. Esas primeras obras de teatro. Sin ese relato, no habría habido In(h)armónicos. Ni tampoco me habría atrevido con la arriesgada La inmortalidad del cangrejo. Ni habría abordado una obra tan ambiciosa -en lo formal, en lo emocional- como La edad de la ira.

Así que, cuando alguno de mis comprensivos colegas cuestiona la oportunidad de alguna actividad extracurricular o, peor aún, cuando la obstaculiza anteponiendo su programación, sus contenidos y su -admitámoslo- pésima planificación (¿por qué a mí nunca me falta tiempo y a ellos sí?), siento tanta rabia y tanta pena. Porque tengo la sensación de que cada vez que les impedimos a nuestros chicos acercarse a otras realidades fuera de la pizarra también los alejamos de desarrollar, al cien por cien, su verdadero potencial. De empezar a sentir que son mucho más de lo que les hacemos creer que son. De demostrarles que esto de la educación sí que tiene sentido. Lástima que los fanáticos de la tiza no siempre estén dispuestos a verlo así. Sí, es una lástima.

martes, 1 de febrero de 2011

Abandono escolar

«—¿Y sirve para eso?
—La de ahora, no. La educación de ahora sirve
para que la mayoría de nuestros chicos abandone
antes de terminar el Bachillerato.
Sirve para que tengamos un porcentaje
de fracaso escolar simplemente escandaloso.
Y sirve para que mis compañeros
calienten sus sillas leyendo en voz alta
los libros de texto.»


Hoy hemos amanecido con una noticia terrible: España duplica la tasa europea de abandono escolar. Sin embargo, tampoco parece que este hecho pueda servir para renovar, de una vez, un sistema educativo obsoleto y arcaico, dominado por una estructura que no funciona y por unos currículos que precisan una revisión inmediata y profunda.

Como me comentaba una compañera vía twitter -ese lugar donde se puede acceder a un claustro virtual en el que hay muchas pequeñas islas docentes que sí están dispuestas a cambiar las cosas-, la solución será, una vez más, la de siempre: bajar el nivel para que los chicos puedan acabar la ESO sea como sea. Sin embargo, no se trata de niveles (nuestros chicos son capaces e mucho: solo hay que dejarles demostrarlo), sino de itinerarios, de caminos, de abrir vías que permitan que la formación realmente tenga algún sentido y sea, por fin, eficaz.

No sé cómo nos sorprende que nuestros alumnos abandonen la enseñanza cuando se les obliga a cursar una Secundaria cuyo segundo ciclo (3º y 4º) solo consigue dos efectos a cual más negativo:
1. Por un lado, no proporciona una base realmente útil a quienes desean seguir estudios universitarios, lo que les obliga a cursar un Bachillerato asfixiante en tan solo dos años -nueva piedra en su formación y nueva etapa de abandono masivo de las aulas- para recuperar cuanto no hicieron o vieron en cursos anteriores.
2. Por otro, tanto las materias como sus contenidos curriculares son absolutamente improcedentes para el sector del alumnado que desea optar por una formación mucho más específica y profesional, por no hablar de aquellos chicos que poseen dificultades de aprendizaje por muy diversos motivos: trabas con el idioma, situaciones familiares desestructuradas, etc. Para este último grupo, 3º y 4º de la ESO son, simplemente, imposibles, salvo que se opte por ese cajón de sastre que es la diversificación y donde se terminan abarrotando los grupos -que, en teoría, deberían ser pequeños y reducidos- con chicos que ya han superado el límite de repeticiones por curso y a los que hay que salvar como sea, desvirtuando así la función inicial de esta opción.

En mi materia, por ejemplo, resulta ridículo plantear contenidos como la literatura medieval o barroca en 3º de la ESO, asumiendo -erróneamente- que esos conceptos son esenciales para su vida futura. En este sentido, no se trata solo de modernizar los medios, sino de analizar el fondo y de plantear vías y recorridos adecuados a una sociedad que demanda otro tipo de profesionales. Personalmente, no sé que beneficio va a tener incorporar la pizarra digital a las aulas si los contenidos no varían también, pues me resulta del todo absurdo seguir proyectando -on line o no- los temas que damos actualmente y que, grosso modo, poco difieren de cuantos yo estudié en el BUP. Así se llega a absurdos como seguir presentando el tema de los textos periodísticos como si internet jamás hubiese llegado a nuestras vidas, o mencionándola de pasada cuando ahora mismo deberíamos dedicar más clases a trabajar cuestiones como los hipervínculos y el nuevo periodismo a través de blogs y redes sociales que a releer la archisabida canción de Espronceda o el pasaje del Cid y el león.

Desde el momento en que la educación es obligatoria hasta los dieciséis años no podemos seguir defendiendo un sistema que propugna una estructura curricular muy similar a la de ese extinto BUP, sino que habrá que encontrar fórmulas que permitan que los chicos se distribuyan según su perfil y sus inclinaciones, en vez de condenarlos a asistir a clases en las que cada vez se pierden más y donde nada obtienen.

Y sí, puede ser utópico -aunque no sé si deseable- pensar que todo alumno de quince años debe ser capaz de identificar una proposición subordinada adverbial impropia (tarea esencial donde las haya), pero -honestamente, y a pesar de que adoro la lingüística- dudo mucho que ese hecho lo vaya a convertir en un ciudadano o en una persona crítica y válida desde el punto de vista intelectual y, por qué no, también profesional. Dudo mucho que compense condenar a ese alumno al ostracismo educativo si es incapaz de meter las subordinadas en cajas, dudo mucho que deba suspender o repetir 4º de la ESO por no hacerlo, dudo aún más que deba seguir suspendiéndolo hasta obligarle a abandonar si no lo ha conseguido y, en definitiva, dudo que no se pueda plantear otra alternativa donde la ESO no sea un callejón sin salida -lleno de obstáculos- para quienes necesitan otro tipo de formación.

Mientras no dignifiquemos la formación profesional, no renovemos el currículo, no se fomente la figura y el papel del orientador, no se conciba la motivación del alumnado como algo esencial en el día a día en las aulas (¡claro que aprenden si les motivamos!), no se recicle a un profesorado que, me temo, sigue queriendo dar su antiguo BUP, no se premie de algún modo la implicación de aquellos miembros del claustro -pocos, claro- que hacen siempre de más a cambio de nada y, por último, mientras no se nos deje hablar en esas reformas a los docentes que, mejor o peor, seguimos a pie de aula, seguiremos consiguiendo que nuestros alumnos abandonen la ESO, así como que los centros no alberguen -como pasa ahora mismo- más de uno o dos bachilleratos en su interior.

Ojalá el lanzamiento de La edad de la ira -que sale ya este viernes y en la que se habla, desde muchos y muy diversos puntos de vista, de todos estos temas- sirva para que, al menos, haya quien tenga ganas de opinar y debatir al respecto. De la polémica -si es constructiva y abierta- siempre surgen ideas. Y eso es lo que ahora necesitamos: ideas y acciones para salvar un sistema -y una generación- a la que estamos condenando a un fracaso que, desde luego, no se merecen.