miércoles, 30 de marzo de 2011

Evaluaciones: horizontal vs. vertical

Las juntas de evaluación deberían ser un espacio para la reflexión no solo sobre el nivel de nuestros alumnos sino, además, sobre el ejercicio de nuestra propia labor. Sin embargo, estas juntas -y hay algún ejemplo de ellas en La edad de la ira- se resumen en una serie de reuniones apresuradas donde se repasan los resultados de los alumnos como si fueran un listado telefónico haciendo -las más de las veces- observaciones inanes sobre su conducta o su rendimiento: Ejemplo: A Fulanito le quedan seis. Propuesta didáctica: Pues que trabaje más... En mi caso, además, he visto a más de un compañero meter prisa al tutor para que acabe cuanto antes o incluso salir del aula mientras el delegado -bastante presionado por la presencia ante él de todo el claustro- intenta exponer las quejas de la clase -que, por cierto, más de un profesor avasalla aprovechándose de la diferencia numérica que proporciona ese insólito momento.

Para colmo, resulta inhabitual -yo, por lo menos, no he asistido prácticamente a ninguna junta donde eso suceda- que la evaluación se haga en vertical y no en horizontal, es decir, que en vez de limitarnos a sumar las materias que ha suspendido cada alumno, sumemos el número de suspensos de cada materia. El hecho de que en un grupo que va relativamente bien, haya un porcentaje mayoritario de alumnos que no supera una asignatura debería, cuando menos, abrir una reflexión y un debate, pero esto no sucede, pues tomamos cualquier comentario a la defensiva (ya lo decíamos en el post anterior) y lo entendemos, no como una propuesta de mejora (¿no podemos aprender de quienes trabajan con nosotros?), sino como una injerencia en nuestra labor.

En el fondo, seguimos pensando que los buenos profesores suspenden mucho y dan notas muy bajas -porque son muy exigentes- mientras que los malos hacemos todo lo contrario, hasta el punto de que, en estos años, algún colega me ha insinuado que doy notas altas porque pido un nivel más bien bajo a mis alumnos. Lo cierto es, sin embargo, que mis alumnos alcanzan un nivel más que notable en el comentario y la interpretación de textos, en la lectura activa, en la redacción o, en el caso de mis clases de alemán, en la competencia comunicativa en esa lengua que, al principio, tan ajena y extraña les resulta. Y debo de ser un raro, porque cuando en un grupo me suspenden muchos alumnos o me sacan muy malas notas, no dejo de preguntarme por qué y de buscar motivos que puedan permitirme superar ese fracaso (tanto suyo como mío), convencido de que habré hecho algo mal o, cuando menos, de que habrá algo que pueda hacer mucho mejor.

No se trata de responsabilizar al profesor del número de suspensos (tampoco se puede caer en ese análisis simplista), sino de asumir que esa responsabilidad es compartida y no puede recaer solo en el alumnado, pero para ello deberíamos autoevaluarnos y hacer ese examen en vertical que nos permitiese llegar a conclusiones más o menos válidas y a acuerdos y tácticas más constructivas. Habría que plantearse si el modelo de examen es adecuado, si las clases son motivadoras, si estamos consiguiendo una verdadera comunicación con los alumnos, si hay algún problema de base en ese grupo, si existen circusntancias -ajenas o propias- que afecten a nuestra labor y a la de los alumnos, si los padres están realmente implicados en el estudio de sus hijos, si... En definitiva, habría que hacer algo más que limitarnos a leer la lista con sus nombres y sus calificaciones, en un ritual que no sirve más que para llenar un par de tardes al trimestre, como si con eso se pudiera juzgar -¿en serio lo creemos?- el progreso educativo de nuestros chicos.

lunes, 21 de marzo de 2011

¿Bandos?

