viernes, 31 de agosto de 2012

Novedades blogueras

Breve post -en realidad, brevísimo- para avisar de que, en adelante, no comentaré aquí nada que se salga del tema estrictamente educativo. Hasta la fecha, he ido incluyendo en este espacio algunos artículos sobre mi trayectoria como autor -me cuesta deslindar, en ocasiones, unas facetas de otras, seguramente porque todas ellas las vivo con idéntica intensidad-, pero en el futuro, cuanto tenga que ver con mis novelas -como las tres que publico en 2013- o con mis estrenos teatrales, aparecerá reflejado en otro nuevo espacio virtual. Un blog estrictamente literario dedicado a hablar sobre lo que escribo, o sobre lo que leo, o -simplemente- sobre cualquier asunto que pueda inquietarme -o emocionarme- y que no tenga cabida en Eso de la ESO. Para los lectores más curiosos, esta es la nueva dirección. El espacio se llama Olivetti 46 y en el propio blog podéis encontrar la justificación para su nombre.

Asimismo, a partir de septiembre, alternaré mis textos en Eso de la ESO con colaboraciones en un nuevo espacio educativo en el que vamos a aportar nuestras reflexiones diferentes firmas relacionadas -directa e íntimamente- con el mundo de la enseñanza. Pero de esto último, hablamos otro día.

Nos leemos.

jueves, 30 de agosto de 2012

Apuntes (personales) sobre el libro de texto

Una de cada tres familias no podrá comprar los libros de texto este año.

Ante un titular como este, resulta obvio que no podemos quedarnos de brazos cruzados. Ni los profesores, ni las familias, ni nuestros centros. Hace tiempo que es urgente un cambio profundo en este sentido, pero un contexto como el actual requiere que esa respuesta sea, de una vez, casi inmediata.

En mi caso, no soy sospechoso de librofobia, pues además de profesor y novelista también soy autor de libros de texto, de modo que valoro -y desde dentro- el esfuerzo creativo y didáctico que exigen. Se cometen errores, por supuesto, pero se pone muchísimo trabajo en todos ellos. Con respecto a la polémica del "precio justo", hay que tener cuidado en no caer en análisis simplistas o demagógicos. Conviene pensar en la gran cantidad de gente que interviene en ese proceso editorial y la importancia de los puestos de trabajo que genera. ¿Se pueden ajustar más los precios? Seguramente. Y si se puede, debería hacerse. Pero no creamos que eso los abaratará en exceso: no podemos olvidar que elaborar un libro de texto -sumándole a su creación el posterior almacenaje y la distribución-es un proceso muy costoso.

Dicho esto, no creo que la clave resida solo en el precio de los libros, sino en la necesidad de buscar soluciones que hagan que sean más accesibles y, sobre todo, que no se conviertan en un obstáculo más para las familias que menos tienen. ¿Propuestas? Siempre las hay, solo es cuestión de buscarlas.

En primer lugar, ¿por qué los libros no son propiedad de los centros? Bastaría con que los alumnos los devolviesen en buen estado a final de curso, de modo que se pagasen solo los ejemplares deteriorados intencionadamente. El problema, claro, reside en los materiales fungibles -aquellos en los que los alumnos escriben directamente en el libro- que requerirían otro modelo editorial de modo que fueran reutilizables.

Asimismo, los departamentos deberíamos ser mucho más coherentes y sensatos, evitando cambiar el libro de texto cada vez que se ciegan con tal o cual novedad (he sido testigo -directo e indirecto- de más de uno de esos cambios sin sentido en este tiempo). Salvo en aquellos casos en los que los planes de estudio nos obligan a ello, sería bueno que se mantuviese una continuidad que permita que el libro pueda heredarse y admitir un nuevo segundo uso.

Para ello, lógicamente, nuestros responsables políticos deberían dejar de introducir cambios ridículos en los planes de estudio y proporcionar un marco mucho más estable en el que no sea necesario cambiar el contenido de los libros con la frecuencia con la que han de variarse en la actualidad.

En cada centro, además, las asociaciones de madres y padres podrían favorecer el intercambio de libros de texto, de modo que se reutilicen y no sea necesario comprarlos de nuevo, salvo en el caso de las familias que así lo deseen y que puedan costeárselos sin dificultad.

