"La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía."
Así comienza la LOMCE, con una frase que resume -de forma contudente- su objetivo. No voy a entrar en el absurdo que supone seguir instalados en un sistema donde hay más reformas y contrarreformas que éxitos educativos, ni siquiera en la acendrada costumbre de que esos cambios ignoren a quienes vivimos a pie de pizarra la realidad del aula. No, para qué entrar en cuestiones tan evidentes, cuando el peligro -en este caso- es mayor del habitual.
Porque gracias a la LOMCE no solo recorreremos una nueva vía muerta para esa supuesta calidad educativa que tanto les preocupa, sino -más aún- un camino de obstáculos donde solo sobrevivirán quienes sean más capaces y, sobre todo, quienes tengan más dinero, medios y recursos para solventar su falta (o no) de capacidad.
La nueva ley considera que la diversidad no ha de ser integrada, sino segregada, de modo que un país, para ser competitivo, tiene que animar a los alumnos con dificultades a abandonar el sistema, demostrándoles -gracias a un sinfín de inútiles pruebas externas: todo muy sesentero, por cierto- su torpeza y su necesidad de automarginarse para no seguir causando gasto en una sociedad que ha decidido que solo los más fuertes tienen derecho a un lugar digno en la pirámide alimenticia.
La supresión de becas, la subida de tasas (las universitarias, por ejemplo, se han duplicado este curso), la obligatoriedad de continuas pruebas externas..., todo está encaminado a un fin perversamente darwinista: que sobrevivan solo aquellos alumnos con los suficientes recursos como para afrontar todo ese proceso. No sé qué pensarán las familias -¿todos los niños son genios?, es más, ¿todos los niños deberían serlo?-, pero si yo fuera padre estaría profundamente preocupado.
En el fondo, la frase inicial del anteproyecto deja bien claro el objetivo y las intenciones. Al menos, en este caso, no hay ambigüedad posible: la educación ya no será un camino para construirse como personas, ni para madurar, ni para aprender a convivir, ni para desarrollarse. No, la educación será un adiestramiento práctico para crear una mano de obra lo suficientemente manipulable, dócil y barata como para sustentar a quienes sigan instalados en el último piso de esa pirámide evolutiva.
Para ello, la ley facilita el nombramiento a dedo de directores y, a su vez, de profesores, convierte al Consejo Escolar en un instrumento poco menos que decorativo y resta poder de decisión a los padres y madres (como si antes tuvieran mucho). En definitiva, se deja la puerta abierta a la subjetividad y al enchufismo, consagrando ese mal endémico nacional que es el contratar a los afines para asegurarnos un séquito que aplauda nuestros modos y jamás censure nuestros errores.
No sé si conseguiremos frenar este despropósito -¿cómo se puede dejar la educación en manos de un ministro con nula experiencia -y humildad- en un frente así?-, pero sí sé que este antreproyecto es el camino ideal para construir un país competitivo en la formación de futuros camareros y croupiers -hagamos de España un inmenso Eurovegas-, pero jamás un país competitivo en la cultura, ni en la investigación, ni en la ciencia. Seremos la mano de obra más barata, acrítica y dócil de Europa, eso sí, de modo que aunque sigamos sin estar en la vanguardia, nos consagraremos como la masa anónima -y empobrecida- que empuja en silencio la retaguardia.