A la defensiva. Así es como nos relacionamos quienes participamos en esta tarea que hemos convenido en llamar educación. Profesores que reciben, reticentes, a los padres (para qué vendrán, por qué son tan pesados, qué demonios quieren, por qué tengo que enseñarles ese examen...). Padres que analizan, escépticos, a los profesores (no tiene ni idea, qué sabrá, no conoce a mi hijo, son todos unos vagos...). Alumnos que, olvidados de unos y otros, nos miran con comprensible ironía a ambos bandos. Y es que, como si se tratara de una guerra, cada uno de nosotros nos ubicamos en una trinchera diferente, en vez de comprender que cuanto más cooperemos y nos escuchemos, mejores resultados se obtendrán.

En este blog, por ejemplo, hay más de un ejemplo -entre los comentarios- de esa postura a la defensiva que nos impide la autocrítica tanto a los docentes como a ciertos padres. Para algunos de los primeros, aquí se hace una crítica excesiva del profesorado, pues consideran que se trata de un gremio que, en su mayoría, cumple mucho y bien. Nunca he cuantificado quién hace su labor y quién la incumple (sería absurdo intentar hacerlo), pero sí quiero dar testimonio crítico -subjetivo, desde luego- de cuanto me parece mal, de cuanto veo a diario, de cuanto sufro en mi día a día en las aulas, donde jamás he tenido un solo problema con un alumno y, sin embargo, sí he tenido unos cuantos con ciertos profesores. Un día a día en el que hay muchas cosas que no funcionan y sobre las que no quiero echar tierra, pues jamás creí -ni creeré- en el corporativismo.

Sin embargo, también hay padres que, en otros de los comentarios publicados en este blog (y, por favor, sigan haciéndolo: hablemos e intercambiemos ideas, cuantas más, mejor), ven en mí esa actitud corporativista en aquellos posts donde la crítica no va dirigida al desempeño de la labor docente, sino a los obstáculos que se nos ponen desde fuera por parte de las instituciones, de sus recortes y, sobre todo, de su desidia en materia educativa. Por eso, por ejemplo, me niego a las pruebas CDI o a los rankings de ciertas Comunidades Autónomas o a cuanta valoración superficial se haga de una cuestión que merece un estudio tan profundo y serio como la calidad de enseñanza, tema que no se resuelve con pruebas superficiales ni, mucho menos, con un listado elaborado mediante correcciones con plantillas y baremos tramposos. Que supervisen mi labor, por supuesto, pero que lo hagan desde presupuestos educativos rigurosos y, sobre todo, que tenga alguna finalidad, como -para variar- premiar lo que se haga bien (que algo habrá, digo yo), además de sancionar, desde luego, lo que se haga mal.

En definitiva, todo lo que no sea una crítica unánime hacia el otro bando, se vive como un ataque, en vez de tomar conciencia de que quizá debamos todos situarnos en un mismo frente común y asumir la parte de responsabilidad que nos corresponda. Yo, por mi parte, intento hacer un análisis diario de mi labor, para ser consciente de aquello que no hago bien -que es mucho-, o que podría hacer mejor, o que me supera por el motivo que sea, con el afán de remediarlo en la medida que sea posible. A veces ese fallo es solo culpa mía, a veces tiene que ver con un factor ajeno, a veces es una suma compleja de discernir.

Nunca me han gustado las películas ni las novelas de buenos y malos, quizá porque me parecen terriblemente falsas, como todo lo que es maniqueísta. De eso habla este blog, de eso habla mi novela, de eso hablo en cuanto escribo, de que la vida no es blanca ni negra, la vida transcurre entre sombras mucho más difusas, donde todo está conectado con todo, donde no podemos seguir cayendo en ese eterno vicio de echar la culpa -solo y exclusivamente- a los demás.