Pero, más allá de todo esto, lo esencial es que los profesores dejemos de ver el libro de texto como una herramienta esencial e imprescindible. En mi caso, y mis alumnos lo saben, apenas lo empleo en mis clases. Desde hace años, elaboro mis propios materiales y los distribuyo en formato pdf -a través del correo electrónico- a mis estudiantes. Otros los elaboramos juntos y, por último, hay materiales de los que ellos mismos son sus propios autores.

Y, en este caso, no se trata solo de una medida económica, sino -también- de una medida pedagógica. Nuestros alumnos no necesitan que les lean sus libros en voz alta. Ni que les digamos qué subrayar. Necesitan que les enseñemos a leerlos por sí mismos. A subrayar solos. Necesitamos hacerles ver que los libros de texto son un punto de partida -y un lugar de consulta-, pero jamás un lugar de llegada.

Si nuestra valoración de su aprendizaje va a ser medir cuántas líneas de esos libros han sido capaces de memorizar, entonces no les habremos enseñado nada. Tan solo estaremos fomentando su capacidad para fotografiar -y a veces, gracias a los móviles, literalmente- conocimientos ajenos que jamás convertirán en propios.

Por eso, lo admito, me molesta que en los centros se entregue a los padres una lista con los libros de texto ya en el mes de junio, obviando la decisión de los profesores que impartirán esas materias. Profesores que, como yo, puede que quieran decirles a sus alumnos que la adquisición de ese libro es deseable, pero no necesaria. Profesores que trabajamos desde otras fórmulas -materiales propios, materiales en red, materiales vivos-, profesores que nos negamos a ser parte de esa cultura elitista que intentan imponernos.

No hay mejor libro de texto que el que se elabora entre todos -alumnos, padres y profesores- a lo largo de un curso escolar. Y ese, el único que de verdad permite aprender algo, no lo edita editorial alguna. Ese, al que no hay IVA que pueda afectarle, lo  creamos juntos.

martes, 28 de agosto de 2012

Balones para ellos, muñecas para ellas

Inasequible al desaliento, nuestro Ministro de Educación ha seguido manifestándose a favor de la segregación por sexos en nuestros colegios e institutos. No contento con financiar con dinero público centros que practican este modelo de discriminación, ahora nos obsequia con sus observaciones sobre el (supuesto) mejor rendimiento que estos centros presentan sobre todos los demás.

Es curioso, porque nuestro Ministro -tan adicto a mediciones, pruebas externas y todo tipo de inservibles estadísticas- olvida que los mejores resultados en Selectividad o en las pruebas para conseguir el Premio Extrarordinario de la ESO -por poner dos simples ejemplos- siempre corresponden a centros públicos en los que, curiosamente, no se discrimina a nadie por motivo alguno.

Pero más allá de competiciones ridículas -¿vamos a convertir la educación en una especie de "guerra de coles" al estilo de la "guerra de series" de El País?-, resulta evidente que la discriminación por sexos en la escuela tiene, al menos, dos efectos tan perniciosos como evidentes

El primero es que permite fortalecer los estereotipos sexuales y, en consecuencia, la desigualdad de género, echando por tierra todos los avances logrados al respecto y devolviendo a nuestros estudiantes esa idea de que los niños son muy diferentes a las niñas. Y no seré yo quien niegue la existencia de la diversidad -al revés, creo que nada nos enriquece tanto como nuestras diferencias-, pero solo podemos construir una sociedad igualitaria si trabajamos en lo que nos une por encima de aquello que, en apariencia, nos separa.

Así pues, si queremos que la misoginia coja fuerza, segreguemos, claro. Seguro que más de un cargo de la sección rancia de la iglesia aplaude nuestra iniciativa. Y, ya puestos, volvamos a los juguetes sexistas, prohibamos a las chicas jugar al fútbol y miremos mal a los niños que quieran compartir con su hermana una muñeca. Así, además de renovar la misoginia, intensificamos la homofobia, que -ante el avance de los derechos LGTB y de la normalización de nuestro colectivo- tampoco viene nada mal.

Pero, por si el retroceso social no fuera suficiente (ni lo bastante grave), hay una segunda consecuencia -mucho más personal- que reside en la deficiente educación sentimental que van a recibir esos niños y niñas "segregados". Nada tan útil para fomentar una educación emocional y sexual reprimida como separar a los alumnos por sexos, de modo que les ayudemos a estar tan perdidos como lo estuvieron las generaciones del franquismo. Con un poco de suerte, podemos volver a los tiempos descritos por Carmen Martín-Gaite en Usos amorosos de la postguerra española y convertirnos en el país provinciano y beato que querían que fuéramos entonces.

