Al principio me dio algo de miedo verme metido en una aventura como esa -más tiempo, más responsabilidad, más trabajo-, pero pronto me di cuenta de que ese esfuerzo merecía la pena. Y con creces. La aportación de los chicos hacía que cada minuto invertido en la revista sirviese de algo y, sobre todo, sirvió para que -de pronto- se dieran a conocer ciertas actividades e inquietudes que todos -alumnos, profesores y padres- parecíamos compartir.
Desde ese tímido -y más que modesto- inicio, la revista no ha dejado de sumar nuevos alumnos -ya somos casi treinta- y este curso ha sido genial encontrarse, en el equipo de redactores, con más alumnos de 1º y 2º de ESO, deseosos de apuntarse a esta pequeña locura y llenos de ideas y de ganas de colaborar. Sin embargo, en estos tres años, no puedo decir que haya tenido un gran apoyo por parte de mis compañeros. Y no es que lo busque, la verdad, pero sí me llama la atención el desinterés de la mayoría de ellos por algo que, en realidad, podría ser mucho más colectivo y, sobre todo, enriquecedor.
Los que sí han querido colaborar han sido, cómo no, los que ya están implicados en otras tareas, de modo que no pueden hacer más de lo que han hecho (y que ya es más que suficiente). Pero salvo ellos -un escogido grupo de amigos realmente entregados a su profesión-, la mayoría de los miembros del claustro con los que me he topado hasta la fecha podrían dividirse, según su actitud hacia la revista, en los siguientes grupos:
a) profesores que presumen de poder aportar muchísimo a nuestra publicación -básicamente para vanagloriarse de sus muchas y múltiples capacidades- pero cuya aportación jamás se concreta en nada,
b) profesores que me marean durante recreos y entre clase y clase con preguntas, sugerencias y cuestiones varias aunque, por mucho que me moleste en resolvérselas, jamás colaboren ni entregan nada mínimamente práctico,
c) profesores que no solo no ayudan sino que, en la medida que pueden, boicotean la iniciativa y que, por ejemplo, cuando un alumno del equipo de redacción acude a entrevistarlos se niegan a responderles o que, por poner otro ejemplo más, se oponen a la publicación de fotos de excursiones o actividades del centro por atentar contra su intimidad,
d) profesores que no ayudan en nada, pero que ponen pegas, critican, desprecian y comentan cómo se podría hacer realmente bien esta revista,
e) profesores que leen los artículos con mentalidad infantil y que escriben réplicas igualmente pueriles contra los alumnos autores de esos textos, estigmatizándolos en lugar de animándolos.
Entretanto -en medio de una creciente sensación de ahogo y, sobre todo, de soledad-, sigo cruzándome por los pasillos con compañeros -supuestos educadores- que no saludan, que no sonríen, que no saben pedir nada por favor y que desconocen la palabra gracias. A estos, la verdad, ya no sé ni en qué grupo colocarlos. A estos, me temo, les dejaría reservada una hermosa jaula a ver si con algún tipo de experimento a lo Skinner conseguimos inculcarles -puro método conductista- una dosis mínima de educación.
P.S. Del tema padres, por cierto, hablamos otro día. Me reservo para el próximo post una curiosa-triste-desconcertante anécdota vivida esta misma semana. Creo que necesito algo de perspectiva para ponerla por escrito. Y algo de oxígeno, cómo no.