La educación no es tampoco un tema que admita el juicio maniqueo, así que mientras sigamos relacionándonos a la defensiva -sin oírnos, sin acercar puntos de vista, sin ver lo que hacemos mal del mismo modo que exigimos que se valore lo que hacemos bien- nos mantendremos estancados, abocados a un estadio de mediocridad donde la hostilidad podrá, inevitable y férrea, sobre el diálogo. Y es que, aunque acusemos de ellos a nuestros adolescentes, su ira -como la que da título a mi novela- es mucho más comprensible que la de los adultos que, supuestamente, les educamos y a los que debería sonrojarnos la escasa capacidad que parecemos demostrar a la hora de entendernos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Rankings, mentiras y pruebas CDI

Estoy completamente en contra de las pruebas CDI que, desde hace unos años, realiza la Comunidad de Madrid. Su objetivo, supuestamente, consiste en medir las destrezas lingüísticas y matemáticas de los alumnos de 3º de la ESO. Su propósito real, sin embargo, es elaborar un ranking de centros que contribuya -si cabe- a desprestigiar aún más la labor de la enseñanza pública y que, además, altera enormemente el programa educativo de cada centro, obligándonos a preparar unas pruebas de nula validez en detrimento de otros contenidos.

El primer año que la Comunidad de Madrid propuso llevar a cabo estas pruebas, cometí el error (pura ingenuidad) de presentarme voluntario, creyendo que se trataría de un sistema de medición más o menos sensato y actualizado de los problemas que pudiera presentar la mayoría de nuestros alumnos. Sin embargo, me encontré con que -y ahora hablo de mi materia: las pruebas de lengua castellana- solo se exigían los contenidos rancios de siempre (identificación morfológica, análisis sintáctico, etc.) o simple y llanamente, aleatorios (exigiendo la definición de palabras que los alumnos no tenían por qué conocer a ese nivel ni en ese contexto).

Una vez llevado a cabo ese horror -supuestamente formativo y destinado a detectar problemas en la formación de los chicos- se pasó a su corrección en tiempo récord mediante plantillas, de modo que los correctores nos limitábamos a poner cruces y bienes sin valorar ni medir nada mínimamente razonable. Los alumnos, además, al saber que su prueba no sería objeto de su futura evaluación académica, tampoco se la tomaron en serio y los resultados, en definitiva, eran entre marcianos e inútiles.

Después, con esos datos tramposos y nada aprovechables, la Comunidad elaboró un listado de centros, consiguiendo despoblar algunos de ellos en pro de los concertados más próximos y creando una insana competitividad en los primeros. A su vez, dentro de cada centro se generaron un sinfín de polémicas de entre mal y pésimo gusto (como ejemplo, véase el claustro que se describe en uno de los capítulos de La edad de la ira), culpando a unos y otros departamentos de los resultados obtenidos. En ese sentido, el lema de "la culpa siempre la tiene el otro" se cumplió hasta sus últimas consecuencias. Por supuesto, las pruebas CDI -cuyo nombre, semejante al de un virus, ya da miedo por sí solo- han generado una edificante obsesión en institutos, donde figurar en el podium madrileño es la mayor de sus inquietudes (muy por encima de la formación -real- que obtengan o dejen de obtener sus alumnos).

Este curso (¿por qué será?) la Comunidad no ha contado con suficientes profesores voluntarios, tal vez porque somos muchos los que nos oponemos o porque, más allá de posiciones ideológicas, el pago por esa labor resulta insultante de puro ridículo, así que han optado por la designación forzosa de docentes que habrán de aplicar y corregir esa prueba atroz. Pues bien, he tenido la suerte de ser uno de los afortunados en el sorteo (imaginen mi euforia), así que tengo que ir a un concertado -uno de esos sitios que favorecen con dinero público y con condiciones de absoluta desigualdad desde el gobierno de Aguirre- y poner en práctica un examen que me parece que ataca todo en lo que creo y en lo que debería ser la enseñanza de la lengua y la literatura en nuestro tiempo. Todo ello, claro, bajo la coartada de dos conceptos que sirven para defender cuanta barbaridad educativa se comete: el método PISA y la calidad de enseñanza. Términos que hoy en día parece que puede emplear cualquiera sepa o no de lo que está realmente hablando.