Lo triste es que todo un Ministro de Educación -sea del partido que sea- se muestre incapaz de rectificar y defienda ideas tan atroces como estas. Ideas que nos abocan a un mundo sexista, homófobo, discriminatorio, acomplejado y reprimido. Un mundo que debe de hacer las delicias de Rouco y del obispo de Alcalá -ya saben, el fan de los "clubs de hombres nocturnos"-, pero que sería un lugar de pesadilla para quienes creemos en la diversidad como fuente de riqueza, en la convivencia como necesidad educativa básica y en la igualdad como un valor y un modelo al que todos hemos de aspirar.

lunes, 27 de agosto de 2012

Educar no es un chiste

Hace dos años, la Comunidad de Madrid puso en marcha una campaña que, supuestamente, perseguía apoyar al profesorado y fortalecer su autoridad. No sé cuánto dinero gastarían en semejante parafernalia -otro despilfarro más de esos que ahora nadie asume haber cometido-, lo que sí sé es que, desde entonces, han estado trabajando intensamente en contra de su propia publicidad.

Tras intentar convencer a la opinión pública de que nuestras huelgas del año pasado eran por aquellas famosas dos horas de más a la vez que sepultaban la verdadera raíz del problema -el ataque salvaje y frontal a la educación pública-, ahora nos encontramos con que Esperanza Aguirre vuelve a la carga con su habitual saber hacer, ese encanto tan particular suyo que reside en hacer bromas a costa de sus trabajadores públicos, como si de una participante del Club de la Comedia se tratase. Se ve que no tuvo bastante con las declaraciones de Ana Botella sobre el cuerpo de bomberos, así que ella, muy solidaria con su alcaldesa, se ha sumado a la primera ironizando sobre lo "agotador" -literal- que resulta el horario de un profesor.

No seré yo quien prohíba el sentido del humor, faltaría más, pero no creo que el chascarrillo insultante se pueda aplicar desde ciertas posiciones. Y si el otro día era el Presidente del Comité Paralímpico quien cometía una barbaridad sin precedentes llamando a sus deportistas con el despectivo -según él, humorístico- pseudónimo de "La Roja Coja", hoy era nuestra presidenta quien se permitía hacer un chiste sobre la jornada de trabajo de miles de profesores que nos dejamos -y de eso doy fe- la piel en las aulas y que cada vez trabajamos con más alumnos, peores condiciones y menos sueldo.

En días como hoy, ya no sé si pido siquiera, que nuestros responsables políticos sean competentes -a veces eso parece un imposible-, qué va, en días como hoy podría conformarme con que nuestros responsables políticos no fueran prepotentes, ni maleducados, ni soberbios, ni despreciasen a sus trabajadores -públicos y privados- ni a los ciudadanos para los que gobiernan y trabajan.

Por mi parte, y aunque a la señora Aguirre le sorprenda, sé que este curso seguiré con mi "agotador" horario. Y sí, lo es -vénganse conmigo un día de clase si quieren comprobarlo-, porque a las horas de clase -si no han estado en una de ellas, ¿se imaginan el nivel de adrenalina y esfuerzo que conlleva motivar y educar a más de treinta adolescentes por aula?- hay que sumar las aulas fuera de ella. Horas preparando clases, elaborando materiales, haciendo y diseñando actividades extraescolares, corrigiendo o contestando e-mails de alumnos y padres porque, aunque la señora Aguirre tampoco lo sepa, hay muchos profesores que vivimos esta profesión de forma totalmente vocacional, que nos implicamos con nuestros estudiantes y que, con esto de la sociedad 2.0, tratamos de abrir más cauces de comunicación de los que mi abultado correo con padres y alumnos de mi tutoría -y de fuera de ella- dan fe este año.

Me avergüenza profundamente saber que el destino político está regido por gente con tan escasa sensibilidad, incapaz de ponerse en la piel del otro y, más aún, ansiosa por clavar sus dardos y alienar a la opinión pública contra sectores que son vulnerables al prejuicio y el estereotipo. Por eso, supongo, mi forma de enfrentarme a acusaciones tan ridiculas y tan indignas es seguir demostrando, con mi trabajo, hasta qué punto son equivocadas. Porque, por mucho que lo intenten, no vamos a cruzarnos de brazos, ni a rendirnos. No, no vamos a entregarles las tizas para que hagan de la educación y de la escuela pública su centro de adiestramiento de mano de obra acrítica y barata.
 
