Empecé a escribir teatro con dieciséis años. Lo primero que perpetré, lo admito, fue espantoso. Y lo que vino luego, en fin, no sé si sería mucho mejor, pero el caso es que pronto empecé a estrenarlo, a representarlo en todo tipo de escenarios alternativos -lo de "alternativos" es un eufemismo para lugares de los que mejor no recordar el nombre- y, después, a ensayarlo en lugares tan "adecuados" como parques públicos o calles semidesiertas de polígonos de cierta ciudad dormitorio del Sur de Madrid (sí, la misma que querían convertir en un macrocasino: han acertado).
Y todo fue culpa de mi instituto (público), de mi profesora (hoy mi amiga Carmen) y de mis compañeras (ahora mis mejores amigas y actrices en la compañía teatral que fundamos entonces -Armando no me llama- y que, aún hoy, sigue en activo).
Fue también culpa de Ernesto Caballero, que representaba aquellos días su obra Retén (nunca olvidaré ese alegato antibelicista que tanto me marcó). Y fue culpa, por supuesto, de la Sala Triángulo, donde vimos ese montaje y me di cuenta -toda una epifanía dramatúrgica- de que había teatro más allá de mi libro de texto.
Lo demás, no sé, supongo que vino de forma casi natural. Me enamoré de este arte y comencé a escribir, a ensayar, a producir mis propias obras con mucha más imaginación que medios (de estos jamás tuvimos) y, sin saber bien cómo, acabé escribiendo para otros directores, y publicando mis textos, y hasta siendo antologizado en EE UU por algún que otro generoso hispanista (gracias, John P. Gabriele) en ciertas recopilaciones de teatro contemporáneo español.
Cuando empezaba -cuando ensayaba en parques como este y tenía los dieciocho con los que se nos ve, a mí y a mis actrices, en esta foto-, nunca pensé que un texto mío pudiera compartir catálogo con los autores que he admirado desde aquellos años.
Con la intensa emoción de las obras de Paloma Pedrero. Con la genial lucidez de Juan Mayorga. Con el humor ácido de Alonso de Santos. Con la inteligencia dramática de Sinisterra. Con la ironía sagaz de Antonio Álamo. Con el compromiso descarnado de Ortiz de Gondra. Con la contemporaneidad sangrante de Sergi Belbel. O con la reflexión innovadora de Ignacio Amestoy.
Por eso, esta mañana, cuando he recibido mi ejemplar de Cuando fuimos dos, que sí comparte editorial (Ñaque) y colección con todos ellos, me he emocionado. Y luego he pensado que sería bueno llevarlo mañana conmigo a clase. Así podré contarles esta breve historia a mis alumnos para convencerles de que rendirse jamás es una opción. De que no hay nada como esforzarse por algo -tenacidad, lucha, compromiso- para, al menos, intentar lograr algo. Y ojalá consiga transmitirles -en medio de esta vorágine de fatalismo y de gris con la que quieren ahogarnos a quienes jamás nos merecimos esta guerra contra cuanto derecho social hemos conquistado tiempo atrás- la opción de luchar por aquello en lo que crean. Por sus sueños más auténticos. Incluso por los que consideren más irrealizables.
Y es que esta mañana, cuando miraba mi ejemplar, no podía dejar de sentir en mí a aquel chaval de Alcorcón que, con quince años, soñaba con estrenar algo parecido a aquella estremecedora Retén que le había abierto unos horizontes creativos con los que, hasta entonces, no contaba. Y ese chaval, unos años después (tampoco vamos a precisar cuantos, ¿no les parece?), ahora ve su texto editado por Ñaque y reestrena su obra, su Cuando fuimos dos, en esa misma Sala Triángulo donde decidió que el teatro sería uno de los caminos que, en el futuro, habrá de transitar.
Así que hoy -y, sí, también mañana- tendrán que permitirme que me aferre al optimismo, a la lucha, a la creencia de que, si nos empeñamos, podemos darle la vuelta a todo esto. Porque hoy, mirando esta portada, colocándola junto a los demás títulos que he tenido la suerte de ir publicando hasta hoy -quién me lo iba a decir...-, hoy -mientras los hombres de negro se empeñan en que todo se derrumbe sobre nosotros, en que la tierra se deshaga y pudra bajo nuestros pies- siento que aquel chaval de Alcorcón tiene razón cuando se empeña en que siga soñando. En que siga, pase lo que pase, plantando batalla. Y que ese mensaje -pelea por lo que quieres- es el mejor que puedo transmitir mañana -y siempre- a mis alumnos.
"Pelea por lo que quieres"
ResponderEliminar"Rendirse jamás es una opción"
"Aferrado al optimismo... podemos darle la vuelta"
Precioso mensaje, enhorabuena!
Saludos,
Irene Maeztu
¡Hola!
ResponderEliminarMaravillosa reflexión y, como dice Irene, precioso mensaje.
Gracias por estos párrafos, Fernando; sin duda, ayudan a seguir luchando ^^
Un saludo imaginativo,
Patt