En días así, confieso que me siento muy cerca de Gema, uno de mis personajes predilectos dentro del IES Rubén Darío en La edad de la ira. Y es que, como ella, me cuesta contener la risa amarga ante el cinismo de quienes, supuestamente, velan por los intereses de la educación. La de nuestros alumnos no, desde luego.

domingo, 13 de marzo de 2011

Homofobia y educación


Esta semana me topé, de nuevo, con uno de los temas que se abordan de manera explícita y rotunda en La edad de la ira: la homofobia, una de esas asignaturas pendientes (entre otras muchas) del sistema educativo actual.

El encuentro fue doble y en dos contextos muy diversos. El primero de ellos tuvo lugar dentro de mi clase de teatro, donde empecé a trabajar unas escenas cómicas de Alonso de Santos con mis alumnos de 3º de la ESO. Se trataba de un sketch de apenas una página en la que una desconocida declara su amor a un chico que lee el periódico en el parque, dando lugar a una situación cómica que, en este nivel, permite trabajar bien cuestiones como la proyección de la voz, la capacidad de improvisación o la gestualidad.

Como el número de chicos y chicas es desigual, tuve que formar una pareja con dos chicos, de manera que uno declarase su amor por otro. Hice trampa, claro, pues concedí esos papeles a dos de los alumnos más abiertos y positivos que tengo, convencido de que no pondrían pegas y, quizá, haciendo un flaco favor a la causa educativa, pues lo que pretendía -lo confieso- era evitar un posible conflicto. Cuando comenzamos a ensayar, vi que ambos exageraban sus personajes cayendo en el estereotipo de gay que ven en series y programas de televisión como Aída o en bodrios cinematográficos como Torrente. Al no disponer de otros modelos -al menos, no explícitos- enfocaron la interpretación imitando -inconscientemente- los clichés homófobos que esos medios nos presentan. Y sí, luego diremos que se trata de parodias políticamente incorrectas, que en el fondo son muy críticos, que..., pero todo ese discurso olvida que una gran parte de la población -y no solo los menores de edad- asimila ese discurso discriminatorio -contra los gays, contra las mujeres, contra los inmigrantes- sin enjuiciamiento crítico alguno, con lo que seguimos dando pasos hacia atrás en la convivencia y en la igualdad.

Ante esa situación, decidí intervenir y les dije que sus personajes, a pesar de ser una escena cómica, debían de ser creíbles, de modo que no podían hacer coincidir siempre un personaje homosexual con ese amaneramiento tan hiperbólico que estaban empleando. Entonces, mientras hablaba, llegué a uno de esos callejones sin salida que se nos plantean a los docentes dentro de las aulas, pues me encontré diciendo la siguiente frase: "¿Pensáis de verdad que todos los gays ..... y ..... así?" En esa oración tenía que optar por la tercera persona -son / se comportan- o por la primera -somos /nos comportamos. En una décima de segundo me pasaron mil argumentos por la cabeza, pero predominó el hecho de que no habría dudado en usar esa primera persona si la pregunta fuera: "¿Pensáis de verdad que todos los profesores / los madrileños / los treinteañeros somos y nos comportamos así?" Solo había cambiado el rasgo o la cualidad -una más entre tantas- así que era absurdo prescindir de ese somos que, una vez pronunciado, les causó cierta sorpresa a mis actores.

El impacto duró unos segundos -no más: son mucho más rápidos de lo que creemos, mucho más abiertos- y retomaron la escena de modo totalmente distinto. Noté que copiaban alguno de mis gestos -eso me hizo gracia- y que, de repente, me convertía en otro modelo posible para su personaje. Claro que exageraron cosas, claro que usaron el humor, claro que no era un retrato naturalista..., pero ahora era una caricatura divertida a la vez que respetuosa, humana a la vez que cómica, ahora estaban tratando su personaje con cariño y con dignidad. Después del ensayo me sentí satisfecho de la decisión y muy orgulloso de mis alumnos, pues me habían demostrado que la educación sí que consigue pequeños-grandes logros y que es necesario ser claro y sincero en el aula para obtener esa misma honestidad por su parte.