Eso, jamás.

sábado, 25 de agosto de 2012

Humos que ocultan fuegos

Además de destacar por su empeño en destrozar lo que nos quedaba en pie del sistema educativo -justo lo que nos hacía falta en plena crisis-, nuestro actual Ministro de Educación es un experto en generar polémicas estériles. Se ve que toda la experiencia que le falta como responsable de Cultura, le sobra como tertuliano mediático, de modo que no falla cuando se trata de levantar una ingente polvareda para que todos desviemos la atención y nos centremos en comentar su último desatino.

Su último hallazgo ha sido poner en duda la sentencia del Tribunal Supremo, según la cual el Estado no ha de subvencionar centros educativos que llevan a cabo una segregación sexista. Lejos de aceptar algo tan obvio, el ministro se ha permitido el lujo de afirmar que se limitarán a cambiar la ley para blindar esos centros y poder financiar -con dinero público, sí, ya saben: el de todos- ese ejercicio de discriminación que ataca los principios constitucionales más básicos (¿le sonará eso de no discriminar por razón de nacimiento, sexo, raza, religión...?).

Pero el problema no solo reside en este indefendible paso hacia atrás -y no, no sirven teorías pedagógicas y ultracatólicas de usar y tirar que desmonta la práctica de cualquier docente y la experiencia de cualquier alumno-, ni siquiera en la terrible misoginia que late detrás de ideas como estas -de nuevo, la mujer se convierte en esa Eva fuente de pecado que distrae a los inocentes Adanes en su aprendizaje-, ni en el peligrosísimo retroceso de la educación en valores, o de la propia educación sentimental de nuestros alumnos -¿se imaginan volviendo a la represión, los miedos y los tabúes franquistas que tan bien retrató Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la posguerra?-; no, lo más grave es que gracias a esta polémica, hemos pasado todos a criticar solo los conciertos de los colegios que segregan por sexos.

En el fondo, la táctica es perfecta, pues -implícitamente- parece que defendemos los conciertos de los colegios que no segregan. Nada como focalizar toda nuestra atención en un punto para que dejemos de ver el auténtico problema: la existencia de colegios financiados -en parte- con dinero público y que responden a una ideología muy concreta y, en su mayoría, de marcado carácter religioso.

Por supuesto que los padres tienen derecho a llevar a sus hijos al centro que prefieran y educarles con los valores que consideren oportunos, pero un Estado aconfesional no puede ni debe pagar una educación religiosa y a la carta. El Estado debe facilitar una educación universal y gratuita, sí, pero inspirada en su Constitución, sin adoctrinamiento religioso alguno. Ya es indefendible que la educación religiosa se mantenga en las aulas públicas -impartida por un profesorado que, frente al resto de sus compañeros, no ha pasado proceso de oposición alguno-, pero lo es aún más que el dinero público sirva para pagar la transmisión del ideario de ciertas órdenes y congregaciones religiosas a través de esa poderosa arma -¿por qué se creen que la defienden con tanta saña?- que es la educación.

¿Colegios concertados? Claro, en ese caso tendríamos que concertar colegios no solo de orientación católica, sino de cualquier otro tipo de orientación religiosa e ideológica. Imaginen si sería viable que el Estado subvencionase todas y cada una de las formas que cada padre desease para sus hijos. A cambio, claro, estamos quitando dinero a la única escuela que sí es de todos, la pública. Porque, y eso es otro concepto que no acabamos de asumir, el dinero no sale de partidas independientes, ni de cajones cerrados e incomunicados entre sí: el dinero que destinamos a un modelo de escuela se lo quitamos a otro, así de fácil.

¿Escuelas con identidad religiosa? Por qué no. Cada padre es muy libre de elegir el modelo que desee. Pero desde el momento en que esa es una elección personal ha de ser privada. Lamentablemente, ningún gobierno -no, tampoco los de izquierdas: con la iglesia siempre les ha faltado valor- ha acometido esta profunda y necesaria reforma. Y así seguimos, asistiendo al desmantelamiento de la educación pública mientras se continúa financiando a la iglesia y fortaleciendo, tanto directa como indirectamente, su poder.