El segundo tropiezo tuvo lugar solo un par de horas más tarde, cuando me senté en el pupitre de uno de los alumnos que exponía un trabajo ante toda la clase. Suelo pedirles muchos trabajos orales, pues me parece que es muy formativo el hecho de enfrentarse a un auditorio y ayudarles a dominar artes tan poco valoradas como la retórica y tan útiles, sin embargo, cuando deban afrontar el mundo laboral, por ejemplo. En esas exposiciones siempre me siento entre ellos, como uno más, para que no desvíen la mirada del grupo y se acostumbren a hablar para todos, sin dedicarme a mí su intervención.

Y allí, entre sus mesas, me fijé en todas las palabras que decoraban una de las sillas. Gay, homo, marica... Insultos (según ellos, bromas) pintados con edding indeleble en uno de esos respaldos. De nuevo, la duda: hacer como que no lo había visto y seguir con el programa o detenerme y perder (¿ganar?) una sesión hablando de eso. No sé si me equivoqué, pero aparqué el contenido de esa clase y, tras felicitar a mi alumno por su exposición, les hablé de esa silla, de lo que suponía, de lo había tras esos insultos (bromas, insistían) y de la importancia de ser conscientes de todo ello. Fue un debate (odio los sermones) intenso, complejo, y en el que de nuevo salía a relucir el argumento del humor, ese humor al que nos hemos acostumbrado y que parece que lo justifica todo. El humor que creemos que nos permite ser hirientes con cualquiera, sin importar el alcance de ese daño.

En mis alumnos lo entiendo, claro, se están formando, construyendo, así que es normal que lo asimilen todo de forma poco crítica, pero lo que me inquieta que es el mundo adulto que les rodea es aún más acrítico que ellos, de modo que ni en las aulas ni en las familias les preparamos para afrontar esa realidad desde una perspectiva que la juzgue, que la enjuicie, que les haga tener una opinión formada sobre todo cuanto se les dice. Una opinión que les haga reflexionar sobre lo terrible que resulta convertir algo tan natural y sencillo como la orientación sexual en un insulto. O en un chiste. O en una burla. Olvidamos, al no hablar de eso, al ignorar un insulto en la pizarra o en una nota del cuaderno, al cerrar los ojos ante lo que sucede ante nosotros, que la homofobia es, ahora mismo, la primera causa de acoso escolar entre los adolescentes españoles.

Cuesta avanzar, porque estamos hablando de prejuicios demasiado insertos en nuestra tradición, en nuestra forma de pensar, porque seguimos siendo un país que no acaba de ser laico, un país donde hay demasiadas injerencias moralistas -también en la educación pública-, donde la ley social -bravo por ella- ha ido por delante de la sociedad en sí misma. Por eso, supongo, dediqué la clase a comentar el respaldo rotulado de la silla de un alumno. Por eso, imagino, pronuncié abiertamente ese somos ante mi taller de teatro. Porque las aulas deberían empezar a ser -cuanto antes- un lugar de cotidiana y natural visibilidad, aunque eso -lo crean o no- siga trayendo muchos problemas consigo.

martes, 8 de marzo de 2011

Méritos (en sentido irónico)

No sé si los ajenos al kafkiano sistema de la enseñanza pública sabrán en qué consiste el famoso consurso de traslados. Se trata de un ceremonial en el que, año tras año, los profesores presentamos nuestros méritos (es un decir) para que se nos asigne un centro de trabajo en virtud de los mismos.

En mi caso, el hecho kafkiano comenzó hace ya cuatro años, cuando presenté por primera vez todas las publicaciones didácticas en las que había trabajado como autor. Teniendo en cuenta que tengo unos diez años de experiencia como autor de diccionarios y libros de texto a mis espaldas, hube de presentar -físicamente- cerca de cincuenta ejemplares. No valía con un certificado de la editorial, ni con una fotocopia de los créditos, ni con nada que no fuera el libro en sí mismo, lo que suponía cargar con maletas y cajas absurdas para ser evaluado.

Pero, por si eso no fuera ya lo bastante ridículo, al año siguiente se dieron cuenta de que habían baremado mal, de modo que hubo que presentar de nuevo esos cincuenta libros -la misma maleta, la misma caja, el mismo dolor de espalda-, como si con un primer conato de lumbalgia no hubiera sido suficiente... Tras este ridículo evento, consideré que podía reciclar o regalar a bibliotecas aquellos manuales que no me sirviesen pues, era imposible -pensé ingenuamente- que me los volvieran a pedir.

Algo así debía de creer K. mientras se deslizaba por las pasillos infinitos del castillo, pues este año cambiaron el baremo y decidieron que había que presentarlo todo de cero una vez más, como si jamás lo hubiesen visto. Lo mejor es que esta vez aportaba unos setenta títulos (si hubiera dispuesto de todos los que perdí habrían llegado a los noventa) y, sin embargo, gracias al nuevo -y justísimo- sistema de medición, mi puntuación en ese apartado bajaba una décima con respecto a como era hacía dos años. Divertido, ¿verdad?

Para completar el festival de sinsentidos, les haré un breve repaso de cuánto puntúan ciertos aspectos que, al menos yo (pero eso será porque soy un raro), considero importantes:

1. En el apartado de méritos literarios y artísticos (porque así se llama), he obtenido por todas las obras que he estrenado (más de veinte), las novelas publicadas (dos) y los textos teatrales editados (cuatro y uno en proceso de edición) un total de... cero puntos. Con esto no contaba, lo confieso, y hasta me tomé la molestia de presentar obras, depósitos legales y otros papeles de infausto recuerdo.

2. En el apartado de otras funciones docentes, he obtenido por la creación y puesta en marcha de una revista escolar y por la formación de un grupo de teatro como actividad extraescolar y fuera de mi horario un total de... cero puntos. Con esto sí que contaba, pero me indigna igualmente: ¿por qué todo recae siempre en el voluntarismo? No pido remuneración extra, pero sí que se reconozca lo que se hace más en pro de la comunidad educativa.

3. Eso sí, en el apartado de formación he conseguido 3,5 puntos por hacer cursos on line de esos que se aprueban con tan solo inscribirse y que no me han aportado absolutamente nada (ni a mí ni a mis alumnos).

Todo ello demuestra varias cosas:
a) la cantidad de formas de motivación e incentivo que tienen las instituciones educativas para con los profesores de la enseñanza pública...
b) la alta valoración y el notable seguimiento que se hace de nuestra labor en el aula...
c) la enorme consideración la creación literaria como mérito que tener en cuenta en un profesor de, vaya qué casualidad, literatura...
d) la gran eficacia, transparencia y coordinación de las diferentes instituciones educativas...

Seguiría con el listado de sanas greguerías, pero mi sentido del humor me lo impide. Es más, creo que voy a cancelar la revista escolar, anular el grupo de teatro, dejar la creación y dedicarme a hacer cursos absurdos de los que no sacaré nada en claro pero que me darán un montón de puntos para ahorrarme kilómetros y horas de carretera cuando me toque el próximo destino. En definitiva, eso es lo que potencian o, por lo menos, eso es lo único que esta mañana he sacado en claro.

domingo, 6 de marzo de 2011

¿Educación... desigual?

De todos modos, tampoco fue culpa suya.
No es culpa nuestra que haya tan pocos medios,
tan poco dinero y tantos intereses en cargarse
la enseñanza pública a favor de la concertada.
La edad de la ira

Estas semanas están siendo especialmente intensas. Reseñas, críticas, opiniones, ventas... Un sinfín de novedades sobre La edad de la ira que no dejan de regalarme buenos momentos, sobre todo por la estupenda recepción que está teniendo la novela tanto entre sus lectores como entre los críticos que la comentan. Enlazo aquí la opinión más reciente, publicada ayer mismo en la revista El placer de la lectura (un foro más que recomendable para el fomento de la lectura).

Esa intensidad me ha impedido escribir durante los pasados días sobre una noticia que me parece terrible y que, sin embargo, no ha causado el revuelo mediático que debería. Lamentablemente, la educación sigue siendo un tema de escaso interés informativo, salvo cuando -como se afirma en La edad de la ira- se trata de titulares morbosos y amarillistas, de los que se pueda sacar algún tipo de reportaje sangriento y digno de aparecer en shows matinales o vespertinos.

Por eso, supongo, casi nadie se ha escandalizado al saber que la Comunidad de Madrid cederá desde el curso que viene el 35% del programa de estudios a los propios centros, que serán quienes diseñen los horarios y las materias de ese tiempo escolar. En teoría, se trata de una medida para adecuar los contenidos del centro a su alumnado. En la práctica, es una medida que favorece el elitismo y la segregación, pues hará que los centros -ya previamente marcados por su división en bilingües y no bilingües- se subdividan una vez más, fomentando una heterogenidad de contenidos y materias tan arbitraria como poco deseable.

Ahora mismo, ese bilingüismo del que tanto presumen las sonrojantes campañas de la CAM (¿cuánto dinero se gastan en ellas, por cierto?) ya constituye un elemento diferenciador no solo entre los centros, sino dentro de los mismos institutos, pues gracias a la prueba de nivel de inglés se establecen grupos buenos o malos desde 1º de la ESO. No contentos con este primer nivel de segregación, ahora deciden que la educación que reciban los alumnos dependerá del centro al que acudan, al menos en un 35 % (porcentaje más que abultado), lo que fomentará que los padres eviten ciertos centros y prefieran otros. Es más, se propicia que sigan aumentando las cifras de matriculación en concertados y privados, siguiendo con otra de las líneas políticas de nuestra Comunidad en estos años. De nuevo, la Comunidad de Madrid sigue minando -sin que los medios se enteren: están muy ocupados hablando de las sandeces que tuitean ciertos famosos- la educación pública.

Resulta curioso comprobrar cómo ante los malos resultados del sistema educativo español jamás se opta por medidas que exijan la cooperación, la colaboración, el trabajo en equipo. Al revés, se prefiere fomentar aún más la división, el individualismo, la arbitrariedad. Que cada centro -no ya cada Comunidad- haga lo que le venga en gana. Que cada cual se amolde a lo que tenga y dé las clases como pueda. Se podrían dar más medios a los centros con alumnados conflictivos. Se podría hacer una reforma -necesaria y urgente- de los contenidos. Se podrían adoptar medidas que permitiesen una educación homogénea y democrática, porque todos los alumnos tienen el mismo derecho a recibir la misma educación vayan al centro al que vayan. Pero no, se prefiere optar por la vía de "hagan lo que puedan y quieran", por una invitación a "no se compliquen", por un pasotismo institucional que dará lugar a situaciones kafkianas -serían cómicas si este tema no fuera tan serio- durante el curso que viene.

En el fondo, la medida nace de una postura de abandono y de desidia: no nos vamos a esforzar por conseguir que todos los alumnos tengan las mismas oportunidades, sino que asumiremos que no pueden tenerlas y, por tanto, nos limitaremos a conseguir que se titulen cuanto antes, aunque con ello perpetuemos su imposibilidad para acceder a otro tipo de estudios o de formación. En definitiva, regalando ese 35% estamos deteriorando en idéntico porcentaje -quizá incluso en más- la función democrática de la educación, su deber de dar oportunidades a todos, de permitir que sigamos viviendo en una sociedad donde es posible el progreso, donde el determinismo no nos ahoga desde que nacemos, aunque todos seamos conscientes de lo difícil que resulta luchar contra él.

Pero lo más triste es que, ahora mismo, no sé qué me indigna más, si la medida en sí misma o el silencio y el desinterés de los medios de comunicación, especialmente de los que supuestamente defienden unas ideas de izquierdas y que jamás tienen tiempo para estos asuntos. Cuando lo tengan, ya será muy tarde. Demasiado.