Ahora, si quieren, seguimos hablando de si los chicos han de estar o no con las chicas, que seguro que es un tema mucho más ameno, relajado y divertido. Está claro que no hay nada como tener gente no competente al frente de un cargo importante: sus cortinas de humo son el mejor modo de ocultar el verdadero incendio.

lunes, 6 de agosto de 2012

Ahorrar en tolerancia, recortar en igualdad

Las palabras "igualdad", "sexismo", "homofobia", "racismo" y "pobreza" han salido del temario de Educación para la Ciudadanía por ser consideradas "adoctrinamiento ideológico". Según esta inteligentísima medida, prevenir la discriminación y la intolerancia es adoctrinar, de modo que los profesores debemos dejar a nuestros alumnos a su libre albedrío y respetar que marginen a quien les parezca bien en función de su sexo, religión, raza u orientación sexual.

De acuerdo con este principio, imagino que los tutores deberemos cruzarnos de brazos cuando nos encontremos con un caso de bullying por cualquiera de estos motivos. Supongo que intervenir en el aula y tratar de frenar esos problemas -cotidianos y, a veces, muy graves- será un ejercicio de adoctrinamiento absolutamente irresponsable, cuando nuestra misión es acudir al aula, explicar nuestra asignatura, hacer oídos sordos a los problemas de los estudiantes y olvidarnos de que estamos educando a un montón de niños y adolescentes que necesitan de nosotros una gran dosis de implicación.

Por supuesto, quienes apoyen esta medida de nuestro Ministerio, serán los mismos que luego nos acusarán a los docentes de no hacer nada más que leer el libro del texto en clase, los mismos que repetirán hasta la saciedad lo vagos que somos y lo poco que trabajamos, sin prestar atención a que la mayoría de nosotros -y sé de lo que hablo- tenemos un vínculo muy fuerte con nuestro trabajo y con la responsabilidad que este implica.
Resulta obvio que con esta medida no se consigue ahorro alguno, salvo en tolerancia y en convivencia -eso sí-, de modo que su coartada habitual no sirve en este caso. Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es la absoluta ignorancia sobre la vida en las aulas que demuestran quienes han tomado esta decisión. Su profundísimo desconocimiento de cómo son los colegios e institutos actuales, donde es indispensable abordar temas como la convivencia, la tolerancia y el respeto ante la enorme diversidad de vidas, familias, mentalidades y formas de ser que encontramos en ellos.

En cualquier caso, todo esto no es más que otra cortina de humo para que nos entretengamos discutiendo mientras ellos atestan las aulas, suben tasas, hacen la educación más inaccesible para los que menos tienen y deterioran, salvajemente, la educación pública. Porque, en el fondo, por mucho que ellos tachen palabras como "misoginia", "pobreza" u "homofobia", muchos docentes seguiremos abordándolas en nuestras clases. ¿Acaso se puede explicar la poesía de Lorca y de Cernuda sin aludir a la igualdad, a su compromiso vital y social? ¿O el Lazarillo? ¿O los ideales del Quijote? No, es imposible impartir una buena clase de literatura sin hacer alusión a la vida, sin relacionarla con nuestros alumnos -¿cómo pretendemos que nos entiendan y que nos sigan, si no lo hacemos?-, es imposible dar una buena clase sin plantear un debate continuo y necesario sobre todo lo que Wert llama "adoctrinar" y que, quienes creemos en la igualdad y en la tolerancia, llamamos "educar".

Ellos, se ve, prefieren instructores, autómatas distantes que jamás se impliquen en sus clases ni en lo que en ellas suceda. Lógicamente, no han pisado un aula en mucho tiempo, de modo que no tienen ni idea de hasta qué punto esa implicación es necesaria, urgente e inevitable. Nuestro trabajo encierra una responsabilidad demasiado importante como para no hacerlo. Y la tarea de educar no consiste en vomitar conceptos para que los alumnos los memoricen, sino en formar de manera integral a nuestros estudiantes, dándoles los instrumentos para pensar y reflexionar por sí mismos, con una visión del mundo y de la cultura lo suficientemente personal -ellos han de ser quienes elijan su camino- y amplia como para que el mundo en el que vivan -y en el que viviremos- sea mejor que este.

viernes, 3 de agosto de 2012

Nuestros alumnos. Vuestros hijos. Nuestro futuro

80000 alumnos más y 4500 profesores menos.

En un momento en el que las cifras condicionan nuestro día a día resulta sorprendente que los responsables de la Educación en nuestro país no sean conscientes del abismo al que nos lleva esta gravísima desproporción.

Quizá es que esos mismos responsables están muy ocupados en fórmulas de ahorro tan útiles como eliminar el tratamiento de la homofobia, la xenofobia y el sexismo en la nueva Educación para la Ciudadanía (solo quien no ha pisado jamás un aula pondría en duda la necesidad de trabajar allí cuestiones como esas). O puede que estén exhaustos de tanto meditar, tras tomar medidas tan justas y necesarias como cobrar 3€ al día a los escolares que se lleven su fiambrera al colegio en concepto de "alquiler de comedor".

Como todo lo que está sucediendo en materia educativa es, simplemente, un despropósito, podría pasarnos desapercibido el enorme daño -irreparable, si no lo frenamos- que la nueva ratio supone. Estamos, tal y como figura en los titulares de los medios, ante una disminución del profesorado que no tenía lugar desde hace 20 años. Ahora vendrán los de siempre, claro, los de "pues yo estudié con cuarenta y aquí estoy". Genial. Ese argumento es de los más válidos que conozco, sobre todo porque se puede aplicar a todo aquel que haya sobrevivido a algo: "Pues yo viví el hambre de la posguerra y aquí estoy", "Pues yo viví la guerra y aquí estoy", "Pues yo viví -completen su propia X- y aquí estoy". ¿Pero "sobrevivir" a algo es suficiente? ¿Vamos a salir de la crisis destruyendo lo único que puede salvarnos: la educación?

Y sí, puede que los alumnos "sobrevivan" en esas nuevas aulas atestadas, pero lo que dudo -sinceramente- es que aprendan (esto último, qué curioso, es muy cómodo para quienes prefieren gente sumisa y manipulable a gente formada y crítica). No tendrán problemas los alumnos con especial facilidad de aprendizaje o los que cuenten con medios económicos y familiares en que apoyarse. Pero aquellos otros sin medios o con más dificultades -siento desengañarles: la mayoría no somos genios- estarán condenados al gris de una masa donde serán poco menos que números en esas aulas abarrotadas.

La atención a la diversidad, en ese contexto, es imposible. ¿Cómo individualizar a los alumnos cuando los profesores vamos a vernos sepultados por una cifra inabordable de estudiantes? Así que, nuestro ministro -que está en todo- ya ha previsto la solución: no atenderemos a la diversidad, simplemente, la desviaremos. Que el alumno estorba, que el alumno no brilla, que el alumno no rinde, pues nada, siempre habrá un lugar para él: fuera y bien lejos del sistema.

El darwinismo educativo se impone y las cifras no dejan lugar a dudas de que, en esta generación de niños y adolescentes, solo se quiere que avancen los más fuertes. O los que más dinero tengan. Por eso, porque no podemos dejar que eso suceda, hemos de pelear ahora con más fuerza que nunca. Y no solo los profesores: sobre todo, los padres. Y los que quieran serlo.

¿Se imaginan a sus hijos en esas aulas desbordadas -muchas ya lo están- de estudiantes, de vidas, de conflictos? ¿Ignorados por un sistema que les niega los medios necesarios para su formación? ¿Marginados e invitados a cambiar de itinerario en cuanto se considere -mediante esas objetivas y justísimas reválidas- que "no dan la talla"? Yo no soy padre, pero si lo fuera o quisiera serlo -no es el caso- estaría preparándome para defender el derecho a una educación pública digna y de calidad para mis hijos.

Hace apenas un año, los profesores de la Marea Verde repetíamos hasta la saciedad que nuestra lucha no tenía nada que ver con aquellas famosas "dos horas" de más de las que hablaba Aguirre. Ahora, cuando el problema que vivíamos en comunidades como Valencia y Madrid -preclaros ejemplos de buena gestión- se ha hecho extensivo a todo el país, parece que se empieza a entender de qué hablábamos. Y es que, como ya escribí entonces, no me importa trabajar más -nunca fue ese el problema: muchos profesores de la pública estamos fuertemente comprometidos con nuestro oficio-, pero sí me importa -y mucho- trabajar contracorriente, dándome de bruces con medidas que no persiguen el ahorro, sino la eliminación de uno de los principios fundamentales que fundamenta la escuela pública: la igualdad de oportunidades.

Podemos cruzarnos de brazos y asistir al fin de esa igualdad. O podemos unirnos, sumar voces y luchar por una educación digna para nuestros alumnos. Vuestros hijos. Nuestro